| En noviembre de 1792, a los 22 años de edad, llegó 
          a Viena Ludwig van Beethoven, provisto de excelentes cartas de recomendación 
          para los círculos de la alta nobleza de la capital de Austria. 
          Era éste, ante todo, un momento muy importante para la historia 
          en su conjunto harto triste de la posición social 
          de los músicos alemanes. Importante lo fue por el hecho de que 
          el músico recién llegado a Viena supo resistirse consecuente 
          y enérgicamente a todo intento de establecer una diferencia de 
          orden social entre su modesta persona, adornada tan sólo por 
          la partícula "van" heredada de sus antepasados flamencos, 
          y la empingorotada nobleza austriaca, ahogando en germen todas las tentativas 
          de ésta para desconocer los méritos de quien no era más 
          que un artista, condición que, en aquellos medios y en aquella 
          época, era mirada con bastante desdén.
 Su valer, como el más genial pianista improvisador de su tiempo 
          y como sucesor de Mozart y Haydn, cualidad que muy pronto le fue reconocida, 
          no tropezó con grandes dificultades para imponerse, a pesar de 
          que su cultura, en conjunto, dejaba bastante que desear. Ya hemos dicho 
          más arriba que ni su escritura ni su ortografía llegaron 
          a ser nunca perfectas. Procuraba llenar como podía, a duras penas, 
          las grandes lagunas de su conocimiento del francés, considerado 
          como una lengua indispensable, en los medios de la aristocracia; sabemos, 
          por ejemplo, que poseía una Biblia bilingüe, en latín 
          y en francés, que le servía para apuntalar un poco sus 
          conocimientos en ambas lenguas. Llegó a conocer del latín 
          lo suficiente para entender bastante bien los textos eclesiásticos, 
          y entre sus libros se encontró también un misal romano. 
          Del italiano sabía lo que cualquier músico académico 
          de la época: lo suficiente para entender los términos 
          técnicos musicales y los libretos de ópera más 
          usuales. No olvidemos, además, que de sus años en Bonn 
          había pasado varios frente a su atril de violinista, en la orquesta 
          del teatro de la corte, acompañando la ejecuci6n de óperas 
          italianas y la actuación de cantantes alemanes
 
 Por lo que respecta a su situación económica, Beethoven, 
          en Viena, contaba casi exclusivamente con lo que podía obtener 
          de sus trabajos como compositor, ya que las pensiones que la alta nobleza 
          de Bonn y la de Viena le habían ofrecido se quedaron casi todas 
          en promesas. Durante los primeros tiempos de su estancia en la capital 
          austriaca, siguió percibiendo su sueldo como organista de la 
          corte de Bonn; pero, desde el principio, de un modo irregular; por lo 
          demás, esta fuente de ingresos terminó para él 
          al disolverse el Gran Electorado de Colonia.
 
 Más tarde para tocar este punto, al igual que otros, en 
          esta ojeada de conjunto sobre los años vieneses, como recibiera 
          en 1808 una invitación del rey Jerónimo de Westfalia para 
          ocupar la plaza de director de orquesta de su corte, en Cassel, con 
          un sueldo anual de 600 ducados, algunos miembros de la alta nobleza 
          de Viena empezaron a pasarle una pensión anual fija, con la obligación 
          de no abandonar aquella ciudad. Sin embargo, estos emolumentos no tardaron 
          en sufrir también una merma considerable como consecuencia de 
          las guerras napoleónicas y de otros trastornos y azares políticos; 
          de la devaluación de la moneda; de la muerte de algunos de sus 
          protectores y toda otra serie de circunstancias desfavorables que obligaron 
          a Beethoven, en algunos casos, a recurrir incluso a la vía judicial 
          para obtener lo que se le adeudaba. Los únicos emolumentos que 
          se le hicieron efectivos fueron los del archiduque Rodolfo. Una cosa 
          le sostenía, sin embargo, socialmente a flote: el no tener que 
          preocuparse, pese a todas estas circunstancias desfavorables, de la 
          necesidad de ganarse su pan cotidiano.
 
 En los primeros tiempos, sólo vieron la luz, en Viena, algunas 
          de las variaciones escritas en Bonn sobre temas favoritos. Fue a partir 
          de 1795 cuando Beethoven empezó a editar sus obras provistas 
          del número correspondiente y que, en seguida, causaron sensación, 
          empezando por tres tríos para piano, op. 1; luego las 
          tres primeras sonatas para piano, y, a continuación, con breves 
          intervalos, el primer concierto para piano, la primera sinfonía 
          y los seis cuartetos para instrumentos de cuerda, op. 18, aparte 
          de los dúos para violín y violoncello. La verdadera perla 
          de los tríos de cuerda, género cultivado por Beethoven 
          en los días de Bonn, es la tan conocida serenata en Re, op. 
          8.
 
 Desde el punto de vista de la técnica de composición es 
          bastante más difícil escribir con vida y plena sonoridad 
          para tres instrumentos que para cuatro. Esta obrita tiene una importancia 
          extraordinaria, considerada simplemente como alarde del talento inmenso, 
          puramente técnico, de un compositor de 27 años, sin hablar 
          de la impresión que la imaginación, la inventiva asombrosa 
          de su autor causa a quien la escucha. Beethoven se las arregla aquí 
          para escribir, a veces solamente con dos voces, de un modo tan perfecto, 
          que la tercera, cuando no guarda sus pausas, se entretiene en libres 
          imitaciones tejidas en torno al tema principal encerrado en las otras 
          dos. Ya la marcha inicial es una obra de arte consumado, en la que la 
          primera y la segunda parte, reprise y coda, aparecen construidas con 
          una verdadera plétora de variaciones, en un total de 34 compases. 
          Y, a pesar de esta extraordinaria movilidad armónica, produce 
          el efecto de una robusta unidad, pues todos los acordes guardan la más 
          estrecha relación con la tonalidad en Re mayor. En el quinto 
          compás encontramos, en este respecto, algo curiosamente original, 
          pues aparentemente se produce una modulación, pero de tal modo 
          que sólo al llegar al siguiente compás se revelan las 
          cuatro notas correspondientes como la consecuencia tonal del siguiente 
          pasaje en Re mayor, conforme el autor se lo proponía. Produce, 
          asimismo, un efecto extraordinariamente original la mezcla del ritmo 
          de marcha, agudamente punteado, con suaves tresillos. Claro está 
          que, para poder darse cuenta de esto, es necesario que escuchemos estos 
          pasajes, los más conocidos de todos, con la autosugestión 
          de oírlos por vez primera, como una novedad. Esta obra en siete 
          partes mantiene de un modo genial la unidad tonal, con excepción 
          de la deliciosa polonesa, en la cual el Fa mayor está preparado 
          de un modo natural por el Re menor del Adagio que la precede. 
          Y con la misma suavidad vemos que el anacrúsico de la frase siguiente, 
          tercera del acorde del Fa mayor, nos lleva de nuevo a la tonalidad fundamental 
          de Re.
 
 El Quinteto para instrumentos de viento y piano, op. 16, se halla 
          influido por una composición semejante de Mozart, y domina la 
          forma con maestría, aunque sin llegar a su modelo en cuanto a 
          la profundidad armónica en el tiempo lento ni en cuanto a la 
          extrema ligereza del presto, no obstante, la obra gustó 
          por su riqueza melódica, por el brillante tratamiento técnico 
          de la parte de piano y por la belleza del efecto de conjunto. En el 
          Septeto, op. 20, para los cuatro instrumentos de cuerda, clarinete, 
          corno y fagot, consigue Beethoven, poco después de realizar sus 
          deseos y los de los oyentes en cuanto a lograr la más abigarrada 
          riqueza de vida en el contenido total y los colores instrumentales de 
          la música de cámara. Lo de que Beethoven tuvo el propósito 
          de destruir esta obra, no pasa de ser un cuento; sabía muy bien 
          que la obra en cuestión era, en realidad, un formidable éxito 
          conseguido.
 
 Pronto empezaron a dar fruto también en lo económico los 
          éxitos de su portentosa capacidad de creación. Beethoven, 
          consciente de su propio valer y bastante hábil en el modo de 
          tratar a sus editores, consiguió que sus obras fuesen remuneradas, 
          sobre poco más o menos, con los honorarios correspondientes a 
          su valía. Su inventiva, fresca y lozana; su alegría y 
          su desbordante capacidad de trabajo, producían nuevas obras a 
          fin de satisfacer la demanda de los editores.
 
 Beethoven no pudo llegar a aceptar nunca un puesto de director de orquesta, 
          por impedírselo la sordera de la que desde muy pronto empezó 
          a padecer. No le gustaba dar clases, y sólo se avenía 
          a ello cuando se creía en la obligación de hacerlo, como 
          ocurría en el caso de su protector, el archiduque Rodolfo de 
          Austria, más tarde obispo-príncipe de Olmutz. En los tiempos 
          de apogeo de su trato con los círculos de la alta sociedad, Beethoven 
          sostenía un caballo de montar y un criado para cuidarlo. Claro 
          está que el continuo brote de fantasía musical y de ideas 
          que aguardaban a ser llevadas al papel pautado, no podía avenirse, 
          a la larga, con las atenciones que el trato social requería y 
          pronto nuestro músico hubo de renunciar a su deporte hípico.
 
 Beethoven era, en cuestiones de dinero, de una honorabilidad inatacable, 
          basada en principios, como lo demuestra la más severa investigación 
          de los documentos que se han conservado, aunque en algunas biografías 
          se señalen, desde este punto de vista, dudas que carecen de todo 
          fundamento. Por lo que a Schindler, su primer biógrafo, se refiere, 
          ha podido ponerse en claro que fue el despecho lo que le movió 
          a escribir acerca de las "especulaciones mercantilistas" de 
          Beethoven. (Desgraciadamente, la prueba estrictamente documental en 
          que podemos apoyarnos para desvirtuar esas imputaciones, recogidas con 
          ligereza por otros y extendidas hasta encontrar un eco cada vez mayor, 
          figura en una fuente mucho más recóndita que sus difamaciones: 
          en el cuaderno correspondiente a los meses de enero-marzo de 1915, de 
          una revista de Berlín titulada la Berliner Rundschau.)
 
 En los casos en que se veía en la imposibilidad de cumplir los 
          encargos que había cobrado en todo o en parte por adelantado, 
          devolvía el dinero a los editores, con sus intereses correspondientes, 
          hasta el último centavo. Una monografía reciente bastante 
          difundida ha vuelto a poner en circulación, sin preocuparse de 
          comprobarlas, aquellas imputaciones, en gracia a cierta teoría 
          psicológica, al parecer, y dando más importancia al poder 
          de la palabra que a la fuerza de los hechos. Su autor, pese a la asombrosa 
          multiplicidad de su interés espiritual y de sus ideas sobre la 
          literatura musical, no parece haber captado muy certeramente el lado 
          mercantil, en la apreciación de aquellos hechos, lo cual le llevó; 
          tal vez de buena fe, a contribuir a la difusión de falsas concepciones. 
          No cabe duda de que Beethoven estaba obligado a proceder con cierta 
          sagacidad comercial, para que sus obras no se depreciasen en el mercado 
          más de lo debido. Desde que asumió la obligación 
          de velar por su sobrino Carlos y de asegurar su porvenir, empezó 
          a preocuparse cuidadosamente de los asuntos de dinero y de la inversión 
          rentable de lo que ganaba.
 
 Pese a su meticuloso sentido de la justicia, o precisamente por tal 
          razón, Beethoven se vio, en una ocasión, enredado en dificultades 
          con la policía. En una nota dada a la publicidad con motivo de 
          la impresión de una de sus obras, ponía de manifiesto 
          la gran cantidad de erratas que afeaban esta edición no autorizada. 
          El juez le sugirió, en un escrito concebido en términos 
          extraordinariamente respetuosos, que revocase voluntariamente este punto 
          de su declaración, para no verse envuelto en un proceso, que 
          inevitablemente se fallaría en contra suya. Y Beethoven no tuvo 
          más remedio que refrendar personalmente este nuevo triunfo de 
          la letra sobre el espíritu del derecho.
 
 Otra medida de prudencia en cuanto a los negocios adoptada por Beethoven 
          consistía en la cuidadosa selección de los nombres que 
          aparecen en la dedicatoria de sus obras, inscrita en la portada de ellas. 
          Sus relaciones sociales en Viena, facilitadas por las cartas de recomendación 
          que en Bonn le habían entregado sus amigos, incluían principalmente 
          a los amantes de la música que entonces abundaban y eran más 
          entusiastas que en tiempos posteriores entre los círculos de 
          la nobleza y la alta sociedad. Los nombres que figuran en las dedicatorias 
          de sus obras pertenecen, en la mayoría de los casos, a gentes 
          con quienes el autor mantenía trato personal. Mencionaremos, 
          entre otros, los príncipes de Lobkowitz, Carlos Lichnowski, Kinski, 
          Radziwill, Nikolai Borissowich, las princesas de Lichnowsk, Odescalchi, 
          Esterhazy, Lichtenstein, los condes de Waldstein (de Bonn), Browne, 
          Brunswick, Rasumowsky, el embajador ruso en Viena, Obersdorf, Lichnowski, 
          Fries, las condesas de Erdödy, Hatzfeld, Brunswick, Guicciardi, 
          Degen, Thun, Clary, los barones de Swieten, Gleichenstein, Pasqualati, 
          Stutterheim. En otras dedicatorias, leemos los nombres de la emperatriz 
          María Teresa (Septeto), del emperador Alejandro de Rusia (tres 
          Sonatas para violín), de los reyes Federico Guillermo II y III 
          de Prusia (Sonatas para cello), del rey Maximiliano José de Baviera 
          (Fantasía coral), del archiduque Rodolfo de Austria (Missa 
          solemnis, Trío op. 97, Sonata para piano, etcétera).
 
 Beethoven era, como fácilmente se comprende, el niño mimado 
          de una serie de damas de la aristocracia, ávidas de disfrutar 
          el goce de sus improvisaciones al piano y la riqueza de sus obras. En 
          diferentes tiempos sintió inclinaciones más o menos serias, 
          y correspondidas en los más diversos grados, por Teresa de Brunswick, 
          Amala Seebald, la condesa Giulia Guicciardi, Teresa Malfatti, sobrina 
          de su médico, y muchas más. Beethoven sabía apreciar 
          y disfrutar con toda su alma la gracia femenina allá donde la 
          encontraba, pero él mismo nos dice que la ulterior conducta de 
          cada muchacha a quienes en un tiempo ambicionó por esposas le 
          hacía sentirse feliz de no haberlas conseguido. Mucho se ha comentado 
          una explosión de prosa lírica dedicada "a mi inmortal 
          bienamada", cuya destinataria no ha sido posible identificar, suponiendo 
          que realmente estuviese destinada a algún ser vivo. Por otra 
          parte, aun en el mejor de los casos, la revelación del nombre 
          en nada habría contribuido a la alteración, por lo demás 
          innecesaria, del misterio que envuelve todo este asunto.
 
 La piadosa leyenda presenta a Beethoven como alejado, ya por aquel entonces, 
          de todo contacto físico con el otro sexo. Algunos biógrafos 
          aseguran, como un hecho comprobado, que el genio llevaba una vida de 
          "asceta". Sin embargo, esto no se halla muy en armonía 
          ni con las costumbres de la sociedad vienesa de aquellos tiempos ni 
          con el temperamento de nuestro artista. Lo único que podríamos 
          asegurar es que Beethoven, como casi todos los hombres de gustos superiores 
          y cultivados, entendía que la vida amorosa incumbe solamente 
          a los interesados, siendo incompatible con una elemental buena educación 
          hablar acerca de ello con nadie. Sólo en una nota muy confidencial, 
          redactada en francés, nos asegura, con referencia a una dama 
          de la aristocracia vienesa, que le había concedido sus favores 
          antes de casarse con otro.
 
 Mal se habría avenido con el ideario panteísta de Beethoven, 
          siempre dispuesto a adorar al creador en las maravillas todas de la 
          Creación, el mostrarse ingrato y reacio precisamente en lo tocante 
          a este don de la divinidad. Sin embargo, ya en el quinto año 
          de su periodo de Viena, la sordera hace que el Centro de gravedad de 
          la vida del genio vaya desplazándose cada vez más resueltamente 
          de lo exterior a lo interior. Su mundo pasó a ser su cuarto de 
          trabajo, alternando a veces con la libre naturaleza, cuando no se trataba 
          de llevar al pentagrama las ideas, sino de seguir urdiendo las que le 
          bullían en la cabeza. Junto a la naturaleza, su mejor amiga era 
          su pequeña biblioteca. Beethoven amaba la lectura, para distraerse 
          o como estimulante, si bien sacaba casi toda su inspiración musical 
          de su propia y desbordante imaginación. A veces, como ya señalamos 
          en otro lugar, las lecturas de su edición de Shakespeare daban 
          como resultado maravillosas inspiraciones creadoras. De tres fragmentos 
          extraordinariamente expresivos en Re menor, el movimiento lento del 
          primer cuarteto de cuerda, está inspirado en la escena del cementerio 
          de Romeo y Julieta; el primero de la Sonata para piano, op. 
          31, núm. 2, en algunas escenas de La Tempestad. 
          Del largo de la Séptima Sonata en Re para piano dice el propio 
          Beethoven que describe el estado de espíritu de un melancólico, 
          en el que las ideas alegres pugnan en vano por desplazar a las tristes, 
          hundiéndose de nuevo, irremediablemente, en éstas.
 
 En cuanto a su figura, Beethoven era, en los primeros años de 
          Viena, un hombre más bien delgado, aunque de complexión 
          robusta, un poco bajo, la piel del rostro morena y picada de viruelas, 
          el cabello negro, muy espeso, e hirsuto. Su recio cuello era indicio 
          de fuerza física. En los años posteriores, su cuerpo propende 
          ligeramente a la corpulencia. La máscara de yeso tomada en vida 
          al músico a sus 42 años, por el escultor Klein, con su 
          expresión natural y los ojos cerrados y que no pocas veces pasa 
          por ser su mascarilla de muerto, es la imagen bajo la cual Beethoven 
          sigue viviendo, no idealizado, ante la posteridad.
 
 Sus movimientos tenían todavía, en los primeros años 
          de Viena, algo torpe y desmañado, que hacía que sus mejores 
          amigos temiesen, como ya hemos dicho, por la suerte de las cosas frágiles 
          que veían en sus manos.
 
 Demócrata por naturaleza, en el buen sentido, en el sentido tradicional 
          de la palabra, poseyó siempre el vivo sentimiento de la dignidad 
          humana. Guardaba a duras penas las formas devotas que el trato social 
          de la época imponía con respecto a los superiores, dando 
          a entender constantemente, así en su actitud como en su lenguaje 
          y en los giros de sus cartas, que no eran, para él, otra cosa 
          que eso, simples formas, fórmulas convencionales.
 
 A pesar de su gran sentido por todo lo que fuese broma y humorismo, 
          sabía ser también, llegado el caso, tanto de palabra como 
          por escrito, extraordinariamente rudo, si se creía herido en 
          sus legítimos sentimientos Hasta el año 1926, el mundo 
          musical creyó a pie juntillas en la realidad de aquel epíteto 
          de "los bueyes de Leipzig", empleado, según se creía, 
          por él con referencia a .los críticos de la "Leipziger 
          Allgemeine Musikalische Zeitung". Pero vino un conocedor de su 
          escritura que descifró por primera vez la carta y dio al traste 
          con la versión tradicional. Este sabio, el doctor Max Unger de 
          Leipzig, enterró de este modo, como a seres imaginarios o legendarios, 
          a los famosos "bueyes" críticos de Beethoven. Todo 
          se redujo a restituir a la intención original del autor de la 
          carta una abreviatura de aquéllas a que era tan aficionado. Pero, 
          incluso después de suprimida ésta, aún quedan bastantes 
          muestras documentales e irrefutables de la famosa y drástica 
          rudeza con que Beethoven gustaba, a veces, de expresarse.
 
 Beethoven actuaba como músico ejecutante, según 
          la costumbre muy en boga en la época, cuando se trataba de presentar 
          sus propias obras, al piano o desde la tarima del director de orquesta. 
          Sus obras de piano fueron estrenadas por él en las más 
          diversas salas del mundo musical de Viena. Resumiremos aquí, 
          cronológicamente ordenados, los datos que se refieren a toda 
          la época de Viena, ya que, a nuestro parecer, no son muy fáciles 
          de reunir. Los primeros tres Tríos para piano fueron presentados 
          personalmente por Beethoven como coejecutante en 1794, en los salones 
          del príncipe de Lobkowitz; en el estreno del Quinteto de viento, 
          en 1797, intervino personalmente él, en la sala de un proveedor 
          de la real casa llamado Jahn; los Tríos cuarto y quinto los estrenó 
          Beethoven en la casa de la condesa de Erdödy; el Trío de 
          clarinete, op.11, en el palacio del conde de Fries, y la Sonata 
          para corno, en 1800, en el Burgtheater; la Sonata a Kreutzer, en 1803, 
          en la sala del Augarten.
 
 Por lo que se refiere a los cinco Conciertos para piano, a los que hay 
          que añadir la Fantasía para orquesta y coro, debe tenerse 
          en cuenta que Beethoven los escribió con la intención 
          de estrenarlos apareciendo personalmente en público como ejecutante 
          de las partes de piano. Además, en aquel tiempo teníase 
          por muy esencial el acentuar la impresión causada al auditorio 
          mediante un interminable juego de escalas, arpegios, acordes, trinos, 
          etc., alternados, por lo general, con partes "cantabile". 
          Al atribuir Beethoven a éstas la profundidad y la ternura acostumbradas, 
          sobre todo en los temas lentos, ambas circunstancias debieron de contribuir 
          a que Beethoven se inclinase a evitar, en el tratamiento de los temas, 
          las crudezas de diseño y de sonido que se manifiestan, de vez 
          en cuando, en sus otras obras. En obras de esta clase, no había 
          que dejar nada a la adivinación de los oyentes, era necesario, 
          por decirlo así, mantener en pie el espíritu de éstos.
 
 El primero de los Conciertos para piano, en Do mayor, op. 15, 
          con su espléndido allegro, su magnífico y delicado 
          adagio en La bemol mayor y su caprichoso rondó, compuesto por 
          el maestro solamente dos días antes de su estreno, es una de 
          las obras de Beethoven en la que brillan ya en todo su esplendor los 
          valores de su música, aunque a veces se la desdeñe, sin 
          razón alguna, simplemente por su falta de soltura técnica. 
          Esta obra fue ejecutada por el autor en 1801.
 
 El segundo Concierto en Si bemol, menos importante que el anterior, 
          pero más animado aún, más lleno de vida y alegría 
          y cuyo completo fracaso al ser presentado al público es algo 
          verdaderamente inexplicable, fue estrenado por Beethoven en 1802, en 
          una "Academia" de la sociedad de artistas musicales, en la 
          escena del Burgtheater. El tercero, en Do menor, en que figura aquel 
          primer tema desbordante de ideas, lo presentó el autor en 1803, 
          en un teatro de Viena, donde estrenó también, en 1808, 
          la Fantasía coral, en la que podemos ver perfectamente la precursora 
          del coro final de la Novena Sinfonía.
 
 El cuarto Concierto fue ejecutado por el maestro en 1807, en una sesión 
          por abono celebrada en los salones del príncipe de Lobkowitz. 
          El allegro, con su comienzo elegiaco, así como el singular 
          tema lento, y el rítmico y chispeante final hacen de este Concierto 
          una de las más altas realizaciones de la música beethoveniana. 
          El quinto Concierto fue presentado al público por Friedrich Schneider, 
          en 1811, en la Gewandhaus (Casa de los Pañeros), de Leipzig. 
          Si, después de escuchar el cuarto Concierto en Sol, tiene uno 
          la sensación de que ya no es posible llegar a mas, al oír 
          el quinto, esta maravilla pianística en Mi bemol, comprendemos 
          que descuella por encima de todo, llevándose la corona de cuanto 
          ha sido escrito hasta hoy para piano y orquesta. No importa que los 
          tiempos posteriores hayan enriquecido de un modo extraordinario la abundancia 
          de figuras de los instrumentos solos; jamás, desde entonces, 
          habría de lograrse una impresión de conjunto como la que 
          causa este Concierto, en tres tiempos, al igual que los otros.
 
 No parece que llegara a ejecutarse en vida del autor el Concierto en 
          Re mayor, refundición del Concierto para violín op. 
          61. Y, en este caso, sí podemos decir que con razón. 
          En sus. tres tiempos, el allegro, olímpicamente sereno 
          y beatíficamente alegre; el largo, lleno de profunda ensoñación, 
          y el rondó final, ingrávido y como provisto de alas, esta 
          obra puede ser considerada como prueba de la profunda familiaridad creadora 
          de Beethoven con el espíritu del instrumento, de tal manera que 
          la trasposición de la voz del solista al piano no parece ser 
          más que una vana sombra de la versión original. La penúltima 
          vez que Beethoven apareció en público, en Viena, como 
          pianista, fue el 11 de abril de 1814, en la sala del "Emperador 
          romano" (Römischen Kaiser), donde ejecutó, acompañado 
          por Schuppanzigh y Linke, el nuevo gran Trío op. 97, repetido 
          por él poco después en una matinée del Prater.
 
 Por lo general, cuando tenía que actuar como director de orquesta 
          daba muestras de gran nerviosismo. La primera Sinfonía fue dirigida 
          por Beethoven en una "Academia" organizada por él mismo 
          ("Academias" era el nombre que por aquel entonces se daba, 
          generalmente, a los conciertos) y que se celebró en el Burgtheater 
          en 1800; la segunda, la dirigió en 1803, en el Teatro an der 
          Wien; la tercera, en 1805, en la casa del banquero Würth; la 
          cuarta, en marzo de 1807, en el palacio del príncipe de Lobkowitz; 
          la quinta y la sexta, juntas, en diciembre de 1808, en el Teatro 
          an der Wien, en un concierto que él mismo organizó; 
          la séptima, en 1813, en la sala de la Universidad, en una "Academia" 
          ofrecida por él y por Maelzel, en la que fue ejecutado también 
          su poema sinfónico "La batalla de Vitoria". Llevaba 
          las obras meticulosamente estudiadas, y ello hacía que su sordera 
          no causara ningún daño a la ejecución. Parece que 
          prestaba gran atención a los movimientos del arco del maestro 
          concertista Schuppanzigh, manteniéndose de este modo en contacto 
          con la ejecucion. En febrero de 1814, dirigió la octava Sinfonía 
          en la gran Redoutensaale (Sala de Disfraces). Finalmente, la 
          novena fue estrenada el 7 de mayo de 1824, en el Teatro de la puerta 
          Carintia (Kärnterheater), en concierto organizado por el 
          autor, el cual actuó simplemente como spiritu rector, 
          con Umlauf como director efectivo y Schuppanzigh como maestro concertista; 
          en este mismo concierto se tocaron también tres tiempos de la 
          Missa solemnis.
 
 Aparte de su arte y de los encantos del trato con las mujeres de la 
          buena sociedad, Beethoven amaba, sobre todo, el espectáculo de 
          la naturaleza. En invierno, recluido en su casa, quería disfrutar, 
          por lo menos, las bellezas del paisaje, y sabemos que, en una de las 
          viviendas que ocupó en la ciudad, hizo que se abriese una ventana 
          dominando las casas vecinas, para poder contemplar desde ella el campo. 
          Cambiaba con frecuencia de casa: llegó a ocupar 27 viviendas 
          distintas, 20 en la ciudad y 7 en los alrededores durante los veranos: 
          en Mödling, Baden, Heiligenstadt y Gneixendorf. Tratándose 
          de gente de oído normal, casi siempre son las molestias causadas 
          por los ruidos las que la mueven a cambiarse de casa, pero esta causa 
          no puede ser tomada en consideración, en el caso de Beethoven, 
          por su sordera. Es posible que interviniera en ello otro factor. Sabemos 
          que ya en los primeros años del periodo de Viena se sentía 
          el maestro atormentado, de vez en cuando, por cólicos muy agudos 
          y dolorosos. Algunos de estos cólicos se atenuaban al parecer 
          de un modo sorprendente por las condiciones de la vivienda, su temperatura, 
          aireación y otras circunstancias. Así parece confirmarlo 
          también el hecho de que, algunas veces, se nos hable de esta 
          clase de dolores, en relación con el trabajo asiduo e intensivo 
          para dar cima a una obra, con la consiguiente vida sedentaria.
 
 En los años de Viena, Beethoven, aparte de los músicos 
          jóvenes que más intervenían en la ejecución 
          de sus obras, tales como el violinista Schuppanzigh, con su cuarteto, 
          el director de orquesta Umlauf y otros, tuvo ocasión de conocer 
          y tratar a algunas de las más grandes personalidades de su tiempo. 
          A Joseph Haydn lo había conocido en Bonn, al volver el viejo 
          maestro de su viaje a Londres; en Viena, tomó de él algunas 
          lecciones, aunque es justo reconocer que no le ayudó gran cosa 
          en la corrección de sus trabajos. Iba, a veces, a estudiar a 
          casa de Schenk, el compositor del "Barbero de la aldea" (Dorfbarbier), 
          quien le perdió de vista por espacio de varios años, y 
          recibió también lecciones del excelente teórico 
          Albrechtsberger.
 
 Ya hemos dicho que había comenzado a recibir las enseñanzas 
          de Mozart, con motivo de su primera estancia en Viena, que Beethoven 
          hubo de interrumpir bruscamente por la enfermedad de su madre, y sabemos 
          que, en la primera visita que el joven maestro de Bonn, aún desconocido 
          por aquel entonces, hizo al maestro ya consagrado, causó la admiración 
          de éste por su improvisación en torno a un tema que le 
          dio. Al trasladarse Beethoven definitivamente a Viena, hacía 
          ya un año que Mozart había muerto.
 
 Beethoven mantuvo también ciertas relaciones con Czerny, sobrecargado 
          de trabajo, a quien debemos, entre otras cosas, una versión del 
          "Fidelio" para piano. De Franz Schubert sólo llegó 
          a ver, según parece, algunos cuadernos de notas, a pesar de que 
          los años de vida de este compositor coinciden exactamente en 
          el tiempo con la estancia de Beethoven en Viena. No recibió la 
          visita personal de Schubert, sino en su lecho de muerte. Pocos días 
          después, el gran compositor figuraba entre los encargados de 
          transportar el ataúd del maestro de Bonn. Beethoven apenas llegó, 
          por tanto, a conocer al héroe del único género 
          musical en que podía ser superado, que era el lied.
 
 Weber le precedió unos dos años en la muerte. Beethoven 
          tenía en alta estima su "Freischütz" habiendo 
          llegado a manifestar que al joven maestro le sería imposible 
          llegar a componer otra ópera de una fuerza ni siquiera aproximada 
          a la de aquélla. Al presentarse Weber en Viena para el estreno 
          de su "Euryanthe", Beethoven le saludó con un abrazo. 
          Cherubini, exaltado por la fama desde París, a pesar de la hostilidad 
          que contra él sentía Napoleón, permaneció 
          en Viena durante algunos meses, y los dos maestros se daban pruebas 
          de su mutua estimación, a pesar de que al director del Conservatorio 
          de París, meticulosamente correcto lo mismo en sus modales que 
          en su música, le resultaban un poco sensibles, a veces, las rudezas 
          de Beethoven. Rossini, a quien la revolución empujó de 
          Nápoles a Viena, cinco años antes de morir Beethoven, 
          le hizo una visita para testimoniarle su admiración. Beethoven 
          aún tuvo ocasión de oír en Viena al joven Liszt. 
          Y alcanzó, asimismo, a conocer los comienzos de la fama de Meyerbeer. 
          En el estreno, por la orquesta, de la "Batalla de Vitoria", 
          intervinieron en el manejo de los instrumentos de percusión, 
          como un homenaje a Beethoven, el magnífico pianista Hummel y 
          el joven Meyerbeer. Fue a éste, y no a Beethoven, a quien el 
          anciano Goethe recomendó como el más indicado para componer 
          la música del "Fausto".
 
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