Ante la actual concepción que se tiene de la educación
de los niños y jóvenes, ante las presiones de la mal llamada
crisis económica, que nos llevan a intentar soluciones de carácter
práctico e inmediato, no dejará de parecer a muchos una
posición francamente reaccionaria el que alguien abogue por la
restitución de los estudios gramaticales, sí, efectivamente,
casi como se estilaban en el siglo XIX y buena parte del XX. Las clases
de español (lengua nacional, se le llamaba antes) son hoy reducidas
a los denominados talleres de lectura. Los estudiantes ya no estudian
gramática. Quizá esto sea lo conveniente y recomendable;
sin embargo me interesa pergeñar aquí una desesperada
defensa de la gramática, aunque evidentemente no exista una razonable
esperanza de éxito.
En primer lugar valdría la pena demostrar que la gramática
es algo útil, porque de otra manera, al menos para la mayoría,
se volvería indefendible. Ojalá el estudio de las artes,
su disfrute, no tenga nunca necesidad de una análoga demostración
de utilidad práctica. Ojalá a nuestras futuras juventudes
se les sigan inculcando siempre nociones de música, de las artes
plásticas, que sigamos enseñándoles a apreciar
la belleza, aunque de ello, en apariencia, no se desprenda un beneficio
tangible. Las ventajas de tales disciplinas son mucho más importantes,
pues sin duda contribuyen a formar seres más humanos, más
sensibles, y creo, más generosos y, definitivamente, más
felices.
Se me objetará de inmediato que no tengo derecho de ver en este
dudoso arte de la gramática las características de validez
intrínseca de que gozan las artes plásticas o la música.
Será ciertamente difícil el razonamiento que demuestre
que la gramática hace feliz al que la estudia. No. Hay necesidad,
lo reconozco, de buscar justificaciones medianamente convincentes.
Antes de la avalancha del estructuralismo, del funcionalismo, del generativismo
y muchos otros ismos posteriores, se decía que la gramática
era el arte que nos enseñaba a leer, hablar y escribir con corrección
un idioma cualquiera. Esta definición no goza hoy de prestigio.
Para los lingüistas es muy poco técnica e imprecisa; para
la mayoría de los mejores escritores es simplemente falsa. El
argumento en contrario es contundente: la mayoría de los mejores
escritores, los que son considerados modelos del bien escribir, los
más admirados y a veces hasta leídos, los más premiados,
no sólo no estudiaron gramática sino que generalmente
se expresan de ella, si no con desprecio, sí al menos con displicencia
y no pocos con sorna y burla. Lo contrario es una verdadera excepción.
Más pareciera ir en desdoro de un escritor de fama el que reconociera
alguna utilidad que la gramática pudiera haber reportado a su
quehacer; si así fuera, más conveniente le parece no decirlo.
Lo que debe reconocerse es que los verdaderos buenos escritores son
los que, quizá a su pesar, en buena medida hacen la gramática,
pues regulan, fijan la lengua, la lengua escrita al menos. Las gramáticas
normativas no hacen otra cosa que observar, analizar, deducir reglas,
de conformidad con el uso de que la lengua hacen los buenos escritores.
Se preguntará de inmediato por qué los escritores no requirieron
de gramática para su escritura. Yo diría que desarrollaron,
apoyados en su mayor o menor genialidad, su propia gramática,
esa que dice Chomsky que todos traemos en el cerebro, con lecturas de
otros escritores y con el ejercicio tenaz y permanente.
Sin embargo los que no somos escritores pero que por necesidad tenemos
que escribir algo, un informe, una tesis, un reporte técnico,
una carta, un reportaje, una entrevista, ¿podríamos obtener
alguna ayuda de la gramática? Creo honradamente que sí.
De ninguna manera hará de nosotros escritores célebres,
pero nos permitirá expresamos con mayor claridad y precisión.
Estoy convencido de que, si alguien distingue e identifica el sujeto
y el predicado, nunca los separará con una coma, error harto
frecuente. El que conozca cómo están constituidas las
proposiciones adjetivas y cuáles son sus clases no incurrirá
en el uso indebido de un pronombre relativo por otro, sabrá asimismo
colocar la coma antes de las explicativas, y la evitará ante
las especificativas. Quien acuda, por ejemplo, a la sabia Gramática
de Bello y a las utilísimas notas de Cuervo, usará bien
los gerundios, con lo que ganará no tanto en elegancia cuanto
en transparencia en la transmisión de sus ideas. Cuando se conoce
la complejísima estructura de una oración compuesta es
casi seguro que se evitarán los párrafos enormes y confusos.
Quien tenga la loable costumbre de consultar el diccionario se informará
sobre la corrección o propiedad de determinado vocablo y tratará
de no usar extranjerismos. Más relacionado con la gramática
está el conocimiento de nuestras estructuras lingüísticas
que permitirá al estudioso huir de los frecuentes calcos semánticos
y sintácticos de lenguas ajenas, que inadvertidamente se cuelan
con no poca frecuencia en los escritos de muchos que desdeñan
toda reflexión sobre nuestra propia lengua.
Finalmente, conviene recordar que la gramática es, quizá
más que otra cosa, una espléndida disciplina mental, que
nos enseña a ordenar nuestras ideas, a jerarquizarlas, a relacionarlas.
Estoy convencido de que, más que las reglas sintácticas,
más que las recetas de redacción, es el ejercicio de la
inteligencia, que está presente en todo estudio gramatical, el
que más ayuda a la expresión clara y precisa, a la comunicación
oral o escrita inteligible. Ojalá nuestros niños y jóvenes
volvieran a estudiar rudimentos de gramática no sólo española,
sino latina y griega, pues les resultaría de gran beneficio para
el sano desarrollo de su inteligencia.
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