�Viva Cristo Rey!


Entre los factores m�s explosivos que el nuevo Estado surgido de la Revoluci�n hab�a pretendido poner bajo su control y que qued� establecido en la Carta Magna de 1917, estaba el religioso. La Iglesia cat�lica reaccion� en distintas direcciones: por una parte, combati� con su discurso el discurso oficial; por Otra —de mayor envergadura—, puso en marcha una intensa evangelizaci�n organizando sus bases. En menos de 10 a�os hab�a recuperado su capacidad de convocatoria y movilizaci�n. "La Iglesia, con restauradas instituciones, con un clero estimulado de nueva cuenta, con amplia base laical organizada en m�ltiples asociaciones, sindicatos y ligas, luchando en el amplio campo de lo social, volv�a a ser un peligro, y un peligro inminente." Para el proyecto modernizador de Calles, entre otros obst�culos, aparec�a la Iglesia que demostraba con los hechos tener su propio proyecto de naci�n. La guerra se hac�a inevitable.

Desde un principio el gobernador Sol�rzano B�jar mostr� sus intenciones de fustigar a la Iglesia. En diciembre de 1925 acord� reglamentar incluso el toque de campanas. En respuesta, el obispado dispuso que a partir del 8 de diciembre quedasen aqu�llas mudas. El 24 de febrero de 1926 la Legislatura local expidi� el decreto 126, limitando a 20 el n�mero de sacerdotes que pod�an ejercer su ministerio en todo el territorio del estado, exigiendo a �stos su registro en las oficinas municipales y su "boleta de licencia" respectiva. El 24 de marzo, el gobernador Sol�rzano lo public�. Diez d�as despu�s comenzaba a tener vigor. La respuesta del viejo arzobispo Jos� Amador Velasco y su clero no se hizo esperar. Pero la prensa adicta al gobierno acus� con dureza al clero colimense. Obispos y sacerdotes fueron procesados por el delito de rebeli�n y los fieles cat�licos protestaron de inmediato suscribiendo un manifiesto.

Seg�n �ste, el decreto no ten�a "otra finalidad que perseguir la Religi�n Cat�lica profesada por la casi totalidad del Pueblo Colimense", y que, adem�s, era "antisocial" porque afectaba las relaciones entre pueblo y autoridades, atacaba las creencias, provocaba "el �xodo de las familias profundamente religiosas", her�a "los sentimientos religiosos del pueblo, sin que de ello resulte utilidad para nadie y s� un grande descontento y malestar". Para mayores males, seg�n los firmantes, decreto y reglamento violaban "la Constituci�n General". Por ello, el 5 de abril —lunes de Pascua—, una enorme muchedumbre venida de todas las parroquias de la di�cesis exigi� revocar el decreto. Cuando una comisi�n quiso entrevistarse con el gobernador, �ste, desde uno de los balcones de Palacio, contest� que nada ni nadie le har�an cambiar. Los manifestantes respondieron con una rechifla general. En ese momento, la polic�a situada en los altos de Palacio y sobre los portales dispar� al aire, pero entre quienes acompa�aban en el balc�n a Sol�rzano B�jar —algunos diputados, polic�as de civil e incluso, seg�n testigos, el propio gobernador— sacaron sus pistolas e hicieron blanco contra el pueblo, causando varios muertos. De inmediato el ej�rcito ocup� la Plaza de la Libertad y disolvi� a los manifestantes.

El 7 de abril, cumplido el plazo marcado por la ley, el obispo mand� suspender los cultos. En Colima se anticipaban por meses a la tr�gica Ley Calles de julio de ese a�o y a la suspensi�n de cultos en todo el pa�s que declarar�a el episcopado nacional. La capital y las cabeceras municipales vivieron d�as de luto. Fue entonces cuando la Liga Nacional de Defensa de la Libertad Religiosa, empezando en Cuauht�moc y propal�ndose por todo el estado, convoc� a la acci�n mediante volantes que dec�an: Oraci�n + luto + boicot = victoria. Jean Meyer describe sus efectos: "Nadie compraba carne, todo mundo iba a pie, se alumbraba con velas, se quedaba en casa y redujo sus compras al m�nimo".

Intent� Sol�rzano B�jar hallar alguna salida al gran conflicto que hab�a enardecido a la sociedad. Sabiendo que los comerciantes eran los m�s afectados por el boicot, gestion� con algunos de ellos que eran reconocidos cat�licos para que mediaran ante el obispo de Colima, haci�ndole saber que el gobierno transigir�a si se reanudaba el culto. El secretario del obispado, padre J. Jes�s Urs�a, respondi� a los mediadores —Daniel Inda, Andr�s Garc�a y Tiburcio Santana— que la propuesta no presentaba garant�a alguna; que mejor ser�a que el gobernador y los diputados derogasen el decreto y "as�, por encanto, desaparecer�a la angustia terrible que est� ahogando al pueblo cat�lico de Colima". Fracasada esta v�a se hicieron nuevas gestiones, pero todo fue in�til; el obispo de Colima, que se hab�a retirado a Tonila desde donde gobernaba su di�cesis, rechaz� eventuales componendas.

Los incidentes, a pesar de todo, fueron acumul�ndose. En septiembre de 1926, el general Benito Garc�a arrest� a una treintena de personas durante una noche temiendo una insurrecci�n; a ocho de ellas —civiles pac�ficos— las fusil�. Durante octubre, seg�n refiere Jean Meyer, "continuaron los asesinatos, las desapariciones, los tormentos en celdas clandestinas". Un d�a, en los �rboles de la calzada Galv�n, amanecieron ahorcadas cinco mujeres. Pero detr�s de tales sucesos no s�lo asomaba el rostro de la persecuci�n religiosa, sino tambi�n la venganza y los arreglos de cuentas entre los diversos grupos pol�ticos. Y concluye este mismo autor: "En ese ambiente de terror y anarqu�a, donde hasta la noci�n de la autoridad desaparec�a, se levantaron los primeros Cristeros".

El 2 de enero de 1927, Lupe Guerrero lleg� a Colima en el tren de Guadalajara. Era originaria de Cuauht�moc, Colima. Localiz� pronto a quienes buscaba: ellos eran Rafael G. S�nchez y Dionisio Eduardo Ochoa —quien previamente tuvo relaciones con Anacleto Gonz�lez Flores, fundador de la Uni�n Popular—, ambos miembros de la Asociaci�n Cat�lica de la Juventud Mexicana (ACJM), organizaci�n fundada a�os atr�s por el jesuita Berg�end. Les comunic� entonces la consigna de la que era portadora. Deb�an Organizar inmediatamente —antes del 5 de enero— el movimiento cristero y de ser posible su primera acci�n b�lica.

El gobierno, que tuvo sospechas y algunos informes de lo que ven�a aconteciendo, destac� a la polic�a montada a recorrer las rancher�as aleda�as al volc�n, donde se sab�a que, aparte de un grupo de j�venes, se hallaban los sacerdotes Mariano T. Ahumada e Ignacio Ramos. Al llegar por los rumbos del volc�n, saquearon las rancher�as y en Montegrande fusilaron al primer cristero, Juan Barajas. De ah� pasaron a Montitl�n para seguir a La Arena, donde los gendarmes, al decir de Spectator; "entraban a las chozas de los campesinos, disparando sus armas sobre quienes corr�an sembrando el p�nico". Concluida la misi�n y cuando estaban de regreso, fueron emboscados al grito de "�Viva Cristo Rey!" Quedaron en el campo ocho polic�as muertos, tres m�s, junto con el comandante Urbano G�mez, cayeron prisioneros y el resto —unos 50, entre ellos algunos heridos— huyeron hacia Colima. En el cuartel general cristero, despu�s de juicio sumario, los polic�as detenidos fueron ejecutados.

De Colima salieron 300 hombres al mando del general Talamantes para combatir aquel brote; de Jalisco, los generales J. Jes�s Ferreira y Manuel �vila Camacho movilizaron sus fuerzas, que llegaron a Zapotitl�n el 8 de febrero, saqueando el pueblo e incendi�ndolo. Hubo mujeres violadas y el templo fue profanado.

Comenz� entonces la gran ofensiva dirigida en persona por el secretario de Guerra, general Joaqu�n Amaro. En julio, mientras Laureano Cervantes era electo gobernador del estado, el general Maximino �vila Camacho atacaba por sorpresa un campamento cristero en Telcruz, cerca de Zapotitl�n. Gracias a la intervenci�n de las Brigadas Femeninas, los cristeros tuvieron municiones en agosto, mes por otra parte tr�gico: el d�a 7, en Colima, ca�a fusilado el padre Miguel de la Mora y, a fin de mes, fue ahorcado Tom�s de la Mora, a quien sustituy� Virg�nio Garc�a al frente de la Liga.

Tambi�n los cristeros cometieron graves torpezas. Fusilaron al coronel Renato Miranda, apresado en Queser�a, quiz� en represalia por la muerte del padre de la Mora, y mataron al hacendado Enrique Sch�ndube, en La Esperanza. Y aumentaron los incidentes con los agraristas.

Por aquellas fechas los cristeros ya se hab�an recuperado y tuvieron alientos para poner en pie de lucha entre 1 200 y 2 000 combatientes, en tres regimientos: dos de ellos ten�an su zona de operaciones en la regi�n de los volcanes al mando de Filiberto Calvario y Andr�s Salazar, respectivamente; el tercero, con Antonio Vargas y Candelario Cisneros, dominaba el Cerro Grande, Minatitl�n y Juluapan. En Colima y en sus cercan�as Marcos Torres, con sus hombres, hac�a gala de una gran movilidad. Miguel Anguiano iba tejiendo posiciones en tierras aleda�as a Jalisco, Colima y Michoac�n, de Coahuayana a Coalcom�n, hasta que tuvo que suceder en la jefatura del movimiento a Dionisio Eduardo Ochoa, muerto al explotar unas bombas que fabricaban en la Mesa de la Yerbabuena. Aquellos hombres —en su mayor�a de entre 20 y 40 a�os de edad, rancheros, medieros, muy peque�os propietarios, cazadores, salitreros, peones de las haciendas, seminaristas y ex seminaristas— compon�an, al decir de un viejo cristero, un "ej�rcito de huarachudos" que nunca sufri� deserciones y dio muestras de una extraordinaria capacidad de resistencia.

De enero a mayo de 1928 los combates y escaramuzas continuaron, en tanto que los cristeros entraban y sal�an de la ciudad de Colima amparados por la complicidad del vecindario; cortaban la luz, descarrilaban el tren e incluso, en ocasiones, grupos armados llegaron a pocas cuadras de Palacio. Se impuso el toque de queda y se ejecutaba sumariamente al infractor. A r�o revuelto, unos y otros se acusaban de arbitrariedades y delitos. El vicec�nsul estadunidense Eaton informaba en sus despachos que los cristeros respetaban a los pasajeros mientras que atacaban a los soldados que custodiaban los trenes; tambi�n que crec�an las denuncias contra el ej�rcito federal porque se robaba el ganado y extorsionaba a los cat�licos ricos. Una nueva fase se abrir�a con la llegada del conciliador general Heliodoro Charis.


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