XIII

Nada hay más intensamente sugestivo para la inteligencia que un inopinado e involuntario apartamiento de la vida de acción. El alma que, cifrando en ésta sus aspiraciones primeras, encuentra ante su paso insalvables obstáculos que la obligan a reprimir aquella inclinación de su naturaleza, experimenta tal vez el melancólico anhelo de tender, por el camino de la especulación y la teoría, y por el de la imitación y simulacro que constituyen la obra de arte, al mismo objeto que no le fue dado alcanzar en realidad; o bien a un objeto diferente, determinado por la espontaneidad de la inteligencia, que sólo entonces declara su propio y personal contenido. Y no es otro el origen de muchas vocaciones de escritor, de pensador y de artista.

Vauvenargues ofrece ejemplo de ello. El amable psicólogo nació con la vocación heroica de la acción. Lanzóse en pos de este género de gloria; pero males del cuerpo se interpusieron, no bien suelta la rienda a la voluntad, entre la vida y la vocación de Vauvenargues, y en el recogimiento de la inacción forzosa, nació, fecundando las melancolías del soldado, la inspiración del moralista.

Acaso nunca hubiera amanecido en Ronsard su arrogante numen de poeta, si, invalidado por temprana afección para los oficios de la diplomacia, no pasara de mensajero del rey a corifeo de la "Pléyade". Y Escalígero, como Niepce, como Hartmann, como cien más, que alguna vez soñaron con los lauros del héroe, debieron también a imposibilidad física de perseverar en la vida de acción, la conciencia del género de aptitud por que llegaron a ser grandes. No de otra manera la enfermedad que apartó a William Prescott de las disputas del foro, le puso en su glorioso camino de historiador; y la herida que entorpeció la mano de Rugendas para el esfuerzo del buril fue la ocasión de que, probándose en mayores empresas, cobrase más fama por sus cuadros que por sus grabados.

Una singular semejanza hay en la historia de dos artistas líricos que, habiendo perdido prematuramente el don natural que los capacitaba para el canto, lucen en la memoria de la posteridad con el resplandor de otros altos dones, manifestados luego. Tales son el pintor Ciceri, y Andersen, el cuentista danés. Pedro Carlos Ciceri era en su juventud, allá en tiempos en que Crescentini conmovía con la magia de su garganta a la corte de Napoleón I, una hermosa promesa en la escena lírica, por el privilegio de su voz y su delicado sentimiento del arte. El primor y la enamorada constancia de la vocación convergían de tal manera en él con la elección de la naturaleza, que dedicó largos años de su vida a ejercitar y educar esas disposiciones, antes de que se resolviese a mostrarlas. Cuando estaba a punto de hacerlo, he aquí que una caída violenta le deja lisiado para siempre, y Ciceri pierde sin remedio lo hermoso de su voz. Todo el afán de su existencia era ido en humo, y ella dejaba de tener objeto que la mereciese... Para olvidar su pena, Ciceri diose a frecuentar el estudio de un amigo pintor, y allí un interés en que parecía convalecer su alma, le vinculó, poco a poco, al hechizo de los colores y las líneas. Cuanto más se acogía a este interés, más le sentía trocarse en propensión al ejercicio de aquel arte, y una aptitud maravillosa respondía, con la solicitud de quien acude a un llamamiento largo tiempo esperado, a sus primeras tentativas. Este tesoro oculto, que Ciceri llevaba en lo ignorado de su alma, y que quizá no sospechara jamás a no haber perdido aquel otro que más superficialmente tenía, no tardó en definir su peculiar calidad: era el instinto de la pintura escenográfica, de los grandes efectos, de perspectiva y color, de la decoración. Ciceri fue consagrado maestro único de la escenografía en aquella misma sala de la Ópera que, siendo joven ambicionara para sus triunfos de cantante. La generación que por primera vez aplaudió a Auber, a Meyerbeer, a Rossini, asoció siempre a la memoria de las emociones de arte que conoció por ellos, la del pincel que dio una portentosa vida plástica a sus obras.

Idéntico es el caso de Andersen, si sustituyes al don de la pintura el de las letras.