Santa Cruz, el Santa Anna colimense


Ya se dijo que ning�n gobernador desde la proclamaci�n de Colima como estado libre y soberano por el Constituyente de 1856-1857 hab�a logrado ejercer completo su periodo legal: o llegaban tarde siendo designados s�lo para terminar lo que le faltaba al antecesor, o no pod�an iniciar su mandato en la fecha prevista por la ley; y si asum�an el mando con todas las de la ley, no alcanzaban a agotarlo. Desde 1880, en cambio, la sucesi�n de los gobiernos aconteci� con extra�a regularidad hasta el madruguete que le dieran al benem�rito Gildardo G�mez, al alim�n, Porfirio D�az y el coronel Francisco Santa Cruz. Era la hora del porfiriato. El centro —es decir, don Porfirio— dispon�a y dispuso.

Santa Cruz, el Santa Anna colimense, como lo llamamos, estaba sin remedio picado, al igual que el general D�az, con el poder. No contento con haber repetido de gobernador en 1880, quiso hacer el papel una vez m�s y, ayudado por el presidente de la Rep�blica, consigui� encaramarse al pescante del Ejecutivo en 1893, arrebatando las riendas de la gubernatura a don Gildardo. Por lo menos, entre una y otra fecha, corrieron 13 a�os de equilibrio aunque hubiese, por otro lado, muchos desequilibrios en la vida econ�mica y social de la vida colimense. �nicamente la muerte, puntual siempre, pudo apear el coronel Santa Cruz. Ag�nico le trajeron un d�a desde su hacienda y salinas de Cuyutl�n. Llegando a la estaci�n del ferrocarril de Colima, por falta de mejor ambulancia, le instalaron sobre una cama y, a trote de incondicionales s�bditos, le condujeron por las calles hasta su casa en la Plaza Principal. El pueblo que en tantas ocasiones le hab�a vitoreado, desde las aceras, observaba silencioso la extra�a comitiva. nadie supo cu�ndo, de improviso, las comparsas descubrieron que, en cama y al trote, paseaban el cad�ver del gobernador.

Nueve a�os tambi�n ejercer�a el mando su sucesor, Enrique O. de la Madrid, y lo hubiera seguido ejerciendo de no haber renunciado cuando los maderistas anunciaron su llegada a Colima, en mayo de 1911. La estabilidad de las instituciones qued� garantizada a pesar de lo sucedido a don Gildardo —que fue cosa de un d�a, de una mala cara, de una decisi�n presidencial—, de 1880 a 1911. Durante aquellos 20 azarosos, cr�ticos, cariacontecidos y enso�adores a�os, todo fue estable, m�s o menos, que nunca faltan negritos en el arroz.

La historia pol�tica de la d�cada 1880-1889 estuvo caracterizada, adem�s, por una conciencia muy aguda de la crisis que todos los sectores de la poblaci�n, incluidos los pol�ticos, percib�an, padec�an y denunciaban, y cuyas causas inmediatas fueron: la deplorable situaci�n de la hacienda p�blica en franca bancarrota, el elevado costo de las obras del ferrocarril Manzanillo-Colima con la paralizaci�n de las mismas a mediados de los ochenta, y el azote de la fiebre amarilla. A partir del �ltimo decenio del siglo se calmaron los tiempos de vacas flacas y en todo el estado de Colima, aqu� y all�, fueron deshil�ndose mejores aires. Bajo el signo pol�tico —am�n del desbancamiento sufrido por Gildardo G�mez en 1893—, nada importante se hubiera debido registrar, de no ser el ascenso a la gubernatura de Enrique O. de la Madrid, relativamente joven —40 a�os reci�n cumplidos—, en un pa�s regido por una evidente gerontocracia, la visita que hiciera don Porfirio en diciembre de 1908 y el abominable crimen de los Tepames que conmovi� cielos y tierra un a�o m�s tarde.

Tanto Santa Cruz como don Enrique y Blas Ruiz, entre los nacionales, y un buen grupo de familias de origen extranjero llegadas en diversas �pocas y por distintos motivos —los Albarelli, Barney, Blake, Brackel-Welda, Bradbury, Brun, Doensch, Flor, Harivel, Kebe, Kuhlmann, Mancke, Morrill, Oetling, Oldembourg, Schacht, Schmidt, Sch�ndube, Schulte, Vogel, Voges, por indicar algunas—, fueron afianzando capitales y echando ra�ces en esta tierra.

Aquellos a�os fueron d�ndole nueva fisonom�a a Colima y Manzanillo. Las obras del puerto —escolleras, malec�n, muelles, bodegas, aduana, estaci�n de ferrocarril— atrajeron a numerosos peones y empleados. Por sus cerros iba creciendo la poblaci�n, mientras que los funcionarios, las casas de importaci�n/exportaci�n, las agencias navieras, los escasos profesionistas y algunos comercios prefer�an la cercan�a del puerto. El calor obligaba al uso de ventiladores y los zancudos —numeros�simos— reclamaban mosquiteros y prender fogatas en las calles, como bien lo describe Cecilia Seler. Muchas de las casas del Centro eran de madera, con peque�as terrazas abalconadas. La suciedad y la general falta de higiene en la poblaci�n, lamentablemente, causaban estupor de cualquier viajero que desembarcaba, aunque por otra parte tra�an encima la amenaza de epidemias, para lo cual se edific� tambi�n una estaci�n sanitaria y un lazareto.

La ciudad de Colima adquiri� por su parte cierta p�tina y un encanto peculiar. A los vecinos principales les dio por adecentar las fachadas de sus casas, ponerle losetas a los suelos y colocar canceles de hierro entre el port�n de la calle y el patio. Mecedoras de bejuco, ostentosos comedores, el infaltable piano y escupideras de porcelana en puntos estrat�gicos, decoraban corredores y habitaciones. Tambi�n la Iglesia iba adecentando sus templos o edificando otros. La Catedral qued� concluida y se alzaron los templos de la Merced, el Sagrado Coraz�n y San Jos�. En breve, aqu� y all� —a lo largo de las calles empedradas y limp�simas del centro, y en los jardines, donde se cambiaron las viejas bancas de ladrillo por otras de hierro forjado—, el panorama urbano hab�a cambiado. Algo quedaba del viejo Colima: en patios y corrales, cobijo de pajarillos, crec�an airosas palmas, primaveras de un intenso amarillo, mangos, galeanas, limoneros, granados y tamarindos cuyos troncos abrazaba la vainilla; desde el coraz�n de cada casa, asomaban por encima de las bardas de adobe y los tejados para contemplar el paso del tranv�a de mulitas que iba desde la estaci�n del ferrocarril hasta los viejos muros de San Francisco.

As�, despu�s de transitar por unos a�os de crisis, se lleg� a un pr�spero y sorprendente siglo XX que trajo bendiciones del cielo, aunque aquel temporal de gracias tuvo tambi�n sus granizos. En el seno de la sociedad, sobre todo en los sectores campiranos, iba teji�ndose una sorda y casi oculta protesta que —si no brot� con la virulencia de otras regiones del pa�s—, en su momento, mostr� las aristas.


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