Nada hay más intensamente sugestivo para la inteligencia
que un inopinado e involuntario apartamiento de la vida de acción.
El alma que, cifrando en ésta sus aspiraciones primeras, encuentra
ante su paso insalvables obstáculos que la obligan a reprimir
aquella inclinación de su naturaleza, experimenta tal vez el
melancólico anhelo de tender, por el camino de la especulación
y la teoría, y por el de la imitación y simulacro que
constituyen la obra de arte, al mismo objeto que no le fue dado alcanzar
en realidad; o bien a un objeto diferente, determinado por la espontaneidad
de la inteligencia, que sólo entonces declara su propio y personal
contenido. Y no es otro el origen de muchas vocaciones de escritor,
de pensador y de artista.
Vauvenargues ofrece ejemplo de ello. El amable psicólogo nació
con la vocación heroica de la acción. Lanzóse
en pos de este género de gloria; pero males del cuerpo se interpusieron,
no bien suelta la rienda a la voluntad, entre la vida y la vocación
de Vauvenargues, y en el recogimiento de la inacción forzosa,
nació, fecundando las melancolías del soldado, la inspiración
del moralista.
Acaso nunca hubiera amanecido en Ronsard su arrogante numen de poeta,
si, invalidado por temprana afección para los oficios de la
diplomacia, no pasara de mensajero del rey a corifeo de la "Pléyade".
Y Escalígero, como Niepce, como Hartmann, como cien más,
que alguna vez soñaron con los lauros del héroe, debieron
también a imposibilidad física de perseverar en la vida
de acción, la conciencia del género de aptitud por que
llegaron a ser grandes. No de otra manera la enfermedad que apartó
a William Prescott de las disputas del foro, le puso en su glorioso
camino de historiador; y la herida que entorpeció la mano de
Rugendas para el esfuerzo del buril fue la ocasión de que,
probándose en mayores empresas, cobrase más fama por
sus cuadros que por sus grabados.
Una singular semejanza hay en la historia de dos artistas líricos
que, habiendo perdido prematuramente el don natural que los capacitaba
para el canto, lucen en la memoria de la posteridad con el resplandor
de otros altos dones, manifestados luego. Tales son el pintor Ciceri,
y Andersen, el cuentista danés. Pedro Carlos Ciceri era en
su juventud, allá en tiempos en que Crescentini conmovía
con la magia de su garganta a la corte de Napoleón I, una hermosa
promesa en la escena lírica, por el privilegio de su voz y
su delicado sentimiento del arte. El primor y la enamorada constancia
de la vocación convergían de tal manera en él
con la elección de la naturaleza, que dedicó largos
años de su vida a ejercitar y educar esas disposiciones, antes
de que se resolviese a mostrarlas. Cuando estaba a punto de hacerlo,
he aquí que una caída violenta le deja lisiado para
siempre, y Ciceri pierde sin remedio lo hermoso de su voz. Todo el
afán de su existencia era ido en humo, y ella dejaba de tener
objeto que la mereciese... Para olvidar su pena, Ciceri diose a frecuentar
el estudio de un amigo pintor, y allí un interés en
que parecía convalecer su alma, le vinculó, poco a poco,
al hechizo de los colores y las líneas. Cuanto más se
acogía a este interés, más le sentía trocarse
en propensión al ejercicio de aquel arte, y una aptitud maravillosa
respondía, con la solicitud de quien acude a un llamamiento
largo tiempo esperado, a sus primeras tentativas. Este tesoro oculto,
que Ciceri llevaba en lo ignorado de su alma, y que quizá no
sospechara jamás a no haber perdido aquel otro que más
superficialmente tenía, no tardó en definir su peculiar
calidad: era el instinto de la pintura escenográfica, de los
grandes efectos, de perspectiva y color, de la decoración.
Ciceri fue consagrado maestro único de la escenografía
en aquella misma sala de la Ópera que, siendo joven ambicionara
para sus triunfos de cantante. La generación que por primera
vez aplaudió a Auber, a Meyerbeer, a Rossini, asoció
siempre a la memoria de las emociones de arte que conoció por
ellos, la del pincel que dio una portentosa vida plástica a
sus obras.
Idéntico es el caso de Andersen, si sustituyes al don de la
pintura el de las letras.
|