La formación de la hacienda y la vida económica


La econom�a de los pueblos de los valles de M�xico y Toluca, que actualmente forman el Estado de M�xico, tuvo su base en la agricultura y se organiz� principalmente en unidades productivas conocidas como haciendas. Esta forma de propiedad territorial fue la riqueza m�s prestigiada a principios del siglo XVII. La palabra hacienda, tan usual a principios de la Colonia, significaba haber o riqueza personal en general y con el tiempo pas� a designar una propiedad territorial de importancia. As�, de ser la unidad econ�mica por excelencia en la Nueva Espa�a se convirti� en una unidad autosuficiente; atrajo a los pueblos indios y otra poblaci�n dispersa se fue asentando tambi�n en las haciendas; mantuvo servicios religiosos y aprovisionamiento seguro.

Desde mediados del siglo XVI la encomienda inici� su decadencia como primera instituci�n econ�mica. No s�lo hab�an quedado muchos espa�oles desprovistos de ella, sino que el sistema de tributo y servicios result� insuficiente para el abastecimiento de las ciudades. Muchos espa�oles iniciaron la explotaci�n de empresas agr�colas y ganaderas. Por otro lado, las grandes extensiones de tierras que los ind�genas dejaron vacantes permitieron su aprovechamiento para la agricultura espa�ola, que inici� un franco movimiento de expansi�n.

Muy pronto el valle de Toluca se convirti� en una zona de gran producci�n ganadera. Aunque se criaban caballos, bovinos y ovinos, fue esta �ltima especie la que alcanz� mayor preponderancia, sobre todo en los pueblos de la parte norte de la regi�n. En Toluca los ganaderos locales, agrupados en la asociaci�n conocida como la Mesta, se reun�an anualmente en agosto para sesionar. A principios del siglo XVII Toluca empez� a adquirir fama por la producci�n de jamones y chorizo.

La vida econ�mica se vio afectada por diversas epidemias que causaron verdaderos estragos en 1531,1545, 1564 y otros a�os en las zonas de mayor poblaci�n. La m�s terrible de todas, para el valle de M�xico y de Toluca, fue tal vez la de 1576-1577, que acab� con poblaciones enteras. En 1588 las regiones de Tlaxcala, Tepeaca y Toluca sufrieron un nuevo azote. Esta vez la reducci�n imprudente ordenada por el virrey Conde de Monterrey agrav� a�n m�s la mortalidad entre los ind�genas. Los pueblos m�s afectados tuvieron que vender sus tierras para pagar los tributos reales presentes y pasados. Varios caciques aprovecharon la situaci�n para invadir terrenos que despu�s ofrec�an a los espa�oles, amparados con compras ficticias o asegurando que se trataba de sitios abandonados.

Deseosos de tierras, los personajes poderosos ejercieron su influencia para que las autoridades reales dieran licencia a las "pobres viudas" o a gente sin recursos para poder vender sus propiedades. Hacia 1588 el virrey Marqu�s de Villamanrique derog� algunas de las restricciones para vender. El propietario, para ser considerado due�o, deb�a cultivar la tierra por un plazo de cuatro, cinco y hasta ocho a�os. A pesar de estas normas, en el siglo XVII era frecuente otorgar una merced real de tierras acompa�ada de una licencia de venta.

El Consejo de Indias, mediante c�dula de 1615, ordenaba al virrey vender en subasta p�blica nuevas mercedes de tierras con la condici�n de que los compradores se obligaran a reconfirmar sus t�tulos ante la Corona. "A los espa�oles que hubieran usurpado tierras, se les pod�a aceptar el pago de una composici�n moderada en caso de que desearan conservarlas", si no, se vender�an en subasta p�blica.

El conde de Salvatierra (1642-1648) al ver que las �rdenes de su antecesor, el marqu�s de Cadereyta, no lograron recabar el dinero esperado, despach� nuevas comisiones para medir las tierras y averiguar su riego. El fruto de este trabajo empezaba a llegar a la metr�poli medio siglo despu�s de la orden original.

Esta pol�tica se sinti� con m�s fuerza en las zonas de mayor poblaci�n, como los valles de M�xico y Toluca. Los corregidores, alcaldes mayores o sus tenientes y los jueces de congregaci�n ejercieron la funci�n de jueces demarcadores de tierras.

A mediados del mismo siglo, en 1643, se dispuso que todas las posesiones que no contaran con t�tulos leg�timos ser�an consideradas tierras de realengo y, por ende, puestas en subasta p�blica. Para que una tierra fuera designada de realengo, se verificaba si reun�a o no las caracter�sticas que las mercedes de poblaci�n estipulaban. Se investigaban las sementeras y el n�mero de ganado, mediante testimonios ind�genas y de cualquier otra persona interesada, present�ndose tanto t�tulos de propiedad como c�dices que relataban la historia del lugar.

El punto de vista de los due�os era que cada propiedad ten�a su propia historia. Los propietarios de t�tulos leg�timos pose�an todo el derecho de disfrutarlos sin estar obligados a realizar una recomposici�n; en cambio, las propiedades ileg�timas o ilegales se obligaban a la composici�n o pago de acuerdo con la calidad y cantidad de las tierras y aguas. Claro que los poseedores de esas tierras ten�an el derecho de ofrecer a la Corona una cantidad, a su parecer, de acuerdo con el valor real, a fin de legalizar los t�tulos.

Este mecanismo, llamado composici�n, lejos de lograr el �xito fue rechazado por los propietarios espa�oles, quienes se opon�an a la investigaci�n cuando carec�an de t�tulos, como era frecuente. Asimismo, ejerc�an su influencia para evitar que sus terrenos fueran medidos, o si ya se hab�an recompuesto, de acuerdo con la ley, ped�an que se anulara esa disposici�n.

Pronto lograron que la Corona expidiera dos mercedes: una que exceptuaba la medici�n de la tierra mediante el pago de una cuota, y otra para amparar a los due�os de haciendas de cierto prestigio en la regi�n, por ser descendientes de conquistadores o formar parte de la clase social alta.

A mediados del siglo XVII, las composiciones tuvieron su punto culminante cuando los poseedores de tierras recibieron mercedes definitivas de sus propiedades que hab�an usufructuado con t�tulos irregulares o por tradici�n familiar, iniciando de este modo la fijaci�n exacta de los linderos.

Esta recomposici�n de la propiedad llev� al establecimiento de las haciendas en las mejores tierras del Estado de M�xico; se ejecutaron expropiaciones parciales y, en ciertos casos, totales, de las comunidades y de otros habitantes anteriores. La tierra era f�rtil, el agua no escaseaba y la mano de obra, a pesar de las epidemias, abundaba. Se aunaba a esto los medios de comunicaci�n, que permit�an la circulaci�n de mercanc�as entre la capital del virreinato y los valles de Toluca y M�xico. La tierra cobr� un inter�s inusitado. Algunas familias aristocr�ticas de la regi�n se vieron favorecidas con la expedici�n de t�tulos legales. Utilizando su poder pol�tico y social, as� como sus influencias locales, lograban adquirir terrenos por un precio muy reducido y con muchas concesiones. En cambio, los poseedores de tierras sin influencia tuvieron muchos problemas para componer su parcela.

La mayor�a de las propiedades, urbanas o rurales, adquiridas por las familias del valle de Toluca datan de finales del siglo XVI y principios del XVII, cuando la propiedad se adquir�a por gracia o por compra a espa�oles que se deshac�an de sus mercedes.

La hacienda comenz� a ser la instituci�n econ�mica central de M�xico, pues se fue extendiendo m�s y m�s sobre los territorios bald�os y sobre aquellos que pertenec�an a las comunidades ind�genas y a otras corporaciones. Los indios, cercados en sus pueblos por los ganados y los cultivos de los espa�oles, se hicieron pleitistas y maliciosos; entre demandas de protecci�n y amparo en las tierras de la comunidad y procesos interminables, viv�an los pueblos gastando sus recursos, liquidando sus haberes. La tierra aument� considerablemente de valor y lleg� a ser el objeto m�s importante para naturales y espa�oles; los ocupantes de ella, siempre obligados a defenderla, poco a poco se fueron convirtiendo en sus poseedores reales, no siempre legales, y as� surgieron los grandes se�ores de la tierra.

El �xito econ�mico de la hacienda de todas maneras es inconcebible sin su articulaci�n con la comunidad ind�gena. La hacienda capt� y utiliz� el conocimiento milenario de los agricultores nativos en el manejo de las plantas, de la tierra y del agua, y el empleo directo e indirecto de su fuerza de trabajo de manera casi ilimitada.

Las tierras otorgadas a indios y a espa�oles durante los siglos XVI y XVII mediante mercedes reales fueron adquiriendo diversos matices. Las de los indios conservaron su calidad de concesiones p�blicas; en cambio, las de los espa�oles se convirtieron en propiedades privadas, dando lugar a la concentraci�n de grandes extensiones de tierra.

Para el siglo XVIII los diversos elementos de la econom�a de los valles de M�xico y de Toluca, as� como de las zonas aleda�as y circundantes, se encuentran en pleno desarrollo despu�s de haber asistido a un intenso proceso de formaci�n y constituci�n del sistema econ�mico general. Estos elementos se manifestaron con intensidad y dinamismo variable, aunque en realidad el sector agrario sigui� siendo el dominante en el conjunto de la econom�a regional del centro de M�xico. Hab�a tomado su configuraci�n definitiva con base en la expansi�n del latifundio y la proliferaci�n de ranchos que se extend�an entre los pueblos de indios y las tierras de comunidad, despu�s de ese largo proceso de despoblaci�n ind�gena que hizo posible, entre otras cosas, el acceso de espa�oles y criollos a las tierras antes ocupadas por las comunidades.

Concretamente en el valle de M�xico, si bien los t�tulos de las haciendas muestran que los virreyes realizaron las concesiones originales a partir de tama�os relativamente peque�os, la poblaci�n espa�ola, por su lado, empez� a comprar tierras aleda�as y a dar el perfil definitivo que tuvo la propiedad agraria a finales del periodo colonial. En general, se calcula que alrededor de 160 haciendas surgieron en el valle en este lapso, mientras que para el valle de Toluca se contabilizaban alrededor de 84 haciendas y ranchos, de acuerdo con la informaci�n de los registros del diezmo; sin embargo, para toda la Intendencia de M�xico se calcula que en 1810 existieron 821 haciendas, 864 ranchos peque�os y 57 estancias.

En el caso del valle de M�xico, las haciendas tend�an a ubicarse alrededor de las laderas del valle, fuera de la regi�n lacustre, pues estaban distribuidas equitativamente en la zona de Chalco y en los lados este y oeste del valle, y casi no exist�an en la jurisdicci�n de Xochimilco. Por otro lado, el n�mero relativamente peque�o que se observa hac�a el norte de Zumpango y Xaltocan era consecuencia de la extensi�n considerable de las haciendas jesuitas de Xalpa, Santa Luc�a y San Xavier.

De todas maneras, las haciendas de ambos valles se orientaron al abastecimiento del mercado de la ciudad de M�xico y fueron la base de la oligarqu�a concentrada en la capital, aunque tambi�n la poblaci�n minera y la provincial absorbi�, secundariamente, una parte de la producci�n hacendaria, adem�s de los propios trabajadores de las haciendas. En general, las haciendas de los valles centrales combinaron la producci�n de cereales con la cr�a de ganado y la producci�n de pulque, muchas veces creando complejos socioecon�micos amplios. Su funcionamiento estuvo a cargo de los mayordomos o arrendatarios, quienes ten�an contacto con los ind�genas y no con los hacendados que fungieron como empresarios, financieros aislados de la sociedad ind�gena por su riqueza, gusto, costumbres, preferencia y cultura.

En la base, en cambio, los trabajadores de la hacienda manten�an un estatus cambiante de acuerdo con la actividad productiva predominante. Por ello hubo trabajadores fijos y permanentes y otros movibles o temporales, para quienes la hacienda fue una alternativa menos coactiva en relaci�n con lo que hab�an sido o eran la esclavitud, la encomienda, el repartimiento o los obrajes. De hecho, la hacienda, seg�n Gibson, no tuvo necesidad de poner en pr�ctica mecanismos de presi�n, pues su propia expansi�n y desarrollo ofreci� soluciones a la incorporaci�n de trabajadores que eran dif�ciles de encontrar en otras partes, ya que a fin de cuentas

Estas ventajas, por otra parte, parecen explicar el desarrollo extensivo del peonaje, la multiplicaci�n de rancher�as e incluso de pueblos en los l�mites de la hacienda y, adem�s, la casi total ausencia de levantamientos ind�genas en contra de aqu�lla. A su vez, las haciendas fueron una fuente adicional de ingresos para la gente de los pueblos cercanos, dado que proporcionaban empleo temporal a trabajadores necesitados de dinero y, para muchos ind�genas que hab�an perdido sus tierras, fue una opci�n frente al hambre, el vagabundeo o el abandono de sus familias.

En general, las haciendas de los valles centrales de M�xico no estuvieron alejadas de la din�mica que present� la propiedad agraria de otros espacios del pa�s. Seg�n Chevalier, es indudable que la hacienda tradicional del siglo XVII y de la primera mitad del XVIII se transform� profundamente al final del periodo colonial, al menos en las partes m�s ricas y pobladas, debido, particularmente, al incremento r�pido de la poblaci�n, a la existencia de intercambios m�s din�micos y al papel desempe�ado por un Estado central m�s fuerte. Con todo, Revillagigedo atestiguaba que la "mala repartici�n de las tierras es todav�a un obst�culo al progreso de la agricultura y del comercio en estos reinos".

En el conjunto de las haciendas que funcionaron en los valles de M�xico y Toluca se destacan las que fueron propiedad de la Compa��a de Jes�s. Del total de haciendas que se registran como propiedad de esta orden, 50% se ubic� en el territorio que actualmente corresponde al Estado de M�xico. En general, la forma en que los jesuitas adquirieron sus riquezas fue muy variada, destac�ndose particularmente las donaciones de tierra a trav�s del sistema de mercedes reales o por concesiones dadas por los cabildos; luego las donaciones que hicieron los grandes hacendados; tambi�n figura la adquisici�n de tierras mediante el conocido sistema de las composiciones; por herencia y compra-venta o litigios y, finalmente, las donaciones que de sus tierras y sus bienes hicieron los cl�rigos o miembros de la Compa��a.

Al momento de su expatriaci�n, ocurrida en 1767, la Compa��a de Jes�s detentaba en el arzobispado de M�xico la propiedad de 40 haciendas, 53 en el obispado de Puebla, dos en el de Oaxaca, 13 en el de Valladolid (Michoac�n), tres en el de Guadalajara y 10 en el de Durango. En total fueron 121 las haciendas de su propiedad, de las cuales 20 se ubicaron en los valles de M�xico y Toluca, que fueron destinadas a una serie de cultivos y producciones que, a diferencia de las otras �rdenes, estuvieron orientadas al incremento de sus propios latifundios, al desarrollo de sus rentas, al incremento de sus capitales y, en general, a la multiplicaci�n de sus recursos con el objeto de consolidar su prestigio y sostener sus colegios y misiones.

Algunas de las haciendas jesuitas ten�an grandes extensiones de terrenos, como Santa Luc�a, que lleg� a reunir aproximadamente 150 000 hect�reas y se extendi� por lo que actualmente son los estados de Hidalgo, M�xico y Guerrero; en tanto, La Gavia se extend�a a lo largo de 179 826 hect�reas y las de Xalpa y Temoaya sobrepasaron las 14 000. Toda esta gran extensi�n en general estuvo sometida a un planificado y racionalizado sistema de explotaci�n que tom� en consideraci�n el tipo y clima de la propiedad, el mejoramiento de t�cnicas y la renovaci�n de los instrumentos de trabajo.

M�s all� de la consolidaci�n y extensi�n del latifundio jesuita, la din�mica general que sigui� la hacienda mexiquense en el siglo XVIII es de constante movimiento y penetraci�n en las tierras de los pueblos ind�genas, a la vez que su funcionamiento induc�a a �stos a trabajar en ella, incorpor�ndolos como ga�anes. De esta forma, en el siglo XVIII las mercedes virreinales y las disputas legales sobre la posesi�n de las tierras fueron las que determinaron los l�mites de la mayor�a de la propiedad ind�gena privada. As�, un cacique o principal que hubiera disfrutado de un t�tulo virreinal formal o que poseyera una decisi�n a su favor por parte de la Audiencia, ten�a la posesi�n legal similar a la de cualquier propietario blanco. Consecuentemente, el origen ind�gena de las tierras del cacicazgo dej� de tener vigencia y cayeron �stas de manera directa en el �mbito del derecho espa�ol. Al finalizar el periodo colonial, los caciques y los propietarios espa�oles pod�an ser mestizos y sus intereses en relaci�n con las comunidades muy semejantes. Por ejemplo, el cacicazgo de Alva Cort�s en Teotihuacan y el de P�ez de Mendoza en Amecameca se convirtieron en posesiones diferentes de las haciendas espa�olas s�lo por su origen, pero eran semejantes en relaci�n con el acceso al mercado, en la renta de tierras a gente de otros lugares y en los pleitos con las comunidades; asimismo, heredaban sus posesiones a sus descendientes.

En resumen, toda la historia de las relaciones establecidas entre haciendas y comunidades ind�genas se caracteriz� por un continuo intercambio de presiones y contrapresiones, que a la larga fue ventajoso para los hacendados. Al menos en el valle de M�xico, los ind�genas trataban de defender en su beneficio los l�mites de sus pueblos construyendo al final o al filo de �stos sus viviendas temporales, logrando el beneficio de las 500 y luego 600 varas adicionales de tierras que deb�an adjudicarse a partir de la �ltima casa del pueblo; sin embargo, esta protecci�n fue suprimida por la oposici�n de los hacendados que presionaron para que las 600 varas se midieran desde el centro del pueblo. De hecho, en el siglo XVIII este territorio adicional se extingui�.

As�, la vida del poblador mexiquense de los valles de M�xico y de Toluca se caracteriz� por una organizaci�n inserta en el entorno rural como soporte del abastecimiento de la capital, los centros mineros y las poblaciones menores de ambos valles. De sus tierras —cualquiera que haya sido su sistema de organizaci�n de la propiedad— salieron productos fundamentales en la dieta del hombre de la meseta central. El ma�z, sin duda, fue el producto m�s importante de la agricultura. Por ello se dec�a que en verdad los "indios com�an bien cuando el ma�z era abundante y se mor�an de hambre cuando el ma�z era escaso". Por ejemplo, la severa helada de 1785 desat� una de las crisis m�s desastrosas en toda la historia de la agricultura colonial, al producir una aguda escasez al a�o siguiente y hacer subir los precios del ma�z hasta niveles nunca vistos:



Pero cuando los tiempos eran buenos, la extensi�n de las siembras y su cosecha no era despreciable. Seg�n Humboldt, s�lo el valle de Toluca cosechaba al a�o m�s de 600 000 fanegas a lo largo de 30 leguas cuadradas, en una proporci�n que se calculaba en 150 por uno.

Tambi�n fue importante la producci�n de pulque en la regi�n de los valles de M�xico y Toluca, aunque m�s en el primero que en el segundo. Los centros encargados de su elaboraci�n en el siglo XVII se extend�an a trav�s de las regiones secas del norte, particularmente en Tequisquiac, Acolman, Chiconautla, Tecamac, Ecatepec, Jaltocan, Teotihuacan, Tequisistl�n y Tepexpan, aunque tambi�n se produc�a en las zonas f�rtiles alrededor de Cuautitl�n y Otumba, as� como en las comunidades situadas hac�a el sur, como Chalco, Tlalmanalco, Amecameca y Xochimilco. Cuautitl�n, especialmente, era una de las zonas m�s f�rtiles del valle por sus suelos ricos y por su r�o, el cual, a fines del siglo XVIII, se hab�a convertido en uno de los pocos que se manten�a con corriente y no se secaba durante el invierno. Esta caracter�stica f�sica determin� que la producci�n del pulque se haya organizado como empresa con base en sus grandes utilidades y no como fruto de la erosi�n y aridez del suelo que padec�an otros lugares. Por esta raz�n los mercados de Cuautitl�n frecuentemente eran transitados por una gran cantidad de comerciantes, viajeros, muleros y otros agentes encargados del abastecimiento de las zonas mineras y rancheras del norte.

Por otra parte, los ind�genas tambi�n cultivaron el frijol, la ch�a, el huautli (una especie de amaranto), el chile, la cebada y el tomate. Las habas se adoptaron de los espa�oles, as� como la col, las alcachofas, la lechuga y los r�banos. A �stos se sumaron el nopal, las aceitunas y los productos no agr�colas, dada la abundancia de recursos. En el valle de M�xico la sal, la pesca, la caza y la cr�a de animales fueron fundamentales; asimismo el consumo de bebidas no t�xicas, como el cacao. La producci�n de carne, en el valle de Toluca, ocup� un lugar importante, y para mediados del siglo XVIII se hab�a intensificado, especialmente en torno a los productos que se obten�an del ganado de cerda, de los cuales se dec�a al terminar el per�odo colonial "que eran muy estimados" y que las dos clases de cerdo que se conoc�an —tra�das de Filipinas y Europa— " se han multiplicado much�simo en el altiplano central, en donde en el valle de Toluca hacen un comercio de jamones muy lucrativo".

En general puede apuntarse que el cultivo y abastecimiento de los productos agr�colas, los usos tradicionales y las innovaciones marcaron gran parte de la relaci�n entre el sector espa�ol y el ind�gena. En este movimiento las instituciones espa�olas se extendieron de manera dominante y absorbieron las formas de producci�n ind�gena, cuya agricultura tradicional persisti� en la medida en que las comunidades pudieron conservar sus tierras; �stas, sobre todo las m�s f�rtiles y productivas, eran precisamente las tierras que m�s gustaban a los espa�oles, por lo cual su ocupaci�n fue la que marc� los cambios m�s importantes que repercutieron directamente en la producci�n ind�gena.

Pero si bien el espacio mexiquense, tan amplio y heterog�neo, fue predominantemente agr�cola y ganadero hasta constituirse en uno de los abastecedores m�s importantes de los centros mineros del norte, tampoco careci� de minas, que se ubicaron en el sur del actual Estado de M�xico, aunque en el siglo XVIII hab�an perdido la pujanza que originalmente tuvieron en el siglo XVI. Con todo, a fines del mismo siglo se dec�a que si bien la gente de Temascaltepec y Sultepec —como de Metepec y Malinalco— "se aplican regularmente al oficio de arrieros [...] la mayor parte son mineros de plata que producen bastante utilidad". Tal vez por esto en 1788-1789 los centros mineros mex�quenses ocupaban el cuarto lugar en la producci�n de plata quintada, con 1 055 000 marcos, despu�s de Guanajuato, que produc�a para entonces 2 469 000, San Luis Potos� 1 515 000 y Zacatecas 1 205 000; pero siempre sobre Durango, que llegaba a 922 000; Rosario, 668 000; Guadalajara, 509 000; Pachuca, 455 000; Bola�os, 364 000; Sombrerete, 320 000, y Zimapan, 248 000.

Al despuntar el siglo XIX los centros mineros de Taxco y Temascaltepec —adem�s de Copala— no parecen atravesar por una buena situaci�n, al parecer no s�lo por el agotamiento de sus yacimientos, sino por la falta de mercurio, monopolizado por los mineros de Guanajuato y Real del Monte, al decir de Humboldt.

El sector textil, por su parte, revelaba los desajustes de la presi�n poblacional sobre los recursos naturales y ofrec�a al poblador mexiquense una alternativa para su subsistencia en varios puntos o zonas de su amplio y diverso mundo, atra�dos principalmente por el crecimiento del gran mercado de las provincias internas y de su propio mercado.

Antes del siglo XVIII Texcoco fue uno de los centros textiles m�s afamados en la producci�n de tejidos de algod�n y lana, primero en torno a los obrajes, que se extinguieron a principios del siglo XVIII, y luego mediante el sistema dom�stico.

M�s tarde, en 1740, Villase�or y S�nchez advert�a que "Texcoco, que antes y despu�s de la Conquista se mantuvo en la opulencia, hoy se halla exterminado por falta de comercio". S�lo dos pueblos de su jurisdicci�n trabajaban tejidos de lana: Chiconcuac y San Salvador Atenco. Para 1780 lo �nico que quedaba eran tejedores de algod�n que entregaban su producci�n a las tiendas de la ciudad, "exigiendo un peso del tendero por su manufactura, puesto que �l les suministraba el hilado", para las piezas de algod�n.

Como en otros lugares del pa�s, la producci�n estaba articulada por los comerciantes. El tendero entregaba el hilado al tejedor por peso y le pagaba el importe de la manufactura, que era por lo general de ocho reales. Una peque�a parte de la producci�n era vendida directamente en el tianguis por algunos tejedores, quienes para evadir el pago de la alcabala empleaban ind�genas, que estaban exentos de dicho impuesto.

De esta manera, tanto el tejedor del campo como el de la ciudad se acog�an a un trabajo complementario para poder subsistir cuando los ciclos agr�colas lo permit�an, en el primer caso, y como un trabajo principal, y de caracter�sticas urbanas, en el segundo. A estas modalidades se a�ad�a la producci�n obrajera ya mencionada y la originada en el interior de la comunidad ind�gena para su autoconsumo. Sin embargo, no s�lo fueron los oficios textiles los que ocuparon la atenci�n del mexiquense de entonces; toda una gama de artesan�as caracteriz� su actividad, entre la que destac� el trabajo de la cer�mica que hasta la actualidad ha sobrevivido y se ha multiplicado.


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