La vida pol�tica


Galv�n hac�a mutis de la escena colimense. Por donde vino, se fue. Antes de decir el definitivo adi�s, acompa�ado de autoridades y amigos, descubr�a en la �ltima garita una inscripci�n sobre lienzo blanco que dec�a: "Colima guardar� siempre con gratitud el nombre de Pedro A. Galv�n". D�as antes, el 26 de septiembre, algunos ayuntamientos como los de Colima y Comala y el propio Congreso del estado elevaron su gratitud al que fuera su gobernador provisional. Todo se lo merec�a el ilustre general porque "en la infausta crisis pol�tica" que viv�a la entidad, "mil temores abrigaban los ciudadanos pac�ficos y poca esperanza pod�an concebir de un cambio satisfactorio"; por eso hab�an surgido dudas muy serias acerca de su posible soluci�n. Fue cuando don Porfirio envi� a Galv�n para "presidir la reconstrucci�n pol�tica de esta localidad". Sorteando los escollos de dos poderes impopulares que se disputaban el derecho de gobernar la entidad, logr� los objetivos se�alados y restituy� el sagrado dep�sito de las libertades republicanas.

De contento y de tan profunda gratitud, se enferm� Galv�n en el camino. Una de cal por otra de arena, como lo es la misma memoria que se vincula a la calzada Galv�n de Colima: recuerdo de un querido gobernante y lugar de ajusticiamiento para ahorcados. Una vez ido Galv�n, como rescoldo de esta orfandad ciudadana, se public� la lista de los dadivosos vecinos que hab�an contribuido de modo espectacular a la transformaci�n del Jard�n Principal. La encabezaba don Christian Flor, desembolsando 52 pesos, del brazo de su compadre Adolfo Kebe, que dio otro tanto. Juan Brizuela, Enrique Stoldt, Ponciano Ruiz y el giro mercantil Alejandro Oetling y Sucesores hicieron sonar cada uno $26.00; Miguel Baz�n, Epitasio G�mez, el minero Heliodoro Trujillo, Antonio D�az, Jos� Mar�a Melgar, Francisco Santa Cruz, Jorge M. Oldenbourg, Esteban Garc�a, Ram�n R. de la Vega, Augusto Morrill, Miguel �lvarez y otros ricachones aportaron por cabeza 13 pesos; m�s pobretones, m�s gastados o m�s ahorradores resultaron ser Gildardo G�mez, Juan Rojas V�rtiz, Trinidad Padilla y el licenciado Apodaca, entre otros: cotizaron por persona $6.50. El prefecto pol�tico y la polic�a consiguieron reunir 13 pesos, misma cantidad que recaudaron los disminuidos empleados de la Tesorer�a y su jefe Orozco.

Aunque bienvenidas, no todas las aportaciones fueron tan favorablemente recibidas. El comandante Cer�n dio con firmeza �rdenes tajantes y sus soldados del 13� Batall�n, de guarnici�n en la plaza, rascando sus faltriqueras y dando un paso al frente sumaron tambi�n el n�mero de la suerte. Lo malo fue que los soldados tra�an en jaque a la Junta Municipal. Nadie les negaba su generosidad miliciana en favor del Jard�n Principal, pero a los mun�cipes y en particular al comisionado de Paseos y Jardines llegaban a diario las protestas de vecinos y amantes de la naturaleza por los destrozos que causaban los milicios en el Jard�n N��ez.

La letan�a de los centavos segu�a con las aportaciones de la Casa Schmidt y Madrid, del licenciado Justo Tagle, de Mariano Riestra, Agust�n Schacht y Pedro A. Galv�n: ellos cotizaron donando diversas bancas de hierro y madera; el resto de ellas costaron $512.83. Los ocho cedros del L�bano plantados montaron $7.17. Otros gastos fueron: al herrero por su trabajo, $141.10, y por lo propio, $160 al carpintero y al pintor para que los repartiesen en partes iguales.

En cuanto a la hacienda p�blica, el Congreso dio carta blanca el 16 de octubre al gobernador para dictar las medidas conducentes y reorganizarla hasta tanto fueran expedidos los nuevos presupuestos. La primera medida santacrucista fue liberar del pago de derechos a los efectos de "primera necesidad", como eran: palo del Brasil, cacahuate, cabos de hacha, costales y mantas de raspa, cuero de ternera, venado y tigre, duelas de barril, gamuzas, lana en gre�a, lazos, mantequilla, linalo�, largueros, vigas y viguetas, morillos y latas, tablas de cedro, palas de madera, palotinte, papel de estraza, queso fresco, garbanzos, habas, lentejas, zaleas sin curtir; zarzaparrilla, coco para alfajor, palma para sombreros, c�scara de encino, costales de ixtle o malva, reatas de lo mismo, tamarindo, frutas del pa�s, cabras y cabritos, carneros castrados y sin castrar, petates, papas, hielo y loza. Algunos de estos efectos, empero, segu�an gravados con un derecho municipal y para la instrucci�n p�blica. El gobernador tambi�n orden� suprimir varias garitas de pago: las del Peregrino, Capacha, Pastores y Mina de Pe�a, por innecesarias y gravosas al erario.

Pero no s�lo el jefe Santa Cruz articulaba medidas de gobierno para paliar los sufrimientos y dar ox�geno a "los pulmones de la clase desvalida" sino que tambi�n algunos particulares, sensibles al drama, extend�an su mano. Uno de �stos fue el doctor Gerardo Orozco, yerno del due�o de la f�brica de hilados de La Atrevida, quien ofreci� sus servicios profesionales dando consultas gratis a los pobres de tres a cinco de la tarde.

Poco a poco, el sabatino del bar�n hab�a ido ocupando el primer lugar como �rgano de expresi�n y sus notas influ�an en la opini�n p�blica. Por eso, cuando denunciaba a la Junta Municipal afirmando que parec�a dormir "feliz sue�o", mientras que los vecinos insomnes padec�an los piquetazos de los zancudos —que m�s bien eran rejones de muerte— y apelaba al gobernador y al prefecto para que en su remedio interviniesen y hallaran una soluci�n, Gildardo G�mez ya no pudo aguantar m�s y, sacando su casta de miembro de la Junta, respondi� con acritud al austr�aco: los mun�cipes, a pesar de lo que aseguraba La Voz del Pac�fico, s� estaban preocupados por el problema y hac�an esfuerzos por erradicar el mal; de hecho, segu�a diciendo don Gildardo, la Junta Municipal tan difamada hab�a librado prohibiciones muy claras y terminantes sobre "la extracci�n de arena y otras excavaciones que contienen estancadas las aguas", y por este motivo se hab�an girado una semana atr�s instrucciones para desecar los baches, hoyos, pantanos y charcos, especialmente "del lado occidental de la ciudad, en lo que llaman Placeta", donde "unos grandes estanques de agua sucia, formados en la estaci�n de lluvias, en las excavaciones hechas para sacar arena", eran focos de envenenamiento del aire.

Para no defraudar la confianza del elemento extranjero, alarmado un tanto por las cr�ticas hechas por don Gildardo al se�or bar�n, el peri�dico oficial presentaba por modelo de ciudadano a Arturo Le Harivel, director de la plantaci�n cafetalera de San Antonio, porque hab�a mejorado el camino que conduc�a de Cofrad�a de Suchit�n a El Jabal�. Sin duda la obra emprendida por el ingeniero Le Harivel era de beneficio general, por ser el �nico camino para Zapotitl�n, San Gabriel, Tuxcacuesco, Autl�n, etc�tera: "no podemos menos de hacer p�blica menci�n de ella, dando las gracias al inteligente ingeniero".

Mejoras, pero en otro ramo, eran las llevadas a cabo en el Liceo de Varones por Ram�n R. de la Vega, a quien el gobernador Santa Cruz hab�a puesto al frente de la Instrucci�n P�blica. El notable don Ram�n exhort� a los padres de familia para aprovechar los beneficios de ese centro docente dirigido por el estimado y educad�simo Blas Ruiz. Seg�n el programa previsto en el inminente curso lectivo, si bien no habr�a las esperadas carreras profesionales so�adas por los doroteos, ser�an impartidas c�tedras de gram�tica castellana y general, ingl�s y franc�s, geograf�a y cosmograf�a, matem�ticas puras y pedagog�a, historia universal y de M�xico, filosof�a y dibujo. Por supuesto, se garantizaba "la educaci�n moral".

El Malacate, huyendo de la enrarecida atm�sfera pol�tica de Colima, hab�a reaparecido en Guadalajara con su n�mero 9, y desde la capital tapat�a pasaba a cuchillo la vida y milagros de la sociedad colimense. El licenciado Antonio de Jes�s Lozano era su director. Juan Panadero, en sus columnas, se solidarizaba con Lozano y su peri�dico, asegurando que tambi�n hab�an sido v�ctimas de Galv�n y que, en consecuencia, se hab�an visto obligados a huir —periodista, imprenta y papel— de las garras del usurpador gobierno. "A volandas" hab�a sido el escape, seg�n expresivo comentario de Juan Panadero. En Colima, al parecer, corr�a entretanto otra versi�n sobre la cacareada fuga que no habr�a sido por motivos pol�ticos sino tan s�lo por causa de simple delincuencia. Seg�n decires, Crisp�n Medina, prefecto pol�tico en la administraci�n provisional, tuvo que llamar a Anto�ito Lozano para cierta averiguaci�n. �Era cierto —se le pregunt�— que don Doroteo, tan urgido de una campa�a publicitaria, le hab�a entregado una imprenta como director de El Malacate? "As� es", respondi� el periodista. Entonces el prefecto le comunic� que, por tratarse de un patrimonio del Estado, el general Galv�n hab�a girado instrucciones de recogerla. Lo que sucedi� m�s tarde es que, entregada por Lozano la imprenta, al hacerse el inventario, se descubri� que "las dos terceras partes de los tipos que la formaban" se hab�an esfumado. Fue llamado a cuentas una vez m�s el periodista, quien neg� toda responsabilidad en el asunto. A Lozano, por instrucciones superiores, no se le molest� m�s por este desagradable asunto. Lo curioso del caso fue que los tipos de la imprenta esfumados reaparec�an en Guadalajara, "formando las plantas del �ltimo n�mero" de El Malacate redivivo. Total, que Lozano se consagraba como un eslab�n m�s de una larga cadena de periodistas y peri�dicos con cola que les pisaran, �y con justa raz�n!.

Si molestaba en Colima El Malacate y su s�rdida historia, mucho m�s alarmante fue la circulaci�n reci�n detectada de dinero falso. Los comerciantes al menudeo —siempre atentos a la oferta y la demanda— guardaban el dinero bueno y dejaban correr el malo.


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