La parte más positiva y más gloriosa de aquella
atomización de Alemania en pequeños estados, sistema tan
floreciente en su tiempo y que aún no ha desaparecido del todo,1
era, indudablemente, el cultivo del arte por las cortes de los príncipes
y la nobleza congregada en torno a ellas. Fue esto lo que favoreció
los primeros pasos de Ludwig van Beethoven. La corte del Gran Elector
y Arzobispo de Colonia, que tenía por capital la ciudad de Bonn,
junto al Rin, dio el pan al abuelo y al padre de Beethoven, ambos "músicos
de la corte", le encauzó a él, ya desde su infancia,
por el camino de la música, asignándole, a partir de los
13 años, un puesto remunerado. A los 17, el futuro genio hubo
de sostener a su familia con lo que este puesto le procuraba, y se vio
convertido oficialmente en jefe de ella al sobrevenir la derrota moral
y material de su padre.
Su bisabuelo, un tratante en vinos, había emigrado, a mediados
del siglo XVII, de Amberes a Bélgica; su abuelo Ludwig, bajo
cantante y director del coro de la capilla de San Pedro en Lovaina,
ingresó en 1733 en la corte del Gran Elector de Colonia.
Al lado de la circunstancia favorable del cultivo del arte por el príncipe
pues hablar de amor por el arte sería demasiado,
encontramos, pues, desde el primer instante, un segundo factor desfavorable,
tan importante en la vida de muchos artistas alemanes: los vínculos
burgueses de la familia. Estos lazos acompañarán a Beethoven
hasta el momento mismo de su muerte y acelerarán, incluso, el
final de su vida.
No han faltado biógrafos de Beethoven que ensalzarán los
beneficios del alcohol, por entender que sin el consumo excesivo de
él en las generaciones de sus antepasados nuestro músico
no habría llegado a ser, probablemente, un genio. Sin embargo,
no creemos que deba concederse gran importancia a este hecho, si se
tiene en cuenta que son innumerables las familias de alcohólicos
que no producen ningún genio, y numerosos, por el contrario,
los genios que no cuentan entre sus antepasados ninguno que abusara
del alcohol.
La corte del Gran Elector cultivaba con bastante amor la música
eclesiástica, los conciertos y la música teatral. Ésta
era atendida por figuras de buen ingenio en su mayoría, aunque,
por la forma y el nivel espiritual, eran personajes valiosos de su tiempo,
como Salieri, Sarti, Pergolese, Paisiello, cuyo "Barbero de Sevilla"
no sería desplazado sino algunas décadas más tarde
por el de Rossini. Junto a ellos, los delicados y recios pero ágiles,
sin embargo, Grétry y Monsigny, el ingenioso Dittersdorf y, ya
por aquel entonces, "El rapto en el serrallo" y el "Don
Juan" de Mozart. Beethoven llegó a escuchar también,
en la corte, el "Alcestes" y el "Orfeo" de Gluck.
Para formarnos una idea adecuada de la virtuosidad de los músicos
de cámara del Gran Elector, baste decir que el octeto de oboes,
clarinetes, fagotes y cornos que, según los usos de la época,
amenizaba las comidas del príncipe, era capaz de ejecutar, con
instrumentos muy pobres aún por aquel entonces, como la obertura
del "Don Juán", con su chispeante allegro.
El abuelo (Ludwig van Beethoven recibió las aguas del bautismo
el 17 de diciembre de 1770, debiendo de haber nacido, por tanto, el
15 o el 16 del mismo mes) era maestro de la música de cámara
del Gran Elector y tratante en vinos y logró colocar a su hijo,
padre del genio, como tenor en la capilla del príncipe. Beethoven
padre era un hombre holgazán, tiránico y codicioso, que
especulaba con la idea de convertir el talento de su hijo Ludwig, prematuramente
revelado, en una fuente de ingresos. Siempre añadía dos
años a la edad del muchacho y quería hacer de él,
por los procedimientos más toscos, un niño prodigio en
el piano, que por aquel entonces no era solamente, como lo sería
más adelante, el instrumento del virtuoso y del músico
de cámara, sino también lo que, andando el tiempo, sería
la batuta: el instrumento del director de orquesta.
El talento natural de su víctima, a quien ya a la edad de 8 años
obligó a actuar en una "Academia" (concierto de solistas),
en Colonia, daba en el piano mayores frutos que en el violín.
De aquí que Ludwig se decidiera por la viola, instrumento al
que la música de ópera de su tiempo y podríamos
decir que hasta llegar a Ricardo Wagner planteaba, técnicamente,
exigencias muy modestas. Pronto pudo el muchacho ocupar una plaza en
la orquesta del teatro de la corte, donde ejecutó por espacio
de cuatro años las ya citadas obras de Mozart, el "Fígaro"
de este mismo autor y la música de Benda, Grétry, Cimarosa
y otros.
Dedicábase, además, empeñosamente, a la música
de órgano, que le abría la perspectiva de rápidos
ingresos, y a la composición, en la que, tras una serie de fracasos
y extravíos, encontró por fin un guía adecuado
en el director de música eclesiástica, Christian Gottlob
Neefe, que ocupaba un puesto en la ciudad de Bonn. Neefe inició
a su alumno, sobre todo, en el "Clave temperado" de Bach,
y le enseñó a amar esta obra. Las numerosas composiciones
originales del maestro de Beethoven revelan un estilo escogido y personal,
aunque influidas por las obras de la escuela de Mannheim y de un autor
idolatrado en su tiempo: el elegante, rico en ideas y maestro de la
forma Philipp Emanuel Bach. Quien quiera conocer la influencia ejercida
por este autor sobre Neefe e, indirectamente, sobre Beethoven, no tiene
más que ejecutar, en su versión original, no refundida,
la magnífica Sonata en fa menor dedicada por él
al barón von Swieten.
El culto eclesiástico ocupaba el primer lugar en las actividades
musicales de la corte de Bonn, pues se cantaba diariamente una misa,
los domingos dos y en este día, "vísperas" por
añadidura. A la edad de 11 años, Ludwig era ya sustituto
del organista van den Eden. A los 11 años y medio era suplente
de Neefe, su sucesor, y a los 14 años cobraba ya un sueldo por
desempeñar este cargo.
Claro está que la necesidad de consagrarse, desde tan joven,
al estudio exclusivo de la música para ganarse la vida, hizo
que se descuidase su cultura general. En el colegio de Bonn llamado
el "Tirocinio", una especie de escuela preparatoria para el
bachillerato de humanidades, en la que Ludwig cursaba sus estudios,
no debía de llevarse con mucho rigor la asistencia de los alumnos
a las clases, pues el caso es que el padre de nuestro alumno se las
arreglaba para que éste dedicase a la música la mayor
parte del tiempo. En la escritura y la ortografía, el muchacho
no logró elevarse sobre un nivel harto modesto, del cual no habría
de pasar tampoco en el resto de su vida, dado como era a anteponer siempre
lo espiritual a lo externo. Sin embargo, el trato con las familias nobles
de Breuning y Waldstein, cuyas puertas le abría su talento musical,
haciendo de él un amigo favorito, le ayudó a asimilarse
una parte considerable de la cultura y del espíritu alemanes
del siglo XVIII. Fue así como Beethoven empezó a encariñarse
con Goethe, con Schiller y con Shakespeare, en la traducción
de Schlegel; fueron puestos a su alcance, en versiones bastante tolerables,
los clásicos griegos de la poesía y la prosa: Homero,
Eurípides y Tucídides, y todo ello contribuyó a
echar en él los cimientos para un interés que no habría
de languidecer a lo largo de su vida.
Cuando la inhabilitación del padre, por el desorden y la prodigalidad
de su vida, convirtió a Ludwig, a los 17 años de edad,
en el verdadero jefe de su familia y en el amparo y la protección
de sus hermanos menores, confiriéndole al mismo tiempo, a la
vez que mayores cargos, una mayor libertad, supo arrancar a sus actividades
profesionales el tiempo necesario para seguir desarrollando su cultura,
como oyente de la Universidad. Siguió en sus aulas varios cursos
de Historia y Literatura. Llegó a familiarizarse incluso con
las ideas de Kant, tan en boga por aquel entonces, no en su parte teórico-abstracta,
sino más bien en su aspecto ético y en lo tocante a la
filosofía general de la naturaleza. Y no cabe duda de que esta
cualidad de escritor edificante de primer rango, que los filósofos
de oficio no suelen preocuparse de señalar en el pensador de
Königsberg, dejó una huella profunda e influyó en
Beethoven durante su vida entera.
Junto a esto, el trato íntimo con ciertas casas, principalmente
con la familia von Breuning, inició suave y amorosamente a nuestro
genio en las formas de la buena sociedad, aunque no llegara jamás,
es cierto, a dominarlas por entero, por las propias condiciones familiares
en que se desenvolvía y por su fuerte temperamento personal.
Por otra parte, las ambiciones de Ludwig no marcharon nunca por estos
derroteros. Sus movimientos tenían algo de brusco, rayanos a
veces en la tosquedad; sus amigas, lo mismo aquí que más
tarde en Viena, temblaban cuando veían alguna delicada figurilla
de porcelana en las manos del músico. La alegría a que
se sentía fácilmente inclinado, sobre todo en presencia
de su amigo Wegeler, varios años mayor que él el
que más tarde habría de casarse con Eleonora de Breuning,
la amiga de juventud, por la que Beethoven sintió tanta devoción,
y del conde de Waldstein, estallaba no pocas veces en sonoras carcajadas.
Este espíritu, encerrado la mayor parte del tiempo en su mundo
musical interior, se dejaba llevar a veces, sin embargo, de ciertas
distracciones y licencias.
Aquella distinción que suponía, para un muchacho como
Ludwig, el trato íntimo con diversas familias de la alta sociedad
de Bonn, debíase exclusivamente a su extraordinario talento instrumental.
Su abuelo y su padre habían actuado, el primero como bajo, el
segundo como tenor, en la iglesia y en la ópera, y hasta algunas
veces habían aparecido juntos en escena. No sabemos, sin embargo,
que Ludwig, tan atormentado desde niño con la enseñanza
instrumental, llegase a recibir lecciones de canto. No había
heredado, al parecer, este talento. Ni siquiera el interés por
la música de canto. La fluida melodía vocal fue siempre,
a lo largo de toda su vida, una excepción en la obra de esta
gran figura, la más grande de todas en el arte instrumental.
En cambio, Beethoven causó sensación como pianista ya
desde temprana edad por dos grandes cualidades, sobre todo: por su arte
para repentizar y por su talento, más asombroso todavía,
para improvisar. Es evidente que, años más tarde, ya en
Viena, ciertas gentes se resistían a ponerlo en el mismo plano
que a los verdaderos virtuosos, por no dominar por entero el mecanismo
y por no ser impecable su limpieza en la ejecución; pero, en
lo que coinciden todos los testimonios de sus contemporáneos,
desde los tiempos de Bonn, es en elogiar la riqueza incomparable, desbordante,
de su imaginación. Tenía un talento pasmoso para improvisar
por espacio de media hora y aun más sobre cualquier tema propuesto
por otros, elegido por él mismo o inventado en el momento, con
el arte más consumado de construcción, con una técnica
asombrosa de expresión y con la más impresionante grandiosidad.
Y lo más triste es que estas maravillosas obras de arte se perdieron
irreparablemente, sin dejar huella, esfumándose en el momento
mismo de nacer. El maestro no llegó a reproducir más tarde
estas fantasías; sólo las improvisaciones en torno a las
melodías favoritas de su tiempo fueron recogidas, en parte, en
las variaciones compuestas e impresas años más tarde.
Entre las numerosas composiciones del periodo de Bonn, los lieder
ocupan indudablemente, en punto a calidad, el lugar más modesto
de todos. Aunque las composiciones de esta época encierran, en
detalle, cosas muy valiosas, el maestro no creyó oportuno, andando
el tiempo, incluirlas entre sus obras oficiales, en unión de
las pocas que llegaron a ser impresas, con excepción del trío
de cuerda op. 3, siendo ésta la razón de que los
números 1 y 2 aparezcan al frente de obras procedentes ya de
la época vienesa. Sólo algunos cuadernos de variaciones
según el gusto de la época, compuestos en Bonn, hubieron
de ser, más tarde, impresos por el maestro en Viena, como precursores
de sus obras numeradas.
Entre las obras primerizas de Bonn descuellan tres sonatas impresas
para piano, tres cuartetos para piano y la "Cantata a la muerte
de José II", compuesta a los 20 años, y de la que,
a la vuelta de casi un cuarto de siglo, habría de tomar Beethoven
el motivo extraordinariamente espléndido de la oración
que figura en el final del segundo "Fidelio": "¡Oh
Dios, qué momento tan sublime!" Una de estas sonatas contiene,
desarrollado ya de una manera bastante clara, la primera frase del allegro
de la "Sonata Patética". Las tres se acercan ya bastante,
sin embargo, a las obras más inofensivas de la época de
Viena, impresas con su número correspondiente, al igual que ocurre
con los tres cuartetos para piano, combinación a la que el maestro
no creyó necesario volver más tarde en sus obras originales;
solamente el quinteto de viento opus 16 fue transformado posteriormente
por él como cuarteto para piano y cuerda, para ponerlo al alcance
de los aficionados.
El "Ballet de los Caballeros", que la mayoría de la
gente sólo conoce de nombre, no contiene, en verdad, como su
título parece indicar, música de ballet; está formado,
con excepción de la marcha y la danza alemana, por una serie
de trozos de canto simplemente. No presenta ninguna fisonomía
propia, a diferencia de las obras de música de cámara
de la época de Bonn, que acusan ya marcados rasgos beethovenianos,
aunque a veces pasen, sin razón, inadvertidos. Entre las obras
de este periodo, merece citarse el octeto para instrumentos de viento
publicado como op. 4 en su refundición para quinteto (en
el original, op. 103), cuyo scherzo, si exceptuamos el
punto que figura en la primera nota, acusa ya exactamente el motivo
en cuatro acordes con que comienza el scherzo de la Novena Sinfonía.
La idea, muy a tono con las costumbres de la época, de que aquel
talento sensacional había de desarrollarse bajo la atmósfera
de lugares nuevos saliendo de viaje, surgió relativamente pronto
entre los protectores de Beethoven, en la ciudad de Bonn y en la misma
corte. Dadas las estrechas relaciones existentes entre la corte del
Gran Elector y la de Viena pues el archiduque Max Francisco, el
Gran Elector de Bonn, era hijo de la emperatriz María Teresa,
ningún lugar les parece más indicado para encaminar a
Beethoven que la capital de Austria, que era por aquel entonces la capital
de la música alemana. Y, en efecto, en la primavera de 1787 Beethoven
se dirigió a Viena, para recibir allí las enseñanzas
de Mozart; se vio obligado a regresar poco después, ante la noticia
de una grave enfermedad de su madre, la cual murió. Solamente
en noviembre de 1792 fue cuando pudo trasladarse definitivamente a la
corte austriaca. Mozart, el gran maestro, no tuvo, al parecer, ningún
fluido espiritual digno de mención para verterlo en los breves
instantes de enseñanza dedicados a su genial discípulo,
nada fácil de tratar, por otra parte. Por lo menos, no sabemos
que Beethoven, más tarde, hablase nunca a sus amigos de aquellas
lecciones teóricas.
En esa época, los jóvenes compositores alemanes no necesitaban
ya cruzar los Alpes para "aprender", como ocurría unos
treinta años antes y como durante siglos se había considerado
lógico y natural. Tanto más cuanto que Beethoven, en un
principio, pensaba consagrarse a la música de concierto y no
a la ópera, cuyo hogar clásico seguía siendo Italia.
El baluarte de la música instrumental, en cambio, era ya Viena.
El anciano Haydn era el gran maestro, reconocido y acatado por el mundo
entero, para la forma y el contenido del oratorio, la sinfonía
y la música de cámara. Mozart luchaba desesperadamente
allí, pese a su fama, con la pobreza de sus medios de vida, y
pronto habría de sucumbir en esta lucha, por causa de la indiferencia
del emperador, de la alta nobleza vienesa y probablemente de sus mismos
colegas. La ópera italiana estaba representada en Viena por el
celebrado director de orquesta de la corte Antón Salieri, cotizado
también como compositor. Para el aprendizaje de la severa teoría
era Viena, sin ningún género de duda, el primer lugar,
sobre todo desde que el maestro Joseph Johann Fux, que llevaba ya entonces
bastantes años de muerto, había codificado las reglas
de la música con una meticulosidad apenas conocida hasta él.
El espíritu de este maestro seguía viviendo hasta cierto
punto entre los músicos de Viena, así como el código
musical de Albrechtsberger, que construido con mucha mayor sencillez,
podía aspirar a la categoría de primera autoridad.
Aunque Beethoven, andando el tiempo, apenas saliese ya de Viena, entre
otras dos cosas porque su enfermedad le hacía muy penoso el viajar,
siguió siendo interiormente siempre un renano. Le emocionaban
los paisajes que le recordaban las tierras del Rin; elogiaba con frecuencia
el gran río y los montes de su comarca natal y su corazón
se deleitaba evocándolos, llevado del recuerdo de sus años
de infancia y juventud de Bonn, ricos por lo menos en esperanzas.
1 Escrito en 1927. [T.]
|