La capital del nuevo departamento era uno de los mayores motivos de orgullo de los aguascalentenses. El Congreso de Zacatecas le hab�a otorgado el t�tulo de ciudad en octubre de 1824, sin duda como un reconocimiento a la pujanza de la antigua villa. En 1837 su poblaci�n se calcul� en 19 600 habitantes, equivalentes a 28.4% del total departamental.
Aunque el trazo de la ciudad era irregular e imped�a que las calles formaran l�neas rectas, las nuevas autoridades estaban empe�adas en remediar ese mal dentro de lo posible. Se hab�a procurado que las calles estuviesen abiertas en los dos extremos, que se empedraran y nivelaran, que se dotaran de buenas banquetas y que por las noches la iluminaci�n fuera suficiente. De las 11 plazas p�blicas que adornaban la ciudad y serv�an como punto de reposo a los parroquianos, las de aspecto m�s decente eran la mayor situada frente a la Parroquia la del Encino, la de San Juan de Dios, la de Guadalupe y la de San Marcos.
Entre los edificios notables se contaba como uno de los primeros el palacio municipal, "obra maestra de arquitectura", enjaezado su p�rtico con "seis hermosas pilastras", bien proporcionado y hasta "majestuoso", seg�n los entusiastas autores del Primer cuadro estad�stico. Otro edificio notable era el que serv�a como sede de la escuela lancasteriana, construido expresamente para ese objeto, amplio y hasta elegante. Tambi�n estaba el Pari�n, construido entre 1828 y 1830 por el ayuntamiento y que se hab�a convertido en el centro de un animado movimiento comercial. Sus cuatro portales formaban un cuadro, en cuyo centro estaba la llamada plaza del mercado. El Pari�n era adem�s un lugar favorecido por los paseantes, que bajo el cobijo de la arquer�a fumaban, tomaban nota de las m�s recientes novedades y se solazaban.
La ciudad se abastec�a desde siempre con el agua salida de los manantiales del Ojocaliente. Se contaba tambi�n con la presa del Cedazo y con un tramo de ca�er�a subterr�nea de m�s de cinco mil varas, pero la falta de recursos hab�a impedido que esa obra se concluyera. Al norte de la ciudad hab�a otro tanque de regulares dimensiones, que daba riego a muchas huertas y serv�a como lugar de paseo, pues la vista de los campos inmediatos resultaba muy agradable. Para sus visitantes, al encanto del lugar se a�ad�a "el canto de millares de p�jaros que casi exclusivamente han elegido la cercan�a de este sitio para su habitaci�n, como que es el �nico rumbo por donde las acequias est�n siempre llenas de agua".
El ayuntamiento manten�a una c�rcel, la cual, en vista de su mal estado y de las ideas que se ten�an sobre la materia, "no puede considerarse sino como una prisi�n provisional". Entre sus prioridades, el gobierno departamental ten�a la de construir una c�rcel nueva y bien acondicionada. El hospital de pobres con que contaba la ciudad, fundado por los padres juaninos durante la segunda mitad del siglo XVII, hab�a pasado recientemente a depender del gobierno eclesi�stico de Guadalajara. Su estado era "ruinoso", carec�a de fondos suficientes y la atenci�n que en �l se dispensaba a los enfermos era menos que elemental. Las autoridades eclesi�sticas y las departamentales estaban enfrascadas en un pleito in�til y de muy graves consecuencias a prop�sito de qui�n deb�a dirigir y sostener el establecimiento.
La ciudad contaba con 13 iglesias, cuyos servicios se ve�an a diario muy concurridos. La parroquia era el templo mejor aderezado y m�s visitado, aunque los de San Juan de Dios, de San Marcos y de la Tercera Orden ten�an tambi�n un aspecto bastante decoroso. Los habitantes del barrio del Encino prefer�an la iglesia dedicada a su santo patrono y ponderaban ante quien quisiese escucharlos el car�cter milagroso de su Cristo Negro.