Los indios que sobrevivieron al primer encuentro y no huyeron de Tabasco se convirtieron en tributarios, y los espa�oles buscaron acoplarlos a las instituciones de gobierno que se iban creando, como las alcald�as mayores y las regidur�as, que no resultaron comprensibles para los indios, quienes pasaron a constituir un grupo subordinado. A pesar de las �rdenes de la Corona de disminuir los tributos, los pueblos contribu�an con cacao en almendra grano muy preciado en la cultura prehisp�nica, y del que Tabasco era el principal productor un hogar produc�a en 1541 entre 4 000 y 8 000 almendras, adem�s de ma�z, miel, chile, frijol y mantas; todos ellos productos con valor de cambio desde tiempos inmemoriales.
La encomienda fue el medio utilizado por los espa�oles para subordinar a los diferentes pueblos que, pese a las resistencias, eran articulados mediante esa forma de dominio. Probablemente, como en el resto de la Nueva Espa�a, el virrey Antonio de Mendoza envi� en 1542 desde la ciudad de M�xico a un alcalde ordinario con funciones de visitador a la provincia de Tabasco para investigar lo concerniente a los tributos y al trato que recib�an los indios de encomenderos, corregidores y calpixques. Como un ejemplo de las reacciones posteriores ante los procedimientos de los espa�oles con autoridad, Francisco de Montejo fue despojado de la alcald�a mayor de Tabasco por una orden real, seg�n cuenta Mario Humberto Ruz.
La conquista y posterior colonizaci�n tuvo una justificaci�n religiosa, y con seguridad muchos espa�oles actuaron convencidos de que �se era el �nico fin; para los cronistas, se trataba de llevar a los indios la santa fe cat�lica y la doctrina cristiana. Algunos de ellos, por vistas o por intersecci�n de terceros, escribieron sobre los sacrificios humanos y la idolatr�a. Poco se sabe del pante�n de los chontales, y casi nada del de los zoques y nahuas de la regi�n. Los rasgos del pante�n mesoamericano, sin embargo, estuvieron presentes en la adoraci�n a Kukulk�n-Quetzalc�atl. �dolos de barro y piedra que nombraban chalchihuites, seg�n los cronistas, eran deidades del sol, del viento, del ma�z. Los adoratorios de piedra y los vestigios de sacrificios humanos dieron lugar a toda suerte de fantas�as.
Como la luz del cristianismo dif�cilmente penetraba en las tierras descubiertas, Cort�s se propuso, seg�n Francisco Javier Clavijero, "...separar a los nativos de su grosera idolatr�a y sustituir una forma m�s pura de culto. Para conseguirlo, estaba dispuesto a usar de la fuerza si las medidas suaves eran ineficaces. Sab�a que nada deseaban los soberanos espa�oles m�s ardientemente que la conversi�n de los indios". Seg�n los cronistas, �sas eran las devotas intenciones caballerescas de los conquistadores. Sus creencias los llevar�an a emprender una nueva cruzada para sembrar la semilla de la verdadera fe. Para el mismo historiador:
La religi�n cat�lica, debe confesarse, tiene algunas ventajas decididas sobre la protestante para el fin de hacer pros�litos. La deslumbrante pompa de sus ceremonias, y su pat�tica interpretaci�n a la sensibilidad, afectan la imaginaci�n del rudo hijo de la naturaleza m�s intensamente que las fr�as abstracciones del protestantismo, que dirigi�ndose s�lo a la raz�n, exigen un grado de refinamiento y cultura mental en el auditorio para comprenderlas.
Asimilar lo nuevo sobre lo viejo fue una de las estrategias puestas en pr�ctica por los conquistadores desde que, asombrados, encontraron que los indios adoraban un emblema en forma de cruz, que simbolizaba al dios de la lluvia. Sobre esa adoraci�n y la mitolog�a del ben�fico Quetzalc�atl har�an recaer la advocaci�n a la Virgen y al Redentor. Pero la consigna de "a sangre y fuego" prevaleci� en los hechos. Luego de la batalla de Centla, Cort�s instruy� a Jer�nimo de Aguilar para que hablara en contra de la idolatr�a y de los sacrificios humanos; as�, mientras se destru�an los �dolos del templo mayor de Potonch�n, De Aguilar predicaba las bondades del catolicismo.
En 1527 el obispado de la regi�n, con sede en Yucat�n, incluy� a Tabasco, as� como la parte que abarca desde el r�o Grijalva hasta Chiapas; en 1539, al crearse la di�cesis de ese lugar, la provincia tabasque�a pas� entonces a formar parte de ella. En los a�os previos algunos franciscanos pasaron por la regi�n predicando desde Guazacualco y Santa Mar�a de la Victoria hasta Xicalango, pero el territorio ser�a de los dominicos, quienes realizaron una ofensiva evangelizadora. Esto se debi�, en parte, a la influencia que fray Bartolom� de las Casas ten�a sobre el rey y su Consejo de Indias en Espa�a. A su paso como obispo a Ciudad Real en 1545, Las Casas visit� Tabasco y tuvo muy buena impresi�n, porque ya hab�a rituales cat�licos entre los indios, la mayor�a de los cuales estaba bautizada. Su obispado incluy� adem�s Soconusco, Tezulutl�n y Yucat�n, extensi�n que mantuvo hasta 1562.
Las Casas logr� neutralizar la influencia de Montejo en la regi�n, pero la evangelizaci�n sufri� serios tropiezos por la resistencia que manifestaron los indios durante un largo periodo; superficialmente se defin�an como cat�licos, pero en sus pr�cticas privadas adoraban a las deidades prehisp�nicas, que mantuvieron ocultas, e incluso algunos de ellos huyeron a resguardarse con sus �dolos en los bosques y en las selvas.
El ordenamiento civil, por su parte, no lograba prosperar, porque Tabasco inicialmente fue ligado a la Nueva Espa�a, junto con Yucat�n y Cozumel, luego a la Audiencia de los Confines en 1543, y alternadamente perteneci� a Guatemala y a M�xico. La Audiencia de la Nueva Espa�a asumi� finalmente, en 1560, la jurisdicci�n definitiva sobre Yucat�n, Tabasco y Cozumel.
Un hecho importante que ejemplifica la oposici�n entre el poder civil y el eclesi�stico se present� en 1620, cuando el alcalde mayor propuso el traslado de Santa Mar�a de la Victoria. Para ello era necesaria la mudanza de espa�oles, indios y mulatos de la villa a San Juan, que asumir�a el nombre de Santa Mar�a de la Victoria la Nueva, para evitar que cayera en el olvido el nombre de la primera ciudad espa�ola en Tabasco. Pero el obispo de Yucat�n, Gonzalo de Salazar, despu�s de escuchar las inconformidades, decidi� inmiscuirse en la esfera de lo civil y desobedecer el mandato del virrey, por lo que el traslado acontecer�a varios a�os despu�s. En el cambio de ubicaci�n influy� de manera determinante el asedio constante de los piratas quienes atacaron el lugar en varias ocasiones a partir de 1600, y aunque continuaron sus hostilidades durante muchos a�os, el devastador ataque del 24 de febrero de 1665, como cuenta Mario Humberto Ruz, fue decisivo para el cambio:
En 1666 se traslad� la capital de la provincia a Tacotalpa de la Real Corona, pueblo indio cuyo florecimiento provoc� que los espa�oles intentaran ense�orearse con �l: ya no se conformaban con avecindarse en las comunidades ind�genas o cerca de ellas para mejor explotarlas.
El gobernador, los regidores y el com�n del pueblo apelaron en 1678 a la Audiencia para que invalidase los autos del alcalde mayor, don Diego de Loyola, interesado desde hac�a varios a�os en transformar el pueblo en una villa espa�ola, cabecera de los poderes locales, y amparase "en la posesi�n" de su pueblo obligando al alcalde a mantener los poderes en la villa vieja llamada Villahermosa.
No obstante, el procedimiento fue finalmente detenido por no convenir a los interesados que pretend�an conservar sus prebendas, como tierras, iglesia y pueblos sujetos.
En cuanto a los edificios del culto cat�lico no se hab�a avanzado gran cosa, porque eran construidos con materiales ef�meros de esa regi�n que el clima y las intensas lluvias destru�an con facilidad.
En un territorio como �se pocas acciones pod�a desarrollar el Santo Oficio, pero lo que pudo hacer lo hizo, y en la mayor�a de los casos asumi� el papel tanto de vigilante de la preservaci�n de las buenas costumbres como de defensor abierto de la poblaci�n; as�, cuando los frailes no ejercieron la protecci�n de los indios sino que, por el contrario, aprovecharon su situaci�n para instigar a la feligres�a a la concupiscencia, fueron perseguidos.
En 1568 se tiene noticia del proceso contra un fraile franciscano por proferir palabras her�ticas en sus sermones pronunciados en la villa de Santa Mar�a de la Victoria. Por los procedimientos seguidos, este caso parece haberse derivado de las pugnas que ten�an lugar en toda la Nueva Espa�a entre el clero regular y el secular. Los juicios contra cl�rigos y frailes continuaron, as� como contra autoridades civiles, como alcaldes y miembros de la milicia; contra encomenderos que maltrataban a los indios o contra quienes los incitaban a ingerir bebidas embriagantes.