En 1530 Nu�o de Guzm�n, rival del conquistador Hern�n Cort�s, sali� de la ciudad de M�xico con un gran ej�rcito compuesto de 300 espa�oles y 10 000 mexicanos, otom�es, tlaxcaltecas y tarascos. Iba en busca del legendario reino de las amazonas que la tradici�n situaba hacia el noroeste, m�s all� de la Sinaloa actual. Es de notar que los ej�rcitos de la conquista no eran espa�oles, sino que en su mayor�a eran ind�genas. Sin los indios amigos, los espa�oles, por su corto n�mero, no hubieran podido hacer gran cosa. Pe�a Navarro narra c�mo
[....] Los mexicanos representaron en sus pinturas aquella empresa con un jerogl�fico en el cual debajo del signo cronol�gico, once casas, correspondiente al a�o de 1529, se ve � Nu�o de Guzm�n montado a caballo, con una cruz en la mano, emblema del pretexto ostensible de ella, pendiendo de los extremos de la cruz un gallardete rojo que significa la guerra, y en frente de �l un cielo sereno de donde se desprende una v�bora en adem�n amenazante, con lo que indicaban que grandes cat�strofes y desgracias llevaba a pa�ses pac�ficos.
March� Guzm�n rumbo a Michoac�n por la margen del r�o Grande o Lerma, vade�ndolo por un punto llamado Conguripo, donde se le incorpor� Chirinos con el rey Calzontzin y su gente de guerra. En este lugar se dijo una misa, para lo cual se form� una amplia enramada, poni�ndose despu�s los cimientos de un templo, al que se le dio el nombre de Nuestra Se�ora de la Purificaci�n; se pas� revista general, o como se dec�a entonces, se hizo alarde de la gente, "[....] y estando junto al ej�rcito, el capit�n general D. Beltr�n Nu�o de Guzm�n, recibi� de manos del capit�n Chirinos el estandarte real, y lo tremol� y levant�, tomando posesi�n de su conquista, que llam� Castilla la Nueva de la gran Espa�a; y c�mo se llam� Galicia lo que conquist�, se dir� en su lugar".
La conquista del occidente por el m�s cruel de los jefes espa�oles comenz� de manera tr�gica: con el tormento y la muerte atroz del rey Calzontzin, uno de los m�s poderosos se�ores tarascos (purh�pecha) y quien hab�a recibido muy bien a los espa�oles. La codicia de oro de Nu�o de Guzm�n precipit� el fin de Calzontzin, lo que caus� gran esc�ndalo en la Nueva Espa�a y en Europa.
Guzm�n por dondequiera incendi� pueblos y vej� a sus habitantes. Le preced�a la noticia del asesinato de Calzontzin y de las barbaridades que ven�a cometiendo su numeroso ej�rcito. Muchos pueblos, convencidos de que no podr�an resistir, recibieron en paz a los invasores, los otros pelearon con bravura pero salieron derrotados gracias a la superioridad num�rica y a la artiller�a de las fuerzas de Guzm�n.
Desde la visita del capit�n Cort�s los indios de la regi�n de Ixtl�n viv�an en buena vecindad con los espa�oles, pero como los soldados de Guzm�n comet�an muchos robos y atropellos, los ixtlecos se alzaron, y con ellos la gente de Ahuacatl�n y, en general, hasta la costa. Era precisamente lo que buscaba Guzm�n ya que eso le daba el pretexto para "conquistar" de nuevo un territorio que de hecho no necesitaba conquista despu�s de la toma de posesi�n pac�fica de Francisco Cort�s.
Nu�o de Guzm�n march� a sangre y fuego de Ixtl�n a Ahuacatl�n, conducta que contrasta en todo con la que sigui� el capit�n Cort�s.
Antes de llegar a Ahuacatl�n, un gran n�mero de los habitantes de estos pueblos cerr� el paso a los conquistadores; se libraron algunos combates, pero en vano.
Habiendo tomado posesi�n del pueblo de Ahuacatl�n, que tambi�n se adjudic�, Guzm�n extorsion� a los indios para que le entregaran oro y plata y los oblig� a que le dieran 800 "tamemes" o cargadores.
Los de Ahuacatl�n hab�an tenido guerras con los de Zihuatl�n y Xuchipil, a los que hab�an vencido en cuanto Guzm�n sujet� a los ahuacatecos, orden� la libertad de aquellos vencidos, con lo que se les atrajo al grado que fueron los primeros que se hicieron cristianos.
Despu�s de cuatro d�as que pas� Guzm�n en Ahuacatl�n organiz� sus fuerzas y sigui� su camino; pas� por el Ceboruco llevando consigo presos a los caciques.
Lleg� a Tetitl�n, que se hallaba abandonado por completo, pues sus habitantes, temerosos de las tropel�as del conquistador, hab�an huido a sus pueblos, en paz, como siempre hab�an estado.
Gran parte de los excesos eran cometidos por los indios, aliados que Guzm�n no hab�a podido o no hab�a querido reprimir; pero en esta ocasi�n, temiendo seguramente que siguieran los alzamientos y entorpecieran el �xito de su conquista, el espa�ol mand� llamar a los capitanes de los indios y les orden� que hicieran saber a su gente que deb�an de abstenerse de tratar mal a los naturales, de incendiar sus pueblos, de robarlos y de hacer otros males. Guzm�n les advirti� que si no obedec�an sus �rdenes ser�an ahorcados, con lo que se reprimieron en parte tan lamentables des�rdenes.
Despu�s de una batalla muy dura por Xalisco, Nu�o de Guzm�n entreg� los pueblos de la zona a sus aliados, que incendiaron las casas, aprisionaron a sus habitantes y atormentaron a los presos. Cuando los de Acaponeta supieron las atrocidades que los invasores ven�an cometiendo, cundi� el terror y decidieron huir a las monta�as.
Los habitantes de Centispac, excelentes soldados, fogueados en las constantes luchas que manten�an con los serranos, escogieron la resistencia y vendieron cara su libertad en una gran batalla.
Los indios, dice Joan de S�mano, "[...] pelearon como hombres muy gran rato [...]". Sin embargo, los espa�oles, ilustrados ya, y aguerridos en Cuitzeo y Tonallan, no corrieron peligro de ser derrotados ni un momento, "[...] y en todo hubo tan buen recaudo, que no hubo m�s desm�n ninguno [...]".
Oc�lotl super� a Nu�o en sus disposiciones estrat�gicas,
y sus guerreros pelearon hasta morir, que es lo m�s que un hombre puede hacer;
pero la superioridad del armamento espa�ol era demasiado grande. El envolvimiento
de la hueste invasora por las fuerzas ind�genas podr�a compararse al de un
puerco esp�n por una boa constrictora, que despu�s de rodearlo con sus anillos
y dar dos o tres brutales estrujones, sintiera que s�lo alcanzaba con ellos
hincar m�s profundamente las p�as en su propio cuerpo.
[...] h�zose muy grande mortandad dellos, porque algunos indios que se tomaron
dijeron que del escuadr�n que me sali� a mi en la delantera hab�an muy pocos
escapado, y de los otros dos as�mesmo, y m�s se mataron, sino que hallaron
en algunas arboledas reparo [....]
Natural era que el fuego de la artiller�a, las cargas de los jinetes y, sobre
todo, la mort�fera acci�n de los peones de espada y rodela, causara horribles
estragos en aquella densa multitud.
[...] heran los m�s escogidos de la provincia y m�s valientes, y muchos se�ores
della murieron all�; ven�an bien aderezados de mantas y plumajes, y muy lindos
carcajes de flechas, muy labrados, aunque no pareci� el oro y la plata, que
dec�an y afirman que no hay mazegual que est� sin aquellas cintas [....].
Despu�s de que Guzm�n venci� algunas dificultades que tuvo con los indios aliados para terminar con los incendios y las tropel�as que asolaron la rica provincia conquistada (sus habitantes huyeron, y los que pudieron hacerlo se remontaron), logr� que los que se fueron salieran poco a poco de los esteros y manglares donde se hab�an refugiado y regresaran a sus pueblos (L�pez Portillo y Weber).
Fray Bartolom� de las Casas, en su Tratado de la Destrucci�n de las Indias, dice lo siguiente:
Pas� este gran tirano capit�n [Nu�o de Guzm�n], de lo de
Mechoac�n � la provincia de Xalisco, que estaba entera y llena como una colmena
de gente poblad�sima y fertil�sima, porque es de las f�rtiles y admirables
de las Indias; pueblo ten�a que casi duraba siete leguas su poblaci�n; entrando
en ella, salen los se�ores y caciques con presentes y alegr�a, como suelen
todos los indios, a recibir. Comenz� a hacer las maldades y crueldades que
sol�a, y que todos all� tienen de costumbre y muchas m�s, por conseguir el
fin que tienen por Dios, que es el oro; quemaba a los pueblos, prend�a a los
caciques, d�bales tormentos, hacía a cuantos tomaba esclavos, llevaba
infinitos atados a cadenas; las mujeres paridas yendo cargaclas con cargas
que de los malos cristianos llevaban, no pudiendo llevar las criaturas por
el trabajo y flaqueza de hambre, arroj�banlas por los caminos, donde infinitas
perecieron [...].
Entre otros muchos, hizo herrar por esclavos, injustamente, siendo libres
como todos lo son, cuatro mil y quinientos hombres y mujeres y ni�os de un
a�o a los pechos de las madres, y de dos y tres y cuatro y cinco a�os, a�n
sali�ndole a recibir de paz, sin otros infinitos que no se contaron.
Acabadas infinitas guerras, inicuas y infernales matanzas en ellas que hizo,
puso toda aquella tierra en la ordinaria y pestilencial pesadumbre tir�nica
que todos los tiranos cristianos de las Indias suelen y pretenden poner �
aquellas gentes, en la cual consinti� hacer � sus mismos mayordomos y a todos
los dem�s, crueldades y tormentos nunca o�dos, por sacar a los indios oro
y tributos. Mayordomo suyo mat� muchos indios, ahorc�ndolos y quem�ndolos
vivos y ech�ndolos a perros bravos, y cort�ndoles pies y manos y cabezas y
lenguas, estando los indios de paz, sin otra causa alguna, m�s de por amedrantarlos,
para que le sirviesen.
Los serranos, que siempre hab�an sido enemigos de la gente de los llanos, al saber que las tropas de Guzm�n hab�an vencido a Centispac aprovecharon la oportunidad para terminar con los restos de su grandeza.
A todas las calamidades sufridas por aquellos pueblos vino a sumarse un arrasante cicl�n unido a una inundaci�n tremenda. Como consecuencia de las torrenciales lluvias que cayeron por espacio de muchos d�as, los r�os inundaron todos los campos por muchos kil�metros a la redonda, llev�ndose las poblaciones de los indios y los campamentos de los espa�oles. Guzm�n y parte de su gente se salvaron en las alturas de algunas colinas y en las copas de los �rboles.
Pe�a Navarro apunta:
Se ahog� casi una tercera parte de los indios aliados a los espa�oles y una multitud de los naturales que perecieron, tambi�n, por el hambre y la peste que sobrevino cuando cesaron las lluvias, pues juntamente con el exagerado calor y los miasmas que se desprend�an de los cenegales y los cad�veres en putrefacci�n, se agrav� la situaci�n con el sinn�mero de sabandijas de diversas clases que aparecieron y que com�an las gentes acosadas por el hambre, causa por la que mor�an much�simos de los infelices que se hab�an salvado del furor de las aguas, cont�ndose entre los muertos el capit�n general de los indios que acompa�aban a Guzm�n, llamado Motctzomantzin, y los capitanes Quechotilpantzin, Cahuitzin, Tencacaltzin y Choltzin, aproxim�ndose a treinta mil el n�mero de muertos entre conquistados y conquistadores. Tal fue el resultado de la cat�strofe que empez� el 20 de septiembre de 1530.
Por Jalisco y Tepic algunos jefes quisieron aprovechar el desastre para vengarse de los espa�oles y de los mexicanos, pero tan pronto como el tremendo Nu�o de Guzm�n se enter� de sus intentos, mand� una expedici�n a castigarlos a sangre y fuego, en una forma horrible. No hubo compasi�n por nadie.
Nu�o dispuso que saliera Gonzalo L�pez con una escolta formada de caballer�a y de infantes y castigara duramente a los pueblos rebeldes, "[...] de lo cual el capit�n general hizo su proceso, y hecho, los dio por esclavos, y mand�me volver con cierta gente de caballo y peones para que les hiciese la guerra a fuego y sangre, y abriese los caminos reales y los hiciese libres, para que se pudiesen caminar, y que los que tomase los herrase por esclavos como m�s largamente parecer� por sus provisiones [...]".
Primero recorri� Gonzalo algunos otros pueblos antes de castigar a Xalisco, como Ahuacatl�n, que aunque estaba de paz lo incendi� y trat� en forma terrible. Y precisamente porque ya hab�an pasado como 40 d�as desde la salida de L�pez sin que regresara ni se tuvieran noticias suyas, y como Guzm�n se encontraba verdaderamente urgido de refuerzos, mand� a su int�rprete Garc�a del Pilar para que fuera a buscarlo y violentara su marcha; lo hall� en Ahuacatl�n con m�s de 1 000 que tra�a de "Mechuac�n" (dicen las Relaciones), aunque probablemente no lleg� hasta dicha provincia, sino que sac� a esos indios de poblaciones m�s cercanas como Tonal�, Tlajomulco y algunas otras.
Dice Garc�a del Pilar que cuando encontr� a L�pez en Ahuacatl�n,
[...] ten�a un corral grande en que ten�a mucha cantidad de mujeres, e indios, e ni�os presos; los hombres, con unas prisiones al pescuezo; e las mujeres, atadas de diez en diez con sogas; e andando as� corriendo la tierra, e asol�ndola, un compa�ero de caballo, que se dice Alcaraz, prendi� un principal de un pueblo subjeto a esta provincia, e llev�le ante el dicho Gonzalo L�pez, el cual le ech� en prisi�n e le dijo que trajese muchos indios para llevar las cargas, e que le dar�a todas aquellas mujeres e ni�os; a �l, llorando, le dijo que le plac�a de traerlos, y que le diese las mujeres e ni�os, pues que ellos no hab�an muerto espa�ol ninguno, e siempre hab�an servido: el cual trujo ciento o doscientos hombres, poco m�s o menos, porque no me acuerdo la cantidad, e luego los ech� en prisi�n a todos; e ansi a las mujeres como a ni�os, como a los de la provincia de Mechuac�n e principales della llevaba todos presos, dellos en cadenas dellos en prisiones al pescuezo, e atados de cinco en cinco los ni�os m�s peque�os. E ansi desta manera, nos partimos de all� [....].
La Cuarta relaci�n dice:
[...] Aqu� hay cuatro testigos dignos de fe, vecinos desta cibdad, que son Alonso de Villanueva, y Crist�bal de Sep�lveda, y Francisco Guill�n, y Garc�a del Pilar, y Pedro Veneciano, que podr�an decir a Vuestra Se�or�a y Mercedes, c�mo tra�an desde vuelta los indios libres de la provincia de Mechuac�n y los se�ores desde valle de Guacatl�n, y mujeres y ni�os, con sus maridos, atados y aprisionados por los pescuezos, de diez en diez, de veinte en veinte de cuarenta en cuarenta [....].
Al llegar a Xalisco, que estaba ya pac�fico, entrevistaron los caciques a Gonzalo L�pez; prometieron servirle, siempre que se les asegurara que no les causar�an perjuicios o malos tratamientos; y con toda mala fe les dio L�pez su palabra, a la que falt� de inmediato villanamente.
Garc�a del Pilar, que ven�a incorporado con L�pez, dice en su relaci�n:
[...] A cabo de seis d�as llegamos a Xalisco, adonde, con
un principal que d�l ten�amos, vino de paz e dijeron que quer�an servir; pero
que porque se hac�an aquellas destruiciones en aquellos pueblos a ellos comarcanos,
que les diesen seguro que no se les har�a a ellos otro tanto. El cual se les
dio de palabra certific�ndoselo, e vinieron hasta dos mil hombres; e estando
as� de paz e d�ndonos de comer muy abundosamente, mand� hacer un gran corral,
e muy recio, para adonde, con enga�os fuesen metidos e presos, e fuera de
otro en que estaba la gente sobredicha, e ansi se parti� de aqu� e me dej�
a m�, porque estaba malo, con alguna gente all� de caballo y de pie, e se
fue.
A cabo de dos d�as lleg� a la provincia de Zacualpa con mil indios, destos
sobredichos indios de Xalisco, e porque yo no fui, como digo, con �l, no vi
lo que en el pueblo pas�, m�s de que trajeron hasta quinientas �nimas presas
entre ni�os, e mujeres, e hombres; e preguntando yo a los que de all� ven�an
c�mo les hab�a ido, me digeron: "todo se ha metido a barato e todo va de N�poles,
e saliendo el se�or e los principales, todos de paz, los cercamos e los hemos
tra�do presos, e los indios amigos han muerto m�s de dos mil �nimas, que es
la mayor pasi�n del mundo los ni�os que por este camino quedan muertos [....].
Por �ltimo, en la Relaci�n de Pedro de Carranza, quien platic� sobre estos acontecimientos con algunos de sus compa�eros que formaron parte de la columna de Gonzalo L�pez, se expresa:
[....] o�le decir que era compasi�n de ver los ni�os que all� ten�an chequitos, y quando los llevaban por el camino que dec�an que iban diciendo los peones: 'demamantemos estos mochachos', e los echaban en el camino [...]".
Nuestro siglo XX
puede horrorizarse de lo anterior, pero que recuerde primero que ha sobrepasado todas las �pocas en matanzas y crueldades, que las dos guerras mundiales y el totalitarismo han costado millones de muertos, que en los a�os setenta hubo un gobierno loco en la peque�a y pac�fica Camboya que asesin� a la tercera parte de la poblaci�n, o sea a dos de los seis millones de habitantes con que contaba el pa�s. Nuestra �poca podr�a tener a Nu�o de Guzm�n como padrino.