La prosperidad de las minas y el comercio gener� una importante etapa de construcciones,
creaciones art�sticas, culturales y, en especial, arquitect�nicas. Los incipientes
centros urbanos en el estado empezaron a mudar su fisonom�a desde finales del
siglo XVII
y, seg�n Alfonso Mart�nez Rosales, �sta "alcanz� su
expresi�n delirante entre 1749 y 1764, y muri� con el siglo [...] A lo largo
de toda la �poca hubo un ambiente propicio para la construcci�n y hombres capaces
e interesados en ella".
Los adustos estilos coloniales, los sistemas constructivos pragm�ticos y, hasta cierto punto, improvisados, hab�an dado paso a esa expresi�n barroca, compleja, aglutinante, que encuentra su momento m�s alto en el arte americano de ese siglo, primera formulaci�n art�stica original despu�s de la conquista y en la que conviven en extrema libertad, confrontamiento y albedr�o la imaginaci�n europea, la ind�gena y la de las castas, mezclados unos y otros en las distintas labores materiales, intelectuales y espirituales de las obras.
Alcanzan gran notoriedad y originalidad muchas de las construcciones erigidas
en San Luis durante el siglo XVIII
: las capillas de Aranzaz� y
de Nuestra Se�ora de los Remedios, en el conjunto arquitect�nico de San Francisco;
la Capilla de Loreto, anexa al templo de la Compa��a de Jes�s; la capilla de
Nuestra Se�ora de la Salud o del Rosario: el templo de Nuestra Se�ora de Guadalupe
del Santo Desierto; la nueva parroquia de la ciudad de San Luis; las nuevas
casas reales y la alh�ndiga; el Beaterio de Ni�as Educandas de San Nicol�s Obispo;
la torre del templo de San Agust�n, el nuevo Santuario para la Virgen de Guadalupe,
entre otras. Sin embargo, la que m�s llama nuestra atenci�n, por su amalgama
de tendencias art�sticas, por su fastuosidad, sus or�genes y la expresi�n de
sus espacios, es el templo del Carmen.
Esta compleja imagen que aportan los artistas, los constructores y los hombres
encargados de asentar la religi�n y su axiolog�a es tambi�n el asiento de las
expectativas, el plan de un deseado tejido social, espiritual y pol�tico que
pudiera sostener un mundo en donde las tensiones entre los aspectos materiales
y espirituales de la vida detonaban en una crisis constante y al parecer irreconciliable.
Se podr�a decir que los estilos expresivos hab�an alcanzado ya una apertura
a la altura de las circunstancias; por ejemplo, tomemos estos versos de Francisco
Javier Molina (1708-1767):
No hay fortaleza al fuego inexpugnable, aunque sea de diamante su cortina porque el flamante polvo de una mina al viento hace volar lo m�s estable... |
Sin embargo, ah� donde parec�a convalecer hasta cierto punto la herida de la conquista, donde se vislumbraban los espacios que posibilitar�an el ejercicio de un lenguaje de usos m�s amplios, drenaba en el terreno de las necesidades sociales y econ�micas m�s apremiantes el tajo de la inequidad y la injusticia, particularmente sobre la poblaci�n ind�gena originaria. El maltrato constante que recib�an los indios y la invasi�n de sus tierras por parte de los estancieros espa�oles sigui� minando el di�logo social.
Entre 1709 y 1715, en la regi�n del R�o Verde, P�nuco, Tampico y el Nuevo Reino de Le�n los indios que viv�an entre las dos Tamaulipas, la pacificada y la que a�n estaba en pie de guerra, se precipitaron en masa sobre los poblados, mataron a muchas personas y robaron los ganados. Para completar el cuadro, en 1712 el obispo Diego Camacho y �vila intent�, con cierto �xito, secularizar las misiones de los franciscanos, que eran los �nicos en la regi�n que defend�an a los indios de los abusos de los espa�oles, los escolteros y los pastores. Con la desaparici�n de esta estructura social, muchos ind�genas abandonaron los pueblos as� como las actividades con las que ya se hab�an familiarizado.
Aunque formalmente se daba por hecho la pacificaci�n del territorio, los distintos grupos chichimecas no fueron reducidos del todo. Aun aquellos que se hab�an asentado mediante negociaciones, al verse nuevamente hostigados mostraron su inconformidad. A fines de agosto de 1714, los ind�genas amenazaron a los pobladores vecinos a la ciudad de San Luis Potos�. La constante hostilidad en las fronteras de Tampico, P�nuco, Villa de los Valles, Guadalc�zar, Charcas y el Nuevo Reino de Le�n llevaron al virrey conde de Revillagigedo a encomendar a Jos� de Escand�n, en septiembre de 1746, un nuevo plan de pacificaci�n de la costa del seno mexicano. El proceso fue largo y lleno de una variada gama de negociaciones e incidentes.
Si bien los disturbios no eran frecuentes en la ciudad de San Luis Potos�, tenemos noticia de algunas revueltas anteriores a los llamados Tumultos de 1767. A fines de 1742, a ra�z de un conflicto por tierras, hubo un fuerte enfrentamiento entre los tlaxcaltecas y los principales del pueblo de Santiago apoyados por el alcalde ordinario Antonio G�mez de Casa Ferniza.
Por haber sido uno de los acontecimientos m�s relevantes en la vida de San Luis Potos�, merece la pena prestar especial atenci�n a Los Tumultos, levantamientos ocurridos entre mayo y octubre de 1767 en la ciudad de San Luis Potos� y pueblos de su jurisdicci�n. Coinciden con los motines de Apatzing�n, Uruapan, P�tzcuaro, Guanajuato, San Luis de la Paz y San Felipe, a los que generalmente se les atribuye como causas el establecimiento del estanco del tabaco y la expulsi�n de los jesuitas; sin embargo, en San Luis Potos� el caso revela matices de car�cter social que lo hacen singular.
Los disturbios comenzaron en el barrio de San Sebasti�n en mayo de ese a�o. A fines del mes los vecinos y mineros del Cerro de San Pedro, denominados "los serranos" invadieron la ciudad; se quejaban de que se les quitaba un real mensual por cada marco de plata, supuestamente destinado para el adorno de la iglesia. No sab�an qui�n ten�a el dinero ni en qu� se aplicaba, pues el templo estaba por derrumbarse y carec�a de adornos. Se quejaban tambi�n de las restricciones que se les impon�an para el uso de madera, palma, le�a y agua requeridas en el beneficio de los metales as� como del cobro de rentas por el aprovechamiento de tierras que juzgaban pertenecientes a la miner�a. Demandaban que se les mostrasen las c�dulas reales y papeles asentados en los archivos gubernamentales en los que constaban sus facultades y privilegios de mineros.
Como los due�os no trabajaban las minas, los mineros pobres lo hac�an a peque�a escala, por su cuenta y con grandes dificultades para obtener los av�os necesarios. Cuando alcanzaban buenos resultados, los due�os se aprovechaban de ellos.
Los serranos ten�an como aliados naturales, y por los mismos motivos, a los vecinos de San Nicol�s del Armadillo, rancheros de la Soledad, Concepci�n y otros. Con ellos volvieron a invadir la ciudad a principios de junio y presentaron por escrito sus peticiones: que se extinguiera el estanco del tabaco, se les vendiera sin mezclas y al mismo precio (en la ciudad de San Luis Potos� no se cosechaba tabaco y las familias que hac�an cigarros no se mezclaron en el conflicto; cabe suponer, pues, que los comerciantes de tabaco fueron en realidad quienes influyeron en esta petici�n); que no se les cobrara tributo, ni alcabala de le�a, carb�n, liga y greta ni la manifestaci�n de las carnes que mataran; que el alcalde mayor nombrara su teniente en el Cerro; que se les diera facultad para cargar armas y que se liberara a los presos. El alcalde mayor cedi� a sus presiones, pero no tuvo la capacidad suficiente para dominar la situaci�n.
La expulsi�n de los jesuitas de todo el imperio espa�ol en junio de 1767 aument� las tensiones en San Luis Potos�. Los serranos hab�an preparado una conspiraci�n que deb�a estallar el d�a del Ap�stol Santiago y unidos con los mineros y operarios del Cerro, la plebe de la ciudad y los indios de los barrios, a excepci�n del de Tlaxcala, capitaneados todos por un herrero espa�ol, vecino de la Soledad, cortaron los tirantes a las mulas de los coches en los que sal�an los jesuitas. Ped�an un nuevo gobierno, pretend�an elegir un rey y propusieron al conde de Santiago. Los gobernadores de San Sebasti�n, Santiago y San Nicol�s del Armadillo amenazaron con matar al alcalde mayor si insist�a en sacar a los jesuitas de la ciudad; liberaron a los presos y la sedici�n fue incontrolable. La expulsi�n de los jesuitas les dio motivo y les granje� alianzas con todos los indios, mulatos y mestizos, y el movimiento se convirti� en defensa religiosa. Tanto el provincial de los franciscanos como el capit�n Francisco de Mora trataron de apaciguar los �nimos; celebraron juntas con los gobernadores y firmaron acuerdos de paz. Mientras tanto, Mora escribi� pidiendo apoyo a los pueblos y haciendas de la jurisdicci�n. La petici�n no tuvo la respuesta esperada; antes bien, hubo una rebeli�n en el Valle de San Francisco.
Los rebelados intentaban organizar un nuevo gobierno y se inclinaban por la expulsi�n de todos los blancos; sin embargo, sus opiniones estaban divididas, faltaban l�deres y entre ellos mismos hubo intrigas y todos se unieron contra los de Tlaxcala, por no haber querido participar en el movimiento. La sedici�n se extendi� desde San Felipe hasta Fresnillo, Bola�os, Matehuala y Saltillo. A principios de julio hubo levantamientos en Venado, con apoyo de los indios de San Jer�nimo de la Hedionda. El alcalde mayor de las Reales Salinas, Charcas y Sierra de Pinos organiz� la tropa para pacificar la revuelta.
Finalmente, el capit�n Mora logr� restituir el orden mediante la reiteraci�n de negociaciones y acuerdos. Este hecho, aunado a su contribuci�n al lado de Jos� de Escand�n en la pacificaci�n del seno mexicano, le vali� el ascenso a coronel y la exenci�n perpetua de los derechos de lanzas y la media anata, es decir, el impuesto anual que se deber�a pagar por el t�tulo de Castilla, conde de Nuestra Se�ora de Guadalupe del Pe�asco, otorgado en enero de 1768.
A pesar de los acuerdos y negociaciones, la actitud del gobierno fue por completo intransigente. El castigo por la rebeli�n lo aplic� el visitador Jos� de G�lvez, quien lleg� a San Luis Potos� el 24 de julio de 1768. De inmediato hizo salir a los jesuitas de la ciudad con rumbo a Xalapa, escoltados por la tropa, pues eran los �nicos que quedaban en la Nueva Espa�a. Cabe agregar que por c�dula real de 25 de abril de 1776 se prohibi� escribir, hablar o disputar sobre la extinci�n de la Compa��a de Jes�s en el imperio espa�ol.
La distribuci�n de los castigos no se hizo esperar: condenas a muerte, mutilaci�n de cad�veres, confiscaci�n de bienes, destrucci�n de casas, expulsi�n de familias, condenas a presidio perpetuo y trabajos forzados con destino a las obras reales de la plaza de la Habana o de la fortaleza de San Juan de Ul�a, azotes y multas. Priv�, de manera perpetua, a todos los habitantes de los pueblos que intervinieron en la rebeli�n de prerrogativas y privilegios de pueblo; se les prohibi� portar cualquier clase de armas, usar el traje de espa�oles con que vest�an, traer los cabellos largos y se les oblig� a vestir con tilma, so pena de cien azotes y un mes de c�rcel la primera vez y destierro perpetuo de la provincia en caso de reincidencia. Conden� al com�n del pueblo a trabajar en las obras p�blicas que iban a hacerse y ayudar a pagar el costo del armamento de las tropas provinciales de infanter�a y caballer�a ligera que se estaban formando en la provincia. Tambi�n declar� incorporadas a la Corona las tierras que hab�an pose�do; s�lo les dej� una legua por cada viento y las propiedades privadas amparadas con t�tulo leg�timo; el resto de las tierras deb�a ser repartido entre los espa�oles "honrados". Mand� que pagaran el tributo y los diezmos que deb�an y les cobr� el tabaco robado del Real Estanco. Meses despu�s, public� un bando en que conced�a el perd�n general a todos los que no hab�an sido procesados.
La multitud y la naturaleza de las demandas que originaron los conflictos, as� como su desarrollo, impiden ver con toda claridad sus motivaciones verdaderas, pero una revisi�n m�s profunda nos se�alar�a que su origen estuvo vinculado al creciente problema de la falta de tierras.
El ayuntamiento y los diputados de la miner�a se quejaban de la falta de ejidos para que pastaran los ganados del vecindario y las muladas necesarias para el transporte de los metales. Estudiada la situaci�n, resolvieron, seg�n anota Primo Feliciano Vel�zquez,
que el dominio directo de todo el terreno comprehendido en la circunferencia de esta Ciudad y en el distrito de dos leguas por cada viento de ella, le pertenece justamente y a su com�n de Miner�a y vecindario, comprehendi�ndose en �ste los siete pueblos y barrios suyos; y que quedando �stos sin novedad, como actualmente lo tienen, el dominio �til de las tierras que posee cada barrio y sus naturales en particular y en com�n, no han de impedir a los ciudadanos el disfrute de los pastos que son de todos los vecinos en las tierras no cercadas, aunque sean de labor, despu�s de alzado el fruto; dej�ndoles libres tambi�n en aquellas que los naturales de los barrios no tengan como heredades particulares y de privado dominio, el corte y aprovechamiento de la le�a; y respecto a que los del barrio de San Crist�bal carecen de terreno en que hacer sus siembras, se se�alar� a cada uno de los naturales en las tierras inmediatas una suerte moderada, oblig�ndose a pagar a la Ciudad el censo anual a raz�n del tres por ciento de su capital.
Sin embargo, para los pueblos vecinos que se levantaron una de las sanciones fue, como ya hemos visto, el despojo de tierras, dej�ndoles solamente "una legua de tierra... y 200 varas para su poblaci�n". El objetivo de G�lvez era propiciar la pronta poblaci�n y evitar des�rdenes en lo sucesivo con el reparto por arrendamiento a su majestad de poca tierra a muchas personas.
Los Tumultos de 1767 dieron lugar a que se reiteraran o disolvieran las diversas lealtades de algunos individuos con la Corona: miembros de la Iglesia, alcaldes, capitanes, comerciantes, estancieros y una nueva aristocracia. Miguel de Berrio y Zald�var fue recompensado por el rey con el t�tulo de marqu�s del Jaral de Berrio, por haber facilitado a su costa el alojamiento y manutenci�n de la tropa, as� como por el donativo de 600 caballos, en San Luis, durante el movimiento popular de 1767. Hab�a prestado tambi�n otros servicios, como el socorro a la poblaci�n de las ciudades de Guanajuato y San Luis Potos� con carnes y semillas durante la hambruna de 1750.
Qued� cada vez m�s clara la existencia de una brecha de comunicaci�n entre los diversos sectores sociales, las �lites econ�micas y pol�ticas y el propio gobierno virreinal. Las legislaciones de colonizaci�n y pacificaci�n fueron quedando de lado para dar lugar a una serie de privilegios y conductas cuya base podr�a encontrarse m�s en las relaciones personales de lealtad y mutuas conveniencias que en la b�squeda de una mayor integraci�n social. Este cambio se decidi� en Espa�a, cuya funci�n hegem�nica en la lucha de los poderes europeos hab�a entrado en decadencia y se hallaba gobernada por los intereses de una nueva casa reinante, la de los borbones.
Por su movilizaci�n geogr�fica, por sus protagonistas y motivaciones, por sus propuestas de autonom�a y las corrientes subterr�neas de rebeld�a que generaron, los Tumultos de 1767 podr�an prefigurar en el plano de la experiencia social la lucha insurgente que habr�a de llevarse a cabo en el actual territorio de San Luis Potos� 50 a�os m�s tarde.