COMIENZOS PROMETEDORES, EN VIENA

En noviembre de 1792, a los 22 años de edad, llegó a Viena Ludwig van Beethoven, provisto de excelentes cartas de recomendación para los círculos de la alta nobleza de la capital de Austria. Era éste, ante todo, un momento muy importante para la historia —en su conjunto harto triste— de la posición social de los músicos alemanes. Importante lo fue por el hecho de que el músico recién llegado a Viena supo resistirse consecuente y enérgicamente a todo intento de establecer una diferencia de orden social entre su modesta persona, adornada tan sólo por la partícula "van" heredada de sus antepasados flamencos, y la empingorotada nobleza austriaca, ahogando en germen todas las tentativas de ésta para desconocer los méritos de quien no era más que un artista, condición que, en aquellos medios y en aquella época, era mirada con bastante desdén.

Su valer, como el más genial pianista improvisador de su tiempo y como sucesor de Mozart y Haydn, cualidad que muy pronto le fue reconocida, no tropezó con grandes dificultades para imponerse, a pesar de que su cultura, en conjunto, dejaba bastante que desear. Ya hemos dicho más arriba que ni su escritura ni su ortografía llegaron a ser nunca perfectas. Procuraba llenar como podía, a duras penas, las grandes lagunas de su conocimiento del francés, considerado como una lengua indispensable, en los medios de la aristocracia; sabemos, por ejemplo, que poseía una Biblia bilingüe, en latín y en francés, que le servía para apuntalar un poco sus conocimientos en ambas lenguas. Llegó a conocer del latín lo suficiente para entender bastante bien los textos eclesiásticos, y entre sus libros se encontró también un misal romano. Del italiano sabía lo que cualquier músico académico de la época: lo suficiente para entender los términos técnicos musicales y los libretos de ópera más usuales. No olvidemos, además, que de sus años en Bonn había pasado varios frente a su atril de violinista, en la orquesta del teatro de la corte, acompañando la ejecuci6n de óperas italianas y la actuación de cantantes alemanes

Por lo que respecta a su situación económica, Beethoven, en Viena, contaba casi exclusivamente con lo que podía obtener de sus trabajos como compositor, ya que las pensiones que la alta nobleza de Bonn y la de Viena le habían ofrecido se quedaron casi todas en promesas. Durante los primeros tiempos de su estancia en la capital austriaca, siguió percibiendo su sueldo como organista de la corte de Bonn; pero, desde el principio, de un modo irregular; por lo demás, esta fuente de ingresos terminó para él al disolverse el Gran Electorado de Colonia.

Más tarde —para tocar este punto, al igual que otros, en esta ojeada de conjunto sobre los años vieneses—, como recibiera en 1808 una invitación del rey Jerónimo de Westfalia para ocupar la plaza de director de orquesta de su corte, en Cassel, con un sueldo anual de 600 ducados, algunos miembros de la alta nobleza de Viena empezaron a pasarle una pensión anual fija, con la obligación de no abandonar aquella ciudad. Sin embargo, estos emolumentos no tardaron en sufrir también una merma considerable como consecuencia de las guerras napoleónicas y de otros trastornos y azares políticos; de la devaluación de la moneda; de la muerte de algunos de sus protectores y toda otra serie de circunstancias desfavorables que obligaron a Beethoven, en algunos casos, a recurrir incluso a la vía judicial para obtener lo que se le adeudaba. Los únicos emolumentos que se le hicieron efectivos fueron los del archiduque Rodolfo. Una cosa le sostenía, sin embargo, socialmente a flote: el no tener que preocuparse, pese a todas estas circunstancias desfavorables, de la necesidad de ganarse su pan cotidiano.

En los primeros tiempos, sólo vieron la luz, en Viena, algunas de las variaciones escritas en Bonn sobre temas favoritos. Fue a partir de 1795 cuando Beethoven empezó a editar sus obras provistas del número correspondiente y que, en seguida, causaron sensación, empezando por tres tríos para piano, op. 1; luego las tres primeras sonatas para piano, y, a continuación, con breves intervalos, el primer concierto para piano, la primera sinfonía y los seis cuartetos para instrumentos de cuerda, op. 18, aparte de los dúos para violín y violoncello. La verdadera perla de los tríos de cuerda, género cultivado por Beethoven en los días de Bonn, es la tan conocida serenata en Re, op. 8.

Desde el punto de vista de la técnica de composición es bastante más difícil escribir con vida y plena sonoridad para tres instrumentos que para cuatro. Esta obrita tiene una importancia extraordinaria, considerada simplemente como alarde del talento inmenso, puramente técnico, de un compositor de 27 años, sin hablar de la impresión que la imaginación, la inventiva asombrosa de su autor causa a quien la escucha. Beethoven se las arregla aquí para escribir, a veces solamente con dos voces, de un modo tan perfecto, que la tercera, cuando no guarda sus pausas, se entretiene en libres imitaciones tejidas en torno al tema principal encerrado en las otras dos. Ya la marcha inicial es una obra de arte consumado, en la que la primera y la segunda parte, reprise y coda, aparecen construidas con una verdadera plétora de variaciones, en un total de 34 compases. Y, a pesar de esta extraordinaria movilidad armónica, produce el efecto de una robusta unidad, pues todos los acordes guardan la más estrecha relación con la tonalidad en Re mayor. En el quinto compás encontramos, en este respecto, algo curiosamente original, pues aparentemente se produce una modulación, pero de tal modo que sólo al llegar al siguiente compás se revelan las cuatro notas correspondientes como la consecuencia tonal del siguiente pasaje en Re mayor, conforme el autor se lo proponía. Produce, asimismo, un efecto extraordinariamente original la mezcla del ritmo de marcha, agudamente punteado, con suaves tresillos. Claro está que, para poder darse cuenta de esto, es necesario que escuchemos estos pasajes, los más conocidos de todos, con la autosugestión de oírlos por vez primera, como una novedad. Esta obra en siete partes mantiene de un modo genial la unidad tonal, con excepción de la deliciosa polonesa, en la cual el Fa mayor está preparado de un modo natural por el Re menor del Adagio que la precede. Y con la misma suavidad vemos que el anacrúsico de la frase siguiente, tercera del acorde del Fa mayor, nos lleva de nuevo a la tonalidad fundamental de Re.

El Quinteto para instrumentos de viento y piano, op. 16, se halla influido por una composición semejante de Mozart, y domina la forma con maestría, aunque sin llegar a su modelo en cuanto a la profundidad armónica en el tiempo lento ni en cuanto a la extrema ligereza del presto, no obstante, la obra gustó por su riqueza melódica, por el brillante tratamiento técnico de la parte de piano y por la belleza del efecto de conjunto. En el Septeto, op. 20, para los cuatro instrumentos de cuerda, clarinete, corno y fagot, consigue Beethoven, poco después de realizar sus deseos y los de los oyentes en cuanto a lograr la más abigarrada riqueza de vida en el contenido total y los colores instrumentales de la música de cámara. Lo de que Beethoven tuvo el propósito de destruir esta obra, no pasa de ser un cuento; sabía muy bien que la obra en cuestión era, en realidad, un formidable éxito conseguido.

Pronto empezaron a dar fruto también en lo económico los éxitos de su portentosa capacidad de creación. Beethoven, consciente de su propio valer y bastante hábil en el modo de tratar a sus editores, consiguió que sus obras fuesen remuneradas, sobre poco más o menos, con los honorarios correspondientes a su valía. Su inventiva, fresca y lozana; su alegría y su desbordante capacidad de trabajo, producían nuevas obras a fin de satisfacer la demanda de los editores.

Beethoven no pudo llegar a aceptar nunca un puesto de director de orquesta, por impedírselo la sordera de la que desde muy pronto empezó a padecer. No le gustaba dar clases, y sólo se avenía a ello cuando se creía en la obligación de hacerlo, como ocurría en el caso de su protector, el archiduque Rodolfo de Austria, más tarde obispo-príncipe de Olmutz. En los tiempos de apogeo de su trato con los círculos de la alta sociedad, Beethoven sostenía un caballo de montar y un criado para cuidarlo. Claro está que el continuo brote de fantasía musical y de ideas que aguardaban a ser llevadas al papel pautado, no podía avenirse, a la larga, con las atenciones que el trato social requería y pronto nuestro músico hubo de renunciar a su deporte hípico.

Beethoven era, en cuestiones de dinero, de una honorabilidad inatacable, basada en principios, como lo demuestra la más severa investigación de los documentos que se han conservado, aunque en algunas biografías se señalen, desde este punto de vista, dudas que carecen de todo fundamento. Por lo que a Schindler, su primer biógrafo, se refiere, ha podido ponerse en claro que fue el despecho lo que le movió a escribir acerca de las "especulaciones mercantilistas" de Beethoven. (Desgraciadamente, la prueba estrictamente documental en que podemos apoyarnos para desvirtuar esas imputaciones, recogidas con ligereza por otros y extendidas hasta encontrar un eco cada vez mayor, figura en una fuente mucho más recóndita que sus difamaciones: en el cuaderno correspondiente a los meses de enero-marzo de 1915, de una revista de Berlín titulada la Berliner Rundschau.)

En los casos en que se veía en la imposibilidad de cumplir los encargos que había cobrado en todo o en parte por adelantado, devolvía el dinero a los editores, con sus intereses correspondientes, hasta el último centavo. Una monografía reciente bastante difundida ha vuelto a poner en circulación, sin preocuparse de comprobarlas, aquellas imputaciones, en gracia a cierta teoría psicológica, al parecer, y dando más importancia al poder de la palabra que a la fuerza de los hechos. Su autor, pese a la asombrosa multiplicidad de su interés espiritual y de sus ideas sobre la literatura musical, no parece haber captado muy certeramente el lado mercantil, en la apreciación de aquellos hechos, lo cual le llevó; tal vez de buena fe, a contribuir a la difusión de falsas concepciones. No cabe duda de que Beethoven estaba obligado a proceder con cierta sagacidad comercial, para que sus obras no se depreciasen en el mercado más de lo debido. Desde que asumió la obligación de velar por su sobrino Carlos y de asegurar su porvenir, empezó a preocuparse cuidadosamente de los asuntos de dinero y de la inversión rentable de lo que ganaba.

Pese a su meticuloso sentido de la justicia, o precisamente por tal razón, Beethoven se vio, en una ocasión, enredado en dificultades con la policía. En una nota dada a la publicidad con motivo de la impresión de una de sus obras, ponía de manifiesto la gran cantidad de erratas que afeaban esta edición no autorizada. El juez le sugirió, en un escrito concebido en términos extraordinariamente respetuosos, que revocase voluntariamente este punto de su declaración, para no verse envuelto en un proceso, que inevitablemente se fallaría en contra suya. Y Beethoven no tuvo más remedio que refrendar personalmente este nuevo triunfo de la letra sobre el espíritu del derecho.

Otra medida de prudencia en cuanto a los negocios adoptada por Beethoven consistía en la cuidadosa selección de los nombres que aparecen en la dedicatoria de sus obras, inscrita en la portada de ellas. Sus relaciones sociales en Viena, facilitadas por las cartas de recomendación que en Bonn le habían entregado sus amigos, incluían principalmente a los amantes de la música que entonces abundaban y eran más entusiastas que en tiempos posteriores entre los círculos de la nobleza y la alta sociedad. Los nombres que figuran en las dedicatorias de sus obras pertenecen, en la mayoría de los casos, a gentes con quienes el autor mantenía trato personal. Mencionaremos, entre otros, los príncipes de Lobkowitz, Carlos Lichnowski, Kinski, Radziwill, Nikolai Borissowich, las princesas de Lichnowsk, Odescalchi, Esterhazy, Lichtenstein, los condes de Waldstein (de Bonn), Browne, Brunswick, Rasumowsky, el embajador ruso en Viena, Obersdorf, Lichnowski, Fries, las condesas de Erdödy, Hatzfeld, Brunswick, Guicciardi, Degen, Thun, Clary, los barones de Swieten, Gleichenstein, Pasqualati, Stutterheim. En otras dedicatorias, leemos los nombres de la emperatriz María Teresa (Septeto), del emperador Alejandro de Rusia (tres Sonatas para violín), de los reyes Federico Guillermo II y III de Prusia (Sonatas para cello), del rey Maximiliano José de Baviera (Fantasía coral), del archiduque Rodolfo de Austria (Missa solemnis, Trío op. 97, Sonata para piano, etcétera).

Beethoven era, como fácilmente se comprende, el niño mimado de una serie de damas de la aristocracia, ávidas de disfrutar el goce de sus improvisaciones al piano y la riqueza de sus obras. En diferentes tiempos sintió inclinaciones más o menos serias, y correspondidas en los más diversos grados, por Teresa de Brunswick, Amala Seebald, la condesa Giulia Guicciardi, Teresa Malfatti, sobrina de su médico, y muchas más. Beethoven sabía apreciar y disfrutar con toda su alma la gracia femenina allá donde la encontraba, pero él mismo nos dice que la ulterior conducta de cada muchacha a quienes en un tiempo ambicionó por esposas le hacía sentirse feliz de no haberlas conseguido. Mucho se ha comentado una explosión de prosa lírica dedicada "a mi inmortal bienamada", cuya destinataria no ha sido posible identificar, suponiendo que realmente estuviese destinada a algún ser vivo. Por otra parte, aun en el mejor de los casos, la revelación del nombre en nada habría contribuido a la alteración, por lo demás innecesaria, del misterio que envuelve todo este asunto.

La piadosa leyenda presenta a Beethoven como alejado, ya por aquel entonces, de todo contacto físico con el otro sexo. Algunos biógrafos aseguran, como un hecho comprobado, que el genio llevaba una vida de "asceta". Sin embargo, esto no se halla muy en armonía ni con las costumbres de la sociedad vienesa de aquellos tiempos ni con el temperamento de nuestro artista. Lo único que podríamos asegurar es que Beethoven, como casi todos los hombres de gustos superiores y cultivados, entendía que la vida amorosa incumbe solamente a los interesados, siendo incompatible con una elemental buena educación hablar acerca de ello con nadie. Sólo en una nota muy confidencial, redactada en francés, nos asegura, con referencia a una dama de la aristocracia vienesa, que le había concedido sus favores antes de casarse con otro.

Mal se habría avenido con el ideario panteísta de Beethoven, siempre dispuesto a adorar al creador en las maravillas todas de la Creación, el mostrarse ingrato y reacio precisamente en lo tocante a este don de la divinidad. Sin embargo, ya en el quinto año de su periodo de Viena, la sordera hace que el Centro de gravedad de la vida del genio vaya desplazándose cada vez más resueltamente de lo exterior a lo interior. Su mundo pasó a ser su cuarto de trabajo, alternando a veces con la libre naturaleza, cuando no se trataba de llevar al pentagrama las ideas, sino de seguir urdiendo las que le bullían en la cabeza. Junto a la naturaleza, su mejor amiga era su pequeña biblioteca. Beethoven amaba la lectura, para distraerse o como estimulante, si bien sacaba casi toda su inspiración musical de su propia y desbordante imaginación. A veces, como ya señalamos en otro lugar, las lecturas de su edición de Shakespeare daban como resultado maravillosas inspiraciones creadoras. De tres fragmentos extraordinariamente expresivos en Re menor, el movimiento lento del primer cuarteto de cuerda, está inspirado en la escena del cementerio de Romeo y Julieta; el primero de la Sonata para piano, op. 31, núm. 2, en algunas escenas de La Tempestad. Del largo de la Séptima Sonata en Re para piano dice el propio Beethoven que describe el estado de espíritu de un melancólico, en el que las ideas alegres pugnan en vano por desplazar a las tristes, hundiéndose de nuevo, irremediablemente, en éstas.

En cuanto a su figura, Beethoven era, en los primeros años de Viena, un hombre más bien delgado, aunque de complexión robusta, un poco bajo, la piel del rostro morena y picada de viruelas, el cabello negro, muy espeso, e hirsuto. Su recio cuello era indicio de fuerza física. En los años posteriores, su cuerpo propende ligeramente a la corpulencia. La máscara de yeso tomada en vida al músico a sus 42 años, por el escultor Klein, con su expresión natural y los ojos cerrados y que no pocas veces pasa por ser su mascarilla de muerto, es la imagen bajo la cual Beethoven sigue viviendo, no idealizado, ante la posteridad.

Sus movimientos tenían todavía, en los primeros años de Viena, algo torpe y desmañado, que hacía que sus mejores amigos temiesen, como ya hemos dicho, por la suerte de las cosas frágiles que veían en sus manos.

Demócrata por naturaleza, en el buen sentido, en el sentido tradicional de la palabra, poseyó siempre el vivo sentimiento de la dignidad humana. Guardaba a duras penas las formas devotas que el trato social de la época imponía con respecto a los superiores, dando a entender constantemente, así en su actitud como en su lenguaje y en los giros de sus cartas, que no eran, para él, otra cosa que eso, simples formas, fórmulas convencionales.

A pesar de su gran sentido por todo lo que fuese broma y humorismo, sabía ser también, llegado el caso, tanto de palabra como por escrito, extraordinariamente rudo, si se creía herido en sus legítimos sentimientos Hasta el año 1926, el mundo musical creyó a pie juntillas en la realidad de aquel epíteto de "los bueyes de Leipzig", empleado, según se creía, por él con referencia a .los críticos de la "Leipziger Allgemeine Musikalische Zeitung". Pero vino un conocedor de su escritura que descifró por primera vez la carta y dio al traste con la versión tradicional. Este sabio, el doctor Max Unger de Leipzig, enterró de este modo, como a seres imaginarios o legendarios, a los famosos "bueyes" críticos de Beethoven. Todo se redujo a restituir a la intención original del autor de la carta una abreviatura de aquéllas a que era tan aficionado. Pero, incluso después de suprimida ésta, aún quedan bastantes muestras documentales e irrefutables de la famosa y drástica rudeza con que Beethoven gustaba, a veces, de expresarse.

Beethoven actuaba como músico ejecutante, según la costumbre muy en boga en la época, cuando se trataba de presentar sus propias obras, al piano o desde la tarima del director de orquesta. Sus obras de piano fueron estrenadas por él en las más diversas salas del mundo musical de Viena. Resumiremos aquí, cronológicamente ordenados, los datos que se refieren a toda la época de Viena, ya que, a nuestro parecer, no son muy fáciles de reunir. Los primeros tres Tríos para piano fueron presentados personalmente por Beethoven como coejecutante en 1794, en los salones del príncipe de Lobkowitz; en el estreno del Quinteto de viento, en 1797, intervino personalmente él, en la sala de un proveedor de la real casa llamado Jahn; los Tríos cuarto y quinto los estrenó Beethoven en la casa de la condesa de Erdödy; el Trío de clarinete, op.11, en el palacio del conde de Fries, y la Sonata para corno, en 1800, en el Burgtheater; la Sonata a Kreutzer, en 1803, en la sala del Augarten.

Por lo que se refiere a los cinco Conciertos para piano, a los que hay que añadir la Fantasía para orquesta y coro, debe tenerse en cuenta que Beethoven los escribió con la intención de estrenarlos apareciendo personalmente en público como ejecutante de las partes de piano. Además, en aquel tiempo teníase por muy esencial el acentuar la impresión causada al auditorio mediante un interminable juego de escalas, arpegios, acordes, trinos, etc., alternados, por lo general, con partes "cantabile". Al atribuir Beethoven a éstas la profundidad y la ternura acostumbradas, sobre todo en los temas lentos, ambas circunstancias debieron de contribuir a que Beethoven se inclinase a evitar, en el tratamiento de los temas, las crudezas de diseño y de sonido que se manifiestan, de vez en cuando, en sus otras obras. En obras de esta clase, no había que dejar nada a la adivinación de los oyentes, era necesario, por decirlo así, mantener en pie el espíritu de éstos.

El primero de los Conciertos para piano, en Do mayor, op. 15, con su espléndido allegro, su magnífico y delicado adagio en La bemol mayor y su caprichoso rondó, compuesto por el maestro solamente dos días antes de su estreno, es una de las obras de Beethoven en la que brillan ya en todo su esplendor los valores de su música, aunque a veces se la desdeñe, sin razón alguna, simplemente por su falta de soltura técnica. Esta obra fue ejecutada por el autor en 1801.

El segundo Concierto en Si bemol, menos importante que el anterior, pero más animado aún, más lleno de vida y alegría y cuyo completo fracaso al ser presentado al público es algo verdaderamente inexplicable, fue estrenado por Beethoven en 1802, en una "Academia" de la sociedad de artistas musicales, en la escena del Burgtheater. El tercero, en Do menor, en que figura aquel primer tema desbordante de ideas, lo presentó el autor en 1803, en un teatro de Viena, donde estrenó también, en 1808, la Fantasía coral, en la que podemos ver perfectamente la precursora del coro final de la Novena Sinfonía.

El cuarto Concierto fue ejecutado por el maestro en 1807, en una sesión por abono celebrada en los salones del príncipe de Lobkowitz. El allegro, con su comienzo elegiaco, así como el singular tema lento, y el rítmico y chispeante final hacen de este Concierto una de las más altas realizaciones de la música beethoveniana. El quinto Concierto fue presentado al público por Friedrich Schneider, en 1811, en la Gewandhaus (Casa de los Pañeros), de Leipzig. Si, después de escuchar el cuarto Concierto en Sol, tiene uno la sensación de que ya no es posible llegar a mas, al oír el quinto, esta maravilla pianística en Mi bemol, comprendemos que descuella por encima de todo, llevándose la corona de cuanto ha sido escrito hasta hoy para piano y orquesta. No importa que los tiempos posteriores hayan enriquecido de un modo extraordinario la abundancia de figuras de los instrumentos solos; jamás, desde entonces, habría de lograrse una impresión de conjunto como la que causa este Concierto, en tres tiempos, al igual que los otros.

No parece que llegara a ejecutarse en vida del autor el Concierto en Re mayor, refundición del Concierto para violín op. 61. Y, en este caso, sí podemos decir que con razón. En sus. tres tiempos, el allegro, olímpicamente sereno y beatíficamente alegre; el largo, lleno de profunda ensoñación, y el rondó final, ingrávido y como provisto de alas, esta obra puede ser considerada como prueba de la profunda familiaridad creadora de Beethoven con el espíritu del instrumento, de tal manera que la trasposición de la voz del solista al piano no parece ser más que una vana sombra de la versión original. La penúltima vez que Beethoven apareció en público, en Viena, como pianista, fue el 11 de abril de 1814, en la sala del "Emperador romano" (Römischen Kaiser), donde ejecutó, acompañado por Schuppanzigh y Linke, el nuevo gran Trío op. 97, repetido por él poco después en una matinée del Prater.

Por lo general, cuando tenía que actuar como director de orquesta daba muestras de gran nerviosismo. La primera Sinfonía fue dirigida por Beethoven en una "Academia" organizada por él mismo ("Academias" era el nombre que por aquel entonces se daba, generalmente, a los conciertos) y que se celebró en el Burgtheater en 1800; la segunda, la dirigió en 1803, en el Teatro an der Wien; la tercera, en 1805, en la casa del banquero Würth; la cuarta, en marzo de 1807, en el palacio del príncipe de Lobkowitz; la quinta y la sexta, juntas, en diciembre de 1808, en el Teatro an der Wien, en un concierto que él mismo organizó; la séptima, en 1813, en la sala de la Universidad, en una "Academia" ofrecida por él y por Maelzel, en la que fue ejecutado también su poema sinfónico "La batalla de Vitoria". Llevaba las obras meticulosamente estudiadas, y ello hacía que su sordera no causara ningún daño a la ejecución. Parece que prestaba gran atención a los movimientos del arco del maestro concertista Schuppanzigh, manteniéndose de este modo en contacto con la ejecucion. En febrero de 1814, dirigió la octava Sinfonía en la gran Redoutensaale (Sala de Disfraces). Finalmente, la novena fue estrenada el 7 de mayo de 1824, en el Teatro de la puerta Carintia (Kärnterheater), en concierto organizado por el autor, el cual actuó simplemente como spiritu rector, con Umlauf como director efectivo y Schuppanzigh como maestro concertista; en este mismo concierto se tocaron también tres tiempos de la Missa solemnis.

Aparte de su arte y de los encantos del trato con las mujeres de la buena sociedad, Beethoven amaba, sobre todo, el espectáculo de la naturaleza. En invierno, recluido en su casa, quería disfrutar, por lo menos, las bellezas del paisaje, y sabemos que, en una de las viviendas que ocupó en la ciudad, hizo que se abriese una ventana dominando las casas vecinas, para poder contemplar desde ella el campo. Cambiaba con frecuencia de casa: llegó a ocupar 27 viviendas distintas, 20 en la ciudad y 7 en los alrededores durante los veranos: en Mödling, Baden, Heiligenstadt y Gneixendorf. Tratándose de gente de oído normal, casi siempre son las molestias causadas por los ruidos las que la mueven a cambiarse de casa, pero esta causa no puede ser tomada en consideración, en el caso de Beethoven, por su sordera. Es posible que interviniera en ello otro factor. Sabemos que ya en los primeros años del periodo de Viena se sentía el maestro atormentado, de vez en cuando, por cólicos muy agudos y dolorosos. Algunos de estos cólicos se atenuaban al parecer de un modo sorprendente por las condiciones de la vivienda, su temperatura, aireación y otras circunstancias. Así parece confirmarlo también el hecho de que, algunas veces, se nos hable de esta clase de dolores, en relación con el trabajo asiduo e intensivo para dar cima a una obra, con la consiguiente vida sedentaria.

En los años de Viena, Beethoven, aparte de los músicos jóvenes que más intervenían en la ejecución de sus obras, tales como el violinista Schuppanzigh, con su cuarteto, el director de orquesta Umlauf y otros, tuvo ocasión de conocer y tratar a algunas de las más grandes personalidades de su tiempo. A Joseph Haydn lo había conocido en Bonn, al volver el viejo maestro de su viaje a Londres; en Viena, tomó de él algunas lecciones, aunque es justo reconocer que no le ayudó gran cosa en la corrección de sus trabajos. Iba, a veces, a estudiar a casa de Schenk, el compositor del "Barbero de la aldea" (Dorfbarbier), quien le perdió de vista por espacio de varios años, y recibió también lecciones del excelente teórico Albrechtsberger.

Ya hemos dicho que había comenzado a recibir las enseñanzas de Mozart, con motivo de su primera estancia en Viena, que Beethoven hubo de interrumpir bruscamente por la enfermedad de su madre, y sabemos que, en la primera visita que el joven maestro de Bonn, aún desconocido por aquel entonces, hizo al maestro ya consagrado, causó la admiración de éste por su improvisación en torno a un tema que le dio. Al trasladarse Beethoven definitivamente a Viena, hacía ya un año que Mozart había muerto.

Beethoven mantuvo también ciertas relaciones con Czerny, sobrecargado de trabajo, a quien debemos, entre otras cosas, una versión del "Fidelio" para piano. De Franz Schubert sólo llegó a ver, según parece, algunos cuadernos de notas, a pesar de que los años de vida de este compositor coinciden exactamente en el tiempo con la estancia de Beethoven en Viena. No recibió la visita personal de Schubert, sino en su lecho de muerte. Pocos días después, el gran compositor figuraba entre los encargados de transportar el ataúd del maestro de Bonn. Beethoven apenas llegó, por tanto, a conocer al héroe del único género musical en que podía ser superado, que era el lied.

Weber le precedió unos dos años en la muerte. Beethoven tenía en alta estima su "Freischütz" habiendo llegado a manifestar que al joven maestro le sería imposible llegar a componer otra ópera de una fuerza ni siquiera aproximada a la de aquélla. Al presentarse Weber en Viena para el estreno de su "Euryanthe", Beethoven le saludó con un abrazo. Cherubini, exaltado por la fama desde París, a pesar de la hostilidad que contra él sentía Napoleón, permaneció en Viena durante algunos meses, y los dos maestros se daban pruebas de su mutua estimación, a pesar de que al director del Conservatorio de París, meticulosamente correcto lo mismo en sus modales que en su música, le resultaban un poco sensibles, a veces, las rudezas de Beethoven. Rossini, a quien la revolución empujó de Nápoles a Viena, cinco años antes de morir Beethoven, le hizo una visita para testimoniarle su admiración. Beethoven aún tuvo ocasión de oír en Viena al joven Liszt. Y alcanzó, asimismo, a conocer los comienzos de la fama de Meyerbeer. En el estreno, por la orquesta, de la "Batalla de Vitoria", intervinieron en el manejo de los instrumentos de percusión, como un homenaje a Beethoven, el magnífico pianista Hummel y el joven Meyerbeer. Fue a éste, y no a Beethoven, a quien el anciano Goethe recomendó como el más indicado para componer la música del "Fausto".


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