Hacia una nueva sociedad

Hacia una nueva sociedad


Hacia 1730 es evidente que la alcald�a de Aguascalientes forma una unidad, no nada m�s administrativa sino social y econ�mica. Los cambios registrados desde principios del siglo muestran que el aumento de poblaci�n ha dado sus frutos: el territorio que forma la alcald�a est� todo bajo control del hombre. Haciendas, ranchos, congregaciones, pueblos de indios, ocupan racional y productivamente su espacio.

Desde principios del siglo XVIII se registraron algunos cambios en las pautas econ�micas de la alcald�a. Si bien la cr�a de ganado menor continu�, la de mayor fue en aumento. Hacia mediados de siglo el giro es total, las mulas de la regi�n son ya famosas y se llevan a vender hasta Puebla y Oaxaca. A esta cr�a se dedican grandes y peque�os terratenientes, porque a los animales se les puede alimentar con pastos o con la paja que rinden los cultivos de ma�z y de trigo. Cada a�o los criadores juntan sus hatos y emprenden un largo viaje que los conducir� a los mercados m�s importantes. Enormes manadas atraviesan el virreinato. Don Nicol�s de Cardona, don Antonio Emazabel, don Nicol�s Flores Alatorre destacan como criadores de mulas, caballos y toros en la primera mitad de este siglo y al mismo tiempo se ocupan de conducir la producci�n regional hasta los principales mercados de la Nueva Espa�a.

Las haciendas de Ci�nega de Mata junto con las de Pabell�n y Esp�ritu Santo siguen siendo las principales productoras de ganado menor: cabras, borregos, pero tambi�n se dedican a la de mayor y en sus mejores tierras al cultivo de ma�z y trigo de riego. Al campo, en general, se le sigui� dotando de infraestructura para riego, como presas, represas y peque�os acueductos.

El comercio del distrito tambi�n ha tenido cambios: de ser un centro de consumo se est� convirtiendo en punto de concentraci�n. Los principales comerciantes de la villa almacenan mercanc�as adquiridas en la capital del reino y en las ferias de Jalapa y San Juan. Desde aqu� las distribuyen a diferentes puntos cercanos como Juchipila, Nochistl�n, o m�s lejanos como los minerales de Ramos, Nieves, llegando a adentrarse hasta Parral, Bola�os y Catorce. El gremio de comerciantes es elevado en proporci�n a la poblaci�n del distrito y est� bajo el dominio, como en todo el resto de la Nueva Espa�a, de peninsulares que siguiendo el tradicional sistema de relevos se traspasan los negocios de t�o a sobrino o de amo a cajero, formando cadenas que cubren varias generaciones. Esto suced�a porque pocos hijos de comerciantes quer�an seguir la carrera de sus padres y tambi�n porque entre los comerciantes peninsulares el �ndice de celibato era bastante alto. Tal es el caso de la rama iniciada por don Valent�n de la Pe�a, quien lleg� a Aguascalientes hacia 1734 como alcalde mayor y al terminar su periodo se instal� como comerciante. Durante casi treinta a�os estuvo al frente de su comercio en la calle de Tacuba. A su muerte, en 1762, lo sucedi� su sobrino don Manuel G�mez Zorrilla, quien igual hizo al morir en 1784 con su sobrino don Baltasar Ruiz Zorrilla.

La tierra por repartir se acab�: tanta merced, tanta composici�n, terminaron cubriendo toda la alcald�a. Las haciendas ya no pod�an crecer m�s aunque la Hacienda Real continuara inventando f�rmulas para obtener entradas al obligar a los due�os de estancias y haciendas a pagar peri�dicamente confirmaciones. La estructura agraria de la alcald�a cambiar�a muy poco entre 1750 y 1821. Cada propiedad ten�a su perfil, sus l�mites, y era m�s f�cil que una hacienda cambiara de due�o que de extensi�n o de uso. La l�gica econ�mica de cada propiedad estaba condicionada por sus caracter�sticas f�sicas, por su extensi�n y por la t�cnica utilizada.

La alcald�a hab�a adquirido un perfil propio, constitu�a una unidad: muchos de sus vecinos eran descendientes de los primeros pobladores de la regi�n y esto los hac�a sentirse arraigados a su tierra. La gente de fuera segu�a llegando, pero respondiendo a una estructura social tradicional, adoptaba inmediatamente los usos del lugar. Matrimonios y compadrazgos entrecruzaban y sellaban los lazos internos de esta sociedad en donde la familia era el punto de referencia.

Por su parte, el ayuntamiento cumpl�a las funciones de administraci�n y representaci�n que le correspond�an. Defend�a los intereses de la villa y si el caso lo ameritaba se enfrentaba al alcalde mayor, a los oidores y a la Audiencia misma, como sucedi� en 1753, cuando se opuso a que ocupara el cargo de alcalde mayor don Vicente de Echevarr�a y Delgado por no poseer los m�ritos necesarios para su desempe�o. Los mun�cipes gastaban parte importante de su tiempo en la preparaci�n de las fiestas de la villa y no se ve�a mal que buena parte de los impuestos que se recaudaban se invirtieran en ellas. Muchas veces los mun�cipes m�s acaudalados tuvieron que poner dinero de sus bolsillos para hacerlas m�s atractivas y a gusto y satisfacci�n del p�blico.

Una de las fiestas m�s lucidas que se organiz� en Aguascalientes durante el siglo XVIII fue la de la dedicaci�n de la iglesia parroquial. Treinta y cuatro a�os tard� su f�brica y renovaci�n, ya que empezados los trabajos en 1704, a iniciativa del se�or cura don Antonio Flores de Acevedo, no se terminaron sino hasta 1738, cuando ocupaba la cabeza de la parroquia don Manuel Col�n de Larre�tegui. Treinta y cuatro a�os de esfuerzo com�n —y esto sin contar la construcci�n de las torres, que no fueron erigidas sino en 1764 la primera y en 1946 la segunda— ten�an que ser festejados por el grueso de la poblaci�n. Ocho d�as completos se dedicaron a los festejos, del s�bado 4 al s�bado 11 de octubre de 1738, aunque en realidad empezaron el d�a 3, en que se traslad� el Sant�simo desde la iglesia de San Diego a su nueva morada.

Para tal solemnidad se trasladaron las im�genes de las otras iglesias a la parroquia para que presenciaran, junto con sus feligreses, las funciones que durante estos ocho d�as deb�an celebrarse. As�, de San Diego se trajo a san Francisco, de La Merced a la virgen del Rosario, de San Juan a san Juan de Dios. Al d�a siguiente, con misa y serm�n se dio inicio a los festejos, que ya previamente contaban con benefactores que pagaron los gastos. El primer d�a lo pagaron los alcaldes ordinarios de ese a�o: don Antonio Villacorta y don F�lix de Acosta. El segundo lo pag� �ntegramente don Vicente D�az de Le�n, due�o de la hacienda de Pe�uelas. El tercero qued� a cargo de los connotados vecinos don Xavier de Cardona, don Juan Ruiz de Escamilla y de los hermanos don Antonio y don Joseph Emazabel. El �ltimo d�a le toc� al cabildo costear la celebraci�n. Cada d�a se dio misa y serm�n, y se hizo venir a los expositores m�s connotados de los alrededores: predicaron entre otros el cura de Zacatecas, doctor don Jos� Rivera; el se�or doctor don Faustino de Aguilera, cura del Sagrario de la Catedral de Guadalajara, hijo de don Nicol�s de Aguilera y hermano de don Manuel Rafael, que fue escribano de cabildo y de la villa por m�s de treinta y cinco a�os; el doctor don Jos� Fern�ndez de Palos, hijo de don Juan Fern�ndez de Palos, due�o de la hacienda de Paredes, que lleg� a ser rector del Real y Pontificio Seminario de la Ciudad de M�xico.

La celebraci�n religiosa fue acompa�ada de festejos populares. Seis obras de teatro se pusieron en escena, una diariamente, costeadas por los diferentes gremios de la villa: los sastres, los zapateros, los barberos, los cigarreros, los loceros, los alarifes, los chileros de Triana, los herreros, los serenos, los sombrereros y los obrajeros. Se presentaron, entre otras: Mejor est� que estaba, El secreto a voces, Los espa�oles en Chile y conquista del reino de Arauco y La misma conciencia avisa. Los d�as no alcanzaban para festejar, todav�a los fines de semana siguientes continu� la fiesta con las corridas de toros, carreras y juegos de ca�as.

La dedicaci�n y las fiestas que la acompa�aron curaban una gran herida, la de la hambruna y epidemia del a�o de 1738, que tanto hizo sufrir a los habitantes de la alcald�a y en cada familia dej� duelo. Se renovaba la confianza en Dios y en la vida, y los lazos que un�an a una poblaci�n golpeada por la muerte se reforzaban a trav�s de las solidaridades vividas en estos alegres momentos de fiesta y de olvido.


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