En noviembre de 1792, a los 22 años de edad, llegó
a Viena Ludwig van Beethoven, provisto de excelentes cartas de recomendación
para los círculos de la alta nobleza de la capital de Austria.
Era éste, ante todo, un momento muy importante para la historia
en su conjunto harto triste de la posición social
de los músicos alemanes. Importante lo fue por el hecho de que
el músico recién llegado a Viena supo resistirse consecuente
y enérgicamente a todo intento de establecer una diferencia de
orden social entre su modesta persona, adornada tan sólo por
la partícula "van" heredada de sus antepasados flamencos,
y la empingorotada nobleza austriaca, ahogando en germen todas las tentativas
de ésta para desconocer los méritos de quien no era más
que un artista, condición que, en aquellos medios y en aquella
época, era mirada con bastante desdén.
Su valer, como el más genial pianista improvisador de su tiempo
y como sucesor de Mozart y Haydn, cualidad que muy pronto le fue reconocida,
no tropezó con grandes dificultades para imponerse, a pesar de
que su cultura, en conjunto, dejaba bastante que desear. Ya hemos dicho
más arriba que ni su escritura ni su ortografía llegaron
a ser nunca perfectas. Procuraba llenar como podía, a duras penas,
las grandes lagunas de su conocimiento del francés, considerado
como una lengua indispensable, en los medios de la aristocracia; sabemos,
por ejemplo, que poseía una Biblia bilingüe, en latín
y en francés, que le servía para apuntalar un poco sus
conocimientos en ambas lenguas. Llegó a conocer del latín
lo suficiente para entender bastante bien los textos eclesiásticos,
y entre sus libros se encontró también un misal romano.
Del italiano sabía lo que cualquier músico académico
de la época: lo suficiente para entender los términos
técnicos musicales y los libretos de ópera más
usuales. No olvidemos, además, que de sus años en Bonn
había pasado varios frente a su atril de violinista, en la orquesta
del teatro de la corte, acompañando la ejecuci6n de óperas
italianas y la actuación de cantantes alemanes
Por lo que respecta a su situación económica, Beethoven,
en Viena, contaba casi exclusivamente con lo que podía obtener
de sus trabajos como compositor, ya que las pensiones que la alta nobleza
de Bonn y la de Viena le habían ofrecido se quedaron casi todas
en promesas. Durante los primeros tiempos de su estancia en la capital
austriaca, siguió percibiendo su sueldo como organista de la
corte de Bonn; pero, desde el principio, de un modo irregular; por lo
demás, esta fuente de ingresos terminó para él
al disolverse el Gran Electorado de Colonia.
Más tarde para tocar este punto, al igual que otros, en
esta ojeada de conjunto sobre los años vieneses, como recibiera
en 1808 una invitación del rey Jerónimo de Westfalia para
ocupar la plaza de director de orquesta de su corte, en Cassel, con
un sueldo anual de 600 ducados, algunos miembros de la alta nobleza
de Viena empezaron a pasarle una pensión anual fija, con la obligación
de no abandonar aquella ciudad. Sin embargo, estos emolumentos no tardaron
en sufrir también una merma considerable como consecuencia de
las guerras napoleónicas y de otros trastornos y azares políticos;
de la devaluación de la moneda; de la muerte de algunos de sus
protectores y toda otra serie de circunstancias desfavorables que obligaron
a Beethoven, en algunos casos, a recurrir incluso a la vía judicial
para obtener lo que se le adeudaba. Los únicos emolumentos que
se le hicieron efectivos fueron los del archiduque Rodolfo. Una cosa
le sostenía, sin embargo, socialmente a flote: el no tener que
preocuparse, pese a todas estas circunstancias desfavorables, de la
necesidad de ganarse su pan cotidiano.
En los primeros tiempos, sólo vieron la luz, en Viena, algunas
de las variaciones escritas en Bonn sobre temas favoritos. Fue a partir
de 1795 cuando Beethoven empezó a editar sus obras provistas
del número correspondiente y que, en seguida, causaron sensación,
empezando por tres tríos para piano, op. 1; luego las
tres primeras sonatas para piano, y, a continuación, con breves
intervalos, el primer concierto para piano, la primera sinfonía
y los seis cuartetos para instrumentos de cuerda, op. 18, aparte
de los dúos para violín y violoncello. La verdadera perla
de los tríos de cuerda, género cultivado por Beethoven
en los días de Bonn, es la tan conocida serenata en Re, op.
8.
Desde el punto de vista de la técnica de composición es
bastante más difícil escribir con vida y plena sonoridad
para tres instrumentos que para cuatro. Esta obrita tiene una importancia
extraordinaria, considerada simplemente como alarde del talento inmenso,
puramente técnico, de un compositor de 27 años, sin hablar
de la impresión que la imaginación, la inventiva asombrosa
de su autor causa a quien la escucha. Beethoven se las arregla aquí
para escribir, a veces solamente con dos voces, de un modo tan perfecto,
que la tercera, cuando no guarda sus pausas, se entretiene en libres
imitaciones tejidas en torno al tema principal encerrado en las otras
dos. Ya la marcha inicial es una obra de arte consumado, en la que la
primera y la segunda parte, reprise y coda, aparecen construidas con
una verdadera plétora de variaciones, en un total de 34 compases.
Y, a pesar de esta extraordinaria movilidad armónica, produce
el efecto de una robusta unidad, pues todos los acordes guardan la más
estrecha relación con la tonalidad en Re mayor. En el quinto
compás encontramos, en este respecto, algo curiosamente original,
pues aparentemente se produce una modulación, pero de tal modo
que sólo al llegar al siguiente compás se revelan las
cuatro notas correspondientes como la consecuencia tonal del siguiente
pasaje en Re mayor, conforme el autor se lo proponía. Produce,
asimismo, un efecto extraordinariamente original la mezcla del ritmo
de marcha, agudamente punteado, con suaves tresillos. Claro está
que, para poder darse cuenta de esto, es necesario que escuchemos estos
pasajes, los más conocidos de todos, con la autosugestión
de oírlos por vez primera, como una novedad. Esta obra en siete
partes mantiene de un modo genial la unidad tonal, con excepción
de la deliciosa polonesa, en la cual el Fa mayor está preparado
de un modo natural por el Re menor del Adagio que la precede.
Y con la misma suavidad vemos que el anacrúsico de la frase siguiente,
tercera del acorde del Fa mayor, nos lleva de nuevo a la tonalidad fundamental
de Re.
El Quinteto para instrumentos de viento y piano, op. 16, se halla
influido por una composición semejante de Mozart, y domina la
forma con maestría, aunque sin llegar a su modelo en cuanto a
la profundidad armónica en el tiempo lento ni en cuanto a la
extrema ligereza del presto, no obstante, la obra gustó
por su riqueza melódica, por el brillante tratamiento técnico
de la parte de piano y por la belleza del efecto de conjunto. En el
Septeto, op. 20, para los cuatro instrumentos de cuerda, clarinete,
corno y fagot, consigue Beethoven, poco después de realizar sus
deseos y los de los oyentes en cuanto a lograr la más abigarrada
riqueza de vida en el contenido total y los colores instrumentales de
la música de cámara. Lo de que Beethoven tuvo el propósito
de destruir esta obra, no pasa de ser un cuento; sabía muy bien
que la obra en cuestión era, en realidad, un formidable éxito
conseguido.
Pronto empezaron a dar fruto también en lo económico los
éxitos de su portentosa capacidad de creación. Beethoven,
consciente de su propio valer y bastante hábil en el modo de
tratar a sus editores, consiguió que sus obras fuesen remuneradas,
sobre poco más o menos, con los honorarios correspondientes a
su valía. Su inventiva, fresca y lozana; su alegría y
su desbordante capacidad de trabajo, producían nuevas obras a
fin de satisfacer la demanda de los editores.
Beethoven no pudo llegar a aceptar nunca un puesto de director de orquesta,
por impedírselo la sordera de la que desde muy pronto empezó
a padecer. No le gustaba dar clases, y sólo se avenía
a ello cuando se creía en la obligación de hacerlo, como
ocurría en el caso de su protector, el archiduque Rodolfo de
Austria, más tarde obispo-príncipe de Olmutz. En los tiempos
de apogeo de su trato con los círculos de la alta sociedad, Beethoven
sostenía un caballo de montar y un criado para cuidarlo. Claro
está que el continuo brote de fantasía musical y de ideas
que aguardaban a ser llevadas al papel pautado, no podía avenirse,
a la larga, con las atenciones que el trato social requería y
pronto nuestro músico hubo de renunciar a su deporte hípico.
Beethoven era, en cuestiones de dinero, de una honorabilidad inatacable,
basada en principios, como lo demuestra la más severa investigación
de los documentos que se han conservado, aunque en algunas biografías
se señalen, desde este punto de vista, dudas que carecen de todo
fundamento. Por lo que a Schindler, su primer biógrafo, se refiere,
ha podido ponerse en claro que fue el despecho lo que le movió
a escribir acerca de las "especulaciones mercantilistas" de
Beethoven. (Desgraciadamente, la prueba estrictamente documental en
que podemos apoyarnos para desvirtuar esas imputaciones, recogidas con
ligereza por otros y extendidas hasta encontrar un eco cada vez mayor,
figura en una fuente mucho más recóndita que sus difamaciones:
en el cuaderno correspondiente a los meses de enero-marzo de 1915, de
una revista de Berlín titulada la Berliner Rundschau.)
En los casos en que se veía en la imposibilidad de cumplir los
encargos que había cobrado en todo o en parte por adelantado,
devolvía el dinero a los editores, con sus intereses correspondientes,
hasta el último centavo. Una monografía reciente bastante
difundida ha vuelto a poner en circulación, sin preocuparse de
comprobarlas, aquellas imputaciones, en gracia a cierta teoría
psicológica, al parecer, y dando más importancia al poder
de la palabra que a la fuerza de los hechos. Su autor, pese a la asombrosa
multiplicidad de su interés espiritual y de sus ideas sobre la
literatura musical, no parece haber captado muy certeramente el lado
mercantil, en la apreciación de aquellos hechos, lo cual le llevó;
tal vez de buena fe, a contribuir a la difusión de falsas concepciones.
No cabe duda de que Beethoven estaba obligado a proceder con cierta
sagacidad comercial, para que sus obras no se depreciasen en el mercado
más de lo debido. Desde que asumió la obligación
de velar por su sobrino Carlos y de asegurar su porvenir, empezó
a preocuparse cuidadosamente de los asuntos de dinero y de la inversión
rentable de lo que ganaba.
Pese a su meticuloso sentido de la justicia, o precisamente por tal
razón, Beethoven se vio, en una ocasión, enredado en dificultades
con la policía. En una nota dada a la publicidad con motivo de
la impresión de una de sus obras, ponía de manifiesto
la gran cantidad de erratas que afeaban esta edición no autorizada.
El juez le sugirió, en un escrito concebido en términos
extraordinariamente respetuosos, que revocase voluntariamente este punto
de su declaración, para no verse envuelto en un proceso, que
inevitablemente se fallaría en contra suya. Y Beethoven no tuvo
más remedio que refrendar personalmente este nuevo triunfo de
la letra sobre el espíritu del derecho.
Otra medida de prudencia en cuanto a los negocios adoptada por Beethoven
consistía en la cuidadosa selección de los nombres que
aparecen en la dedicatoria de sus obras, inscrita en la portada de ellas.
Sus relaciones sociales en Viena, facilitadas por las cartas de recomendación
que en Bonn le habían entregado sus amigos, incluían principalmente
a los amantes de la música que entonces abundaban y eran más
entusiastas que en tiempos posteriores entre los círculos de
la nobleza y la alta sociedad. Los nombres que figuran en las dedicatorias
de sus obras pertenecen, en la mayoría de los casos, a gentes
con quienes el autor mantenía trato personal. Mencionaremos,
entre otros, los príncipes de Lobkowitz, Carlos Lichnowski, Kinski,
Radziwill, Nikolai Borissowich, las princesas de Lichnowsk, Odescalchi,
Esterhazy, Lichtenstein, los condes de Waldstein (de Bonn), Browne,
Brunswick, Rasumowsky, el embajador ruso en Viena, Obersdorf, Lichnowski,
Fries, las condesas de Erdödy, Hatzfeld, Brunswick, Guicciardi,
Degen, Thun, Clary, los barones de Swieten, Gleichenstein, Pasqualati,
Stutterheim. En otras dedicatorias, leemos los nombres de la emperatriz
María Teresa (Septeto), del emperador Alejandro de Rusia (tres
Sonatas para violín), de los reyes Federico Guillermo II y III
de Prusia (Sonatas para cello), del rey Maximiliano José de Baviera
(Fantasía coral), del archiduque Rodolfo de Austria (Missa
solemnis, Trío op. 97, Sonata para piano, etcétera).
Beethoven era, como fácilmente se comprende, el niño mimado
de una serie de damas de la aristocracia, ávidas de disfrutar
el goce de sus improvisaciones al piano y la riqueza de sus obras. En
diferentes tiempos sintió inclinaciones más o menos serias,
y correspondidas en los más diversos grados, por Teresa de Brunswick,
Amala Seebald, la condesa Giulia Guicciardi, Teresa Malfatti, sobrina
de su médico, y muchas más. Beethoven sabía apreciar
y disfrutar con toda su alma la gracia femenina allá donde la
encontraba, pero él mismo nos dice que la ulterior conducta de
cada muchacha a quienes en un tiempo ambicionó por esposas le
hacía sentirse feliz de no haberlas conseguido. Mucho se ha comentado
una explosión de prosa lírica dedicada "a mi inmortal
bienamada", cuya destinataria no ha sido posible identificar, suponiendo
que realmente estuviese destinada a algún ser vivo. Por otra
parte, aun en el mejor de los casos, la revelación del nombre
en nada habría contribuido a la alteración, por lo demás
innecesaria, del misterio que envuelve todo este asunto.
La piadosa leyenda presenta a Beethoven como alejado, ya por aquel entonces,
de todo contacto físico con el otro sexo. Algunos biógrafos
aseguran, como un hecho comprobado, que el genio llevaba una vida de
"asceta". Sin embargo, esto no se halla muy en armonía
ni con las costumbres de la sociedad vienesa de aquellos tiempos ni
con el temperamento de nuestro artista. Lo único que podríamos
asegurar es que Beethoven, como casi todos los hombres de gustos superiores
y cultivados, entendía que la vida amorosa incumbe solamente
a los interesados, siendo incompatible con una elemental buena educación
hablar acerca de ello con nadie. Sólo en una nota muy confidencial,
redactada en francés, nos asegura, con referencia a una dama
de la aristocracia vienesa, que le había concedido sus favores
antes de casarse con otro.
Mal se habría avenido con el ideario panteísta de Beethoven,
siempre dispuesto a adorar al creador en las maravillas todas de la
Creación, el mostrarse ingrato y reacio precisamente en lo tocante
a este don de la divinidad. Sin embargo, ya en el quinto año
de su periodo de Viena, la sordera hace que el Centro de gravedad de
la vida del genio vaya desplazándose cada vez más resueltamente
de lo exterior a lo interior. Su mundo pasó a ser su cuarto de
trabajo, alternando a veces con la libre naturaleza, cuando no se trataba
de llevar al pentagrama las ideas, sino de seguir urdiendo las que le
bullían en la cabeza. Junto a la naturaleza, su mejor amiga era
su pequeña biblioteca. Beethoven amaba la lectura, para distraerse
o como estimulante, si bien sacaba casi toda su inspiración musical
de su propia y desbordante imaginación. A veces, como ya señalamos
en otro lugar, las lecturas de su edición de Shakespeare daban
como resultado maravillosas inspiraciones creadoras. De tres fragmentos
extraordinariamente expresivos en Re menor, el movimiento lento del
primer cuarteto de cuerda, está inspirado en la escena del cementerio
de Romeo y Julieta; el primero de la Sonata para piano, op.
31, núm. 2, en algunas escenas de La Tempestad.
Del largo de la Séptima Sonata en Re para piano dice el propio
Beethoven que describe el estado de espíritu de un melancólico,
en el que las ideas alegres pugnan en vano por desplazar a las tristes,
hundiéndose de nuevo, irremediablemente, en éstas.
En cuanto a su figura, Beethoven era, en los primeros años de
Viena, un hombre más bien delgado, aunque de complexión
robusta, un poco bajo, la piel del rostro morena y picada de viruelas,
el cabello negro, muy espeso, e hirsuto. Su recio cuello era indicio
de fuerza física. En los años posteriores, su cuerpo propende
ligeramente a la corpulencia. La máscara de yeso tomada en vida
al músico a sus 42 años, por el escultor Klein, con su
expresión natural y los ojos cerrados y que no pocas veces pasa
por ser su mascarilla de muerto, es la imagen bajo la cual Beethoven
sigue viviendo, no idealizado, ante la posteridad.
Sus movimientos tenían todavía, en los primeros años
de Viena, algo torpe y desmañado, que hacía que sus mejores
amigos temiesen, como ya hemos dicho, por la suerte de las cosas frágiles
que veían en sus manos.
Demócrata por naturaleza, en el buen sentido, en el sentido tradicional
de la palabra, poseyó siempre el vivo sentimiento de la dignidad
humana. Guardaba a duras penas las formas devotas que el trato social
de la época imponía con respecto a los superiores, dando
a entender constantemente, así en su actitud como en su lenguaje
y en los giros de sus cartas, que no eran, para él, otra cosa
que eso, simples formas, fórmulas convencionales.
A pesar de su gran sentido por todo lo que fuese broma y humorismo,
sabía ser también, llegado el caso, tanto de palabra como
por escrito, extraordinariamente rudo, si se creía herido en
sus legítimos sentimientos Hasta el año 1926, el mundo
musical creyó a pie juntillas en la realidad de aquel epíteto
de "los bueyes de Leipzig", empleado, según se creía,
por él con referencia a .los críticos de la "Leipziger
Allgemeine Musikalische Zeitung". Pero vino un conocedor de su
escritura que descifró por primera vez la carta y dio al traste
con la versión tradicional. Este sabio, el doctor Max Unger de
Leipzig, enterró de este modo, como a seres imaginarios o legendarios,
a los famosos "bueyes" críticos de Beethoven. Todo
se redujo a restituir a la intención original del autor de la
carta una abreviatura de aquéllas a que era tan aficionado. Pero,
incluso después de suprimida ésta, aún quedan bastantes
muestras documentales e irrefutables de la famosa y drástica
rudeza con que Beethoven gustaba, a veces, de expresarse.
Beethoven actuaba como músico ejecutante, según
la costumbre muy en boga en la época, cuando se trataba de presentar
sus propias obras, al piano o desde la tarima del director de orquesta.
Sus obras de piano fueron estrenadas por él en las más
diversas salas del mundo musical de Viena. Resumiremos aquí,
cronológicamente ordenados, los datos que se refieren a toda
la época de Viena, ya que, a nuestro parecer, no son muy fáciles
de reunir. Los primeros tres Tríos para piano fueron presentados
personalmente por Beethoven como coejecutante en 1794, en los salones
del príncipe de Lobkowitz; en el estreno del Quinteto de viento,
en 1797, intervino personalmente él, en la sala de un proveedor
de la real casa llamado Jahn; los Tríos cuarto y quinto los estrenó
Beethoven en la casa de la condesa de Erdödy; el Trío de
clarinete, op.11, en el palacio del conde de Fries, y la Sonata
para corno, en 1800, en el Burgtheater; la Sonata a Kreutzer, en 1803,
en la sala del Augarten.
Por lo que se refiere a los cinco Conciertos para piano, a los que hay
que añadir la Fantasía para orquesta y coro, debe tenerse
en cuenta que Beethoven los escribió con la intención
de estrenarlos apareciendo personalmente en público como ejecutante
de las partes de piano. Además, en aquel tiempo teníase
por muy esencial el acentuar la impresión causada al auditorio
mediante un interminable juego de escalas, arpegios, acordes, trinos,
etc., alternados, por lo general, con partes "cantabile".
Al atribuir Beethoven a éstas la profundidad y la ternura acostumbradas,
sobre todo en los temas lentos, ambas circunstancias debieron de contribuir
a que Beethoven se inclinase a evitar, en el tratamiento de los temas,
las crudezas de diseño y de sonido que se manifiestan, de vez
en cuando, en sus otras obras. En obras de esta clase, no había
que dejar nada a la adivinación de los oyentes, era necesario,
por decirlo así, mantener en pie el espíritu de éstos.
El primero de los Conciertos para piano, en Do mayor, op. 15,
con su espléndido allegro, su magnífico y delicado
adagio en La bemol mayor y su caprichoso rondó, compuesto por
el maestro solamente dos días antes de su estreno, es una de
las obras de Beethoven en la que brillan ya en todo su esplendor los
valores de su música, aunque a veces se la desdeñe, sin
razón alguna, simplemente por su falta de soltura técnica.
Esta obra fue ejecutada por el autor en 1801.
El segundo Concierto en Si bemol, menos importante que el anterior,
pero más animado aún, más lleno de vida y alegría
y cuyo completo fracaso al ser presentado al público es algo
verdaderamente inexplicable, fue estrenado por Beethoven en 1802, en
una "Academia" de la sociedad de artistas musicales, en la
escena del Burgtheater. El tercero, en Do menor, en que figura aquel
primer tema desbordante de ideas, lo presentó el autor en 1803,
en un teatro de Viena, donde estrenó también, en 1808,
la Fantasía coral, en la que podemos ver perfectamente la precursora
del coro final de la Novena Sinfonía.
El cuarto Concierto fue ejecutado por el maestro en 1807, en una sesión
por abono celebrada en los salones del príncipe de Lobkowitz.
El allegro, con su comienzo elegiaco, así como el singular
tema lento, y el rítmico y chispeante final hacen de este Concierto
una de las más altas realizaciones de la música beethoveniana.
El quinto Concierto fue presentado al público por Friedrich Schneider,
en 1811, en la Gewandhaus (Casa de los Pañeros), de Leipzig.
Si, después de escuchar el cuarto Concierto en Sol, tiene uno
la sensación de que ya no es posible llegar a mas, al oír
el quinto, esta maravilla pianística en Mi bemol, comprendemos
que descuella por encima de todo, llevándose la corona de cuanto
ha sido escrito hasta hoy para piano y orquesta. No importa que los
tiempos posteriores hayan enriquecido de un modo extraordinario la abundancia
de figuras de los instrumentos solos; jamás, desde entonces,
habría de lograrse una impresión de conjunto como la que
causa este Concierto, en tres tiempos, al igual que los otros.
No parece que llegara a ejecutarse en vida del autor el Concierto en
Re mayor, refundición del Concierto para violín op.
61. Y, en este caso, sí podemos decir que con razón.
En sus. tres tiempos, el allegro, olímpicamente sereno
y beatíficamente alegre; el largo, lleno de profunda ensoñación,
y el rondó final, ingrávido y como provisto de alas, esta
obra puede ser considerada como prueba de la profunda familiaridad creadora
de Beethoven con el espíritu del instrumento, de tal manera que
la trasposición de la voz del solista al piano no parece ser
más que una vana sombra de la versión original. La penúltima
vez que Beethoven apareció en público, en Viena, como
pianista, fue el 11 de abril de 1814, en la sala del "Emperador
romano" (Römischen Kaiser), donde ejecutó, acompañado
por Schuppanzigh y Linke, el nuevo gran Trío op. 97, repetido
por él poco después en una matinée del Prater.
Por lo general, cuando tenía que actuar como director de orquesta
daba muestras de gran nerviosismo. La primera Sinfonía fue dirigida
por Beethoven en una "Academia" organizada por él mismo
("Academias" era el nombre que por aquel entonces se daba,
generalmente, a los conciertos) y que se celebró en el Burgtheater
en 1800; la segunda, la dirigió en 1803, en el Teatro an der
Wien; la tercera, en 1805, en la casa del banquero Würth; la
cuarta, en marzo de 1807, en el palacio del príncipe de Lobkowitz;
la quinta y la sexta, juntas, en diciembre de 1808, en el Teatro
an der Wien, en un concierto que él mismo organizó;
la séptima, en 1813, en la sala de la Universidad, en una "Academia"
ofrecida por él y por Maelzel, en la que fue ejecutado también
su poema sinfónico "La batalla de Vitoria". Llevaba
las obras meticulosamente estudiadas, y ello hacía que su sordera
no causara ningún daño a la ejecución. Parece que
prestaba gran atención a los movimientos del arco del maestro
concertista Schuppanzigh, manteniéndose de este modo en contacto
con la ejecucion. En febrero de 1814, dirigió la octava Sinfonía
en la gran Redoutensaale (Sala de Disfraces). Finalmente, la
novena fue estrenada el 7 de mayo de 1824, en el Teatro de la puerta
Carintia (Kärnterheater), en concierto organizado por el
autor, el cual actuó simplemente como spiritu rector,
con Umlauf como director efectivo y Schuppanzigh como maestro concertista;
en este mismo concierto se tocaron también tres tiempos de la
Missa solemnis.
Aparte de su arte y de los encantos del trato con las mujeres de la
buena sociedad, Beethoven amaba, sobre todo, el espectáculo de
la naturaleza. En invierno, recluido en su casa, quería disfrutar,
por lo menos, las bellezas del paisaje, y sabemos que, en una de las
viviendas que ocupó en la ciudad, hizo que se abriese una ventana
dominando las casas vecinas, para poder contemplar desde ella el campo.
Cambiaba con frecuencia de casa: llegó a ocupar 27 viviendas
distintas, 20 en la ciudad y 7 en los alrededores durante los veranos:
en Mödling, Baden, Heiligenstadt y Gneixendorf. Tratándose
de gente de oído normal, casi siempre son las molestias causadas
por los ruidos las que la mueven a cambiarse de casa, pero esta causa
no puede ser tomada en consideración, en el caso de Beethoven,
por su sordera. Es posible que interviniera en ello otro factor. Sabemos
que ya en los primeros años del periodo de Viena se sentía
el maestro atormentado, de vez en cuando, por cólicos muy agudos
y dolorosos. Algunos de estos cólicos se atenuaban al parecer
de un modo sorprendente por las condiciones de la vivienda, su temperatura,
aireación y otras circunstancias. Así parece confirmarlo
también el hecho de que, algunas veces, se nos hable de esta
clase de dolores, en relación con el trabajo asiduo e intensivo
para dar cima a una obra, con la consiguiente vida sedentaria.
En los años de Viena, Beethoven, aparte de los músicos
jóvenes que más intervenían en la ejecución
de sus obras, tales como el violinista Schuppanzigh, con su cuarteto,
el director de orquesta Umlauf y otros, tuvo ocasión de conocer
y tratar a algunas de las más grandes personalidades de su tiempo.
A Joseph Haydn lo había conocido en Bonn, al volver el viejo
maestro de su viaje a Londres; en Viena, tomó de él algunas
lecciones, aunque es justo reconocer que no le ayudó gran cosa
en la corrección de sus trabajos. Iba, a veces, a estudiar a
casa de Schenk, el compositor del "Barbero de la aldea" (Dorfbarbier),
quien le perdió de vista por espacio de varios años, y
recibió también lecciones del excelente teórico
Albrechtsberger.
Ya hemos dicho que había comenzado a recibir las enseñanzas
de Mozart, con motivo de su primera estancia en Viena, que Beethoven
hubo de interrumpir bruscamente por la enfermedad de su madre, y sabemos
que, en la primera visita que el joven maestro de Bonn, aún desconocido
por aquel entonces, hizo al maestro ya consagrado, causó la admiración
de éste por su improvisación en torno a un tema que le
dio. Al trasladarse Beethoven definitivamente a Viena, hacía
ya un año que Mozart había muerto.
Beethoven mantuvo también ciertas relaciones con Czerny, sobrecargado
de trabajo, a quien debemos, entre otras cosas, una versión del
"Fidelio" para piano. De Franz Schubert sólo llegó
a ver, según parece, algunos cuadernos de notas, a pesar de que
los años de vida de este compositor coinciden exactamente en
el tiempo con la estancia de Beethoven en Viena. No recibió la
visita personal de Schubert, sino en su lecho de muerte. Pocos días
después, el gran compositor figuraba entre los encargados de
transportar el ataúd del maestro de Bonn. Beethoven apenas llegó,
por tanto, a conocer al héroe del único género
musical en que podía ser superado, que era el lied.
Weber le precedió unos dos años en la muerte. Beethoven
tenía en alta estima su "Freischütz" habiendo
llegado a manifestar que al joven maestro le sería imposible
llegar a componer otra ópera de una fuerza ni siquiera aproximada
a la de aquélla. Al presentarse Weber en Viena para el estreno
de su "Euryanthe", Beethoven le saludó con un abrazo.
Cherubini, exaltado por la fama desde París, a pesar de la hostilidad
que contra él sentía Napoleón, permaneció
en Viena durante algunos meses, y los dos maestros se daban pruebas
de su mutua estimación, a pesar de que al director del Conservatorio
de París, meticulosamente correcto lo mismo en sus modales que
en su música, le resultaban un poco sensibles, a veces, las rudezas
de Beethoven. Rossini, a quien la revolución empujó de
Nápoles a Viena, cinco años antes de morir Beethoven,
le hizo una visita para testimoniarle su admiración. Beethoven
aún tuvo ocasión de oír en Viena al joven Liszt.
Y alcanzó, asimismo, a conocer los comienzos de la fama de Meyerbeer.
En el estreno, por la orquesta, de la "Batalla de Vitoria",
intervinieron en el manejo de los instrumentos de percusión,
como un homenaje a Beethoven, el magnífico pianista Hummel y
el joven Meyerbeer. Fue a éste, y no a Beethoven, a quien el
anciano Goethe recomendó como el más indicado para componer
la música del "Fausto".
|