Pocos años habría de disfrutar Beethoven en Viena,
sin serias perturbaciones, de aquella agradable sensación de
seguir avanzando en lo que podemos llamar el oficio de su arte, al que
él concedía una importancia extraordinaria, a la vez que
su desbordante inventiva y su alegría creadora hacían
subir su papel como compositor en el importante círculo social
que le rodeaba, estimulado por el grato ambiente de sociabilidad que
en torno suyo formaban los amantes aristocráticos de su música
y sus discípulos y colegas jóvenes, procedentes de los
medios burgueses.
Poco después, empezaron a descender sobre él las primeras
sombras de lo que habría de ser el terrible destino de su vida.
Un zumbido insoportable en ambos oídos vino a trastornar su salud
espiritual y física, al mismo tiempo que se presentaban los primeros
síntomas de su sordera, traducidos al principio en una cierta
dificultad para percibir las voces humanas. Los más diversos
remedios recetados por los médicos resultaban infructuosos. La
autopsia reveló más tarde que la enfermedad era incurable,
ya que se trataba de una atrofia progresiva de los nervios auditivos.
Recurriendo a pequeños ardides, lograba al principio arreglárselas
para que la gente no se diese cuenta de que las palabras que se le dirigían
no podían, en todo o en parte, ser captadas por él, y
siguió haciendo su vida social como de costumbre.
Años más tarde, vióse obligado, sin embargo, a
rehuir toda sociedad, temeroso de que la necesidad de confesar su sordera
ejerciese una influencia fatal sobre su fama como compositor y le irrogase
también, como consecuencia de ello, graves perjuicios de orden
económico. El público profano e ignorante de la vitalidad
del "oído interior" de aquel músico, podía
fácilmente llegar a conclusiones necias ó mal intencionadas
en cuanto a las fallas del órgano auditivo, dando por seguro
que ello tenía, necesariamente, que mermar o incluso destruir
por completo su capacidad artística de creación.
De este modo, Beethoven vióse obligado a renunciar poco a poco
a sus actuaciones musicales en público, ya que la seguridad de
su ejecución resultaba seriamente afectada por la falta de control
del oído. Y, en cuanto a sus relaciones con la gente, hubo de
poner en práctica, por último, el recurso de los "cuadernos
de conversación", en que todo visitante debía apuntar
en lápiz sus noticias o sus preguntas, para que el músico
le contestase verbalmente. La mayoría de las cartas de Beethoven
que se han conservado, unas 1 500, se refieren, en su mayoría,
a cuestiones de negocios o a asuntos de familia. Solamente en un escrito
destinado a ser conocido por sus hermanos después de su muerte,
el llamado "testamento de Heiligenstadt", por haber sido redactado
en este lugar de los alrededores de Viena, en 1802, se produce Beethoven
con algún detalle acerca de sí mismo; especialmente acerca
de la influencia que la Sordera ejercía sobre su modo de ser
y su conducta. Por otra parte, los "cuadernos de conversación"
que se han conservado, y en los que quienes visitaban a Beethoven registraban
sus preguntas y sus noticias, nos permiten descubrir, por lo menos,
los temas de las conversaciones, así como el contenido de algunas
de las preguntas formuladas por el músico sordo.
Cualquiera que tenga algún sentido musical se dará cuenta
fácilmente de que aquel retraimiento del mundo exterior a que
le obligaba su defecto físico, lejos de debilitar, estimulaba
la capacidad musical de creación y la imaginación del
gran músico.
Leemos a veces que aquella trágica enfermedad, que empezó
a manifestarse a los 26 años de la vida de Beethoven, y que,
desde entonces, fue destruyendo progresivamente su capacidad auditiva,
al afectar al músico más apasionado y al más grande
talento creador entre los de su tiempo, tuvo para el mundo musical la
gran ventaja de que la desgracia permitiera a este compositor genial
llevar a sus obras la expresión poético-musical de la
más sublime melancolía. Ahora bien, este juicio se inspira
demasiado en el sentido de lo cotidiano, sin tener en cuenta para nada
las características peculiares de lo artístico.
Es un hecho que, dondequiera que esa delicada especie que se llama el
hombre cultivado, se manifiesta en seres excepcionales, se produce una
plétora de dolor indecible por el simple hecho de la diversidad
de capacidades; por la división de los temperamentos en activos
y pasivos, fuertes y débiles, toscos y delicados, romos y sensibles.
También Beethoven sufría, como es natural, por esta causa.
La fuente principal de los sufrimientos humanos interiores, que es la
ambición de los más fuertes, no hacía mella en
él, como hombre libre y muy solicitado profesionalmente que era;
en cambio, más tarde, fue una fuente de sufrimientos y sinsabores
el hecho de tener que depender, espiritual y afectivamente, de un hombre
como su sobrino, bastante caprichoso y no demasiado inteligente. Por
otra parte, es de suponer que un espíritu formidablemente creador
como el de Beethoven, expuesto por ello a los más diversos estados
de ánimo, habría vivido, aunque la vida no lo hubiese
expuesto a golpes tan duros del destino, y aunque las condiciones de
su vida hubiesen sido las más normales, por las mismas o parecidas
depresiones de espíritu, estados de ánimo como aquellos
que le inspiraron creaciones musicales de tan grande y conmovedora tristeza
poética. Y, del mismo modo, aparecen en sus obras éxtasis
de triunfo y euforia, exaltaciones de gozo y alegría, carentes
de todo motivo externo y que, por sus proporciones y su sublimidad,
no encuentran paralelo, en cuanto a expresión artística,
en ningún otro mortal. No nos referimos, al decir esto, solamente
al canto "A la alegría" de la Novena Sinfonía,
sino también a momentos de sus obras como los finales de la Quinta
y la Séptima.
El hecho de que estos éxtasis creadores coincidiesen frecuentemente
con las horas de la mañana, las cuales, como es sabido, sólo
destilan oro en la boca del temperamento auténticamente sanguíneo,
no hace sino comprobar la excelencia del estado primitivo de salud de
nuestro genio.
Por consiguiente, el factor determinante para enjuiciar la personalidad
de Beethoven, a la vista de lo que dejamos dicho más arriba,
no son precisamente estas depresiones o estos éxtasis de por
sí; tales exaltaciones, concretamente, pueden ser experimentadas
también por espíritus estimulados por la devoción
religiosa, por el gozo de la naturaleza, por el alcohol, por el deporte
o por la alegría de la danza. Pero mientras que en el hombre
corriente estas vivencias desaparecen sin dejar huella y no encierran
significación alguna para los demás, el genio encuentra
en ellas la fuerza de expresión necesaria para comunicar a sus
semejantes y a la posteridad, de un modo perdurable, la exaltación
de estas horas extraordinarias, hasta ahora no expresadas artísticamente
por nadie.
Además, vemos en Beethoven que su genio se combina sorprendentemente
con la capacidad y la elasticidad en la capacidad creadora y de trabajo;
que la firme tenacidad corre parejas, en él, con una extraordinaria
exaltación. La vivencia, para Beethoven, sólo se superaba
cuando la llevaba realmente al pentagrama, con todo aquel dominio maravilloso
de la forma que tenía a su disposición. Esto explica por
qué aquellos arcos gigantescos de la curva de exaltación
duraban en él, a veces, días enteros, durante los cuales,
totalmente abstraído del mundo exterior, apenas comía,
ni bebía, ni quería ver a nadie. Cuando la fuerza creadora
de los grandes pensamientos, su desbordante inspiración, se desbordaba
al levantarse de la cama, solía echarse jarros de agua fría
sobre la cabeza, hasta que el piso de su habitación estaba encharcado
y la humedad calaba, no pocas veces, hasta el piso inferior. Ignorante
de cuanto le rodeaba, rompía a cantar en voz alta, pero en tonos
que, generalmente, tenían muy poco de musical para los oídos
de quienes los escuchaban. Y ni siquiera los sufrimientos físicos
eran capaces de poner coto a la fuerza verdaderamente sobrehumana de
estas horas de inspiración y de creación. Así,
por ejemplo, durante la composición de la "Misa solemne",
una parte de la cual fue creada en este estado sostenido de éxtasis,
sintió molestias y dolores de vientre, algunas veces agudísimos,
que venían a recordarle que todo lo humano, por sublime que sea,
se halla vinculado a la tierra.
Aquella evasión de la sociedad a la soledad, impuesta por su
trágico padecimiento, encontraba, en un hombre como Beethoven,
poderoso estímulo en su propensión al panteísmo,
es decir, en su capacidad para sentir la naturaleza como algo animado,
para ver en todo, aun en lo inanimado, el espíritu de su creador.
Nada le gustaba tanto como pasear por la deliciosa y ancha campiña
que rodea la ciudad de Viena, donde pasaba largos meses todos los veranos,
sintiéndose unido en el más alto grado a cuanto contemplaban
sus ojos; la tierra, el agua, los campos y los bosques. Ninguna reflexión
inspirada por la ciencia de la naturaleza le impedía concebir
como causa primera de todo aquello a una divinidad cuya esencia guardaba
la mayor afinidad con su propia manera de sentir lo infinito, lo sublime,
los fines morales y espirituales del hombre, la conciencia de su dignidad
y la grandeza de su voluntad. Y, aunque en sus sentimientos religiosos
no desempeñase ningún papel decisivo lo específicamente
católico y cristiano, no cabe duda de que Beethoven se inclinaba
a ver y acatar también en el dogma el símbolo de las verdades
últimas. Así lo demuestra, desde luego, la exaltada interioridad
de su concepción del texto de la misa.
Este entrelazamiento de lo ético con la existencia de un ser
supremo es, probablemente, uno de los puntos del mundo sentimental de
Beethoven que más difícil resulta explicar al lector actual.
Hasta los hombres más descollantes se dan por satisfechos, hoy,
con poder contemplar desde cualquier lugar más o menos cómodo
ese cruel "teatro simiesco" de la humanidad entregada a las
guerras y las revoluciones, que se revela ante sus ojos, en lo fundamental,
como la más lamentable especie zoológica de los mamíferos.
La altura moral de un Beethoven se comprende, en nuestro tiempo, a lo
sumo, como una especie de entrenamiento, como un higiénico deporte
moral, por decirlo así, encaminado a asegurar a la propia personalidad
la supremacía sobre todos los poderes interiores y exteriores
hostiles a ella o que intenten rebajarla.
Esta concepción beethoveniana del mundo veíase fortalecida
por las oscuras y confusas ideas reinantes a la sazón acerca
de una posible solidaridad y perfectibilidad de la humanidad entera.
En un hombre que, como él, vivía retraído del mundo
por su sordera, no podemos suponer, pese al hecho de vivir en un reino
que albergaba una abigarrada mezcla de pueblos, ninguna clase de conocimientos
o ideas acerca de la diversidad o la superioridad o inferioridad entre
unas y otras razas. Y, menos aún, reflexiones de carácter
comparativo como las que brindan la etnografía, los relatos de
viajes, la zoología, etc. Téngase en cuenta, además,
que la conciencia del deber de elevar la pureza y la nobleza de los
motivos y la voluntad individuales en la vida del hombre, era excepcionalmente
poderosa, en él, estimulada, tal vez, por el contraste con aquella
lamentable charca que había sido el ambiente familiar de los
van Beethoven, en Bonn. Ninguna dialéctica desintegradora de
orden psicológico o científico-natural impedía
al gran compositor sentir la universalidad de sus ideales como un patrimonio
suprapersonal. No cabe duda de que era la conciencia de la significación
incondicional y superior de estos ideales, de su íntima relación
con lo suprasensible, lo que servía de cimiento y de savia vigorizante
a la monumentalidad de sus obras musicales, así en lo tocante
al contenido como en lo relativo a la forma, ayudándoles a cobrar
esa grandeza de estilo que las distingue entre cualesquiera otras. No
poseemos nosotros ni el arte ni el dominio filosófico de la materia
necesarios para desarrollar estas ideas; pero estamos seguros de que
los sentimientos personales del lector amante de la música de
Beethoven, al evocar la soberana majestad de sus obras, le ayudarán
mejor que nada a esclarecer y profundizar esto que decimos.
Es claro que quien no conozca, en lo espiritual, otra época que
la nuestra, difícilmente podrá penetrar sin más
en el complejo de tales ideas. La primera sugestión o inspiración
deberá buscarse, tal vez, en la mentalidad de la Roma antigua,
en las concepciones de aquellos romanos que, en el periodo de florecimiento
de su poderío, dividían a los pueblos de la tierra en
dos clases: los que "ya" estaban sometidos y los que "todavía
no" lo estaban, haciéndolo girar todo, en principio, en
torno a la misión de alcanzar la hegemonía sobre el mundo,
que a sí mismos se asignaban, uniendo bajo su dominación
a todos los pueblos del Universo. Siglos más tarde, la Iglesia
romana, a la que pertenecía Beethoven, hizo suya esta concepción
del mundo, dividiendo a los pueblos en dos clases: los que ya estaban
convertidos y los que aún no lo estaban, llegando, en la misión
de hegemonía universal que a sí misma se atribuía,
al punto de nombrar incluso príncipes de la Iglesia in partibus
infidehum, es decir, para regentar a las partes del mundo que aún
no reconocían su jefatura espiritual.
La concepción, de suyo imposible, de una unión de razas
esencialmente distintas, separadas por obstáculos de convivencia
superiores, a veces, a los que median entre el hombre y los animales
irracionales, constituía una especie de premisa muy general,
mantenida como idea, como meta última, tras cuya consecución
esperaba la doctrina de la Iglesia ver cumplido el fin del mundo terrenal,
para que éste pudiese marchar hacia su desaparición.
Hoy, a la vista de ejemplos demostrativos de que la civilización,
a la vuelta de milenios, no ha logrado conseguir que ciertas capas del
universo se remonten ni siquiera una pulgada por encima del nivel de
la humanidad salvaje, se le hace a uno difícil pensar que ni
siquiera las gentes cultas de aquel tiempo negaran estas ideas "escatológicas"
de su religión; y es indudable que las tales ideas vivían,
como imágenes, a salvo de toda duda, en el espíritu de
un hombre como Beethoven. La creencia en el "progreso de la humanidad"
flotaba, por aquel entonces, en el aire, por así decirlo, alimentada
por la falta de los conocimientos necesarios para rebatirla; las gentes
no se quebraban la cabeza en cuanto a las fases de este progreso gradual,
en el que se creía a pie juntillas, y la vida toda del mundo
y la marcha de las cosas se concebían como proyectadas hacia
la meta trazada por el Creador y ordenada por su divina voluntad.
Las leyes sublimes y las maravillas del mundo de los astros, la belleza
de la naturaleza y el maravilloso mecanismo de los organismos, imposible
de superar, aun partiendo del supuesto de la suprema sabiduría
consciente de la divinidad: todo ello garantizaba, tal como lo veían
los espíritus cultos de aquel tiempo, la realidad de sus elevados
ideales. Y a esto había que añadir, en naturalezas excepcionales
como la de Beethoven, el poderoso y misterioso mundo de los sentimientos
que alienta en los hombres de una profunda nobleza moral, con sus anhelos
de pureza, de dignidad, de exaltación y devoción, que
parecen garantizar la existencia y la acción de los poderes reales
correspondientes. En la vida de las emociones musicales de Beethoven
bullían unas fuerzas turbulentas y misteriosas; como compositor,
este gran maestro era el hombre de los gestos inmensos, de una voluntad
y una capacidad de expresión muy grandes e inagotables. Y, de
otra parte, vivía en él un mundo de una nobleza y una
ternura delicadísimas, de la más amorosa sensibilidad,
que no podían manifestarse directamente en el trato con sus semejantes,
por tropezar con aquel valladar de la sordera y del retraimiento social
de nuestro genio. Estos sentimientos casi no tenían otro vehículo
para manifestarse que el de la música.
Por lo que se refiere a las ideas religiosas o humanitarias, el caso
de Beethoven es, evidentemente, muy parecido al de Bruckner. No cabe
duda de que en los estados exaltados de gestación creadora, alejados
de por sí de todo contenido concreto de representaciones o valores
extramusicales, surgían en ambos espíritus sentimientos
intelectuales de aquel tipo, asociados también en otros casos
a un estado de ánimo elevado. Estos sentimientos eran, en Beethoven,
si es que podemos reducirlos a palabras, la exaltación de todo
lo humano, la idea de la fraternidad universal, la de la omnipotencia
divina, la de la grandeza infinita de la naturaleza, como en Bruckner,
hombre de una formación católica más positiva,
eran las imágenes intuitivas de la "Iglesia triunfante",
las legiones celestes de ángeles y arcángeles y la visión
de su sublimidad. Claro está que el concepto de una "causalidad",
en el sentido de una "idea" intuida de la que se derive, como
efecto, el gran contenido musical, estaría en contradicción
con todo lo que sabemos acerca de la psicología de la creación
artística. Semejante inversión podría ser calificada,
en realidad, como el "puente de los asnos", de que hablaban
los escolásticos.
Junto a la naturaleza llena de encantos en los alrededores de Viena,
otros amigos que consolaban a Beethoven en su soledad, eran los libros
de su pequeña biblioteca. Los títulos que integran la
biblioteca de un hombre son tan significativos en cuanto a cualquier
personalidad que tenga sus raíces prendidas más o menos
profundamente en lo espiritual, que no podemos pasar de largo por delante
de la composición de la de Beethoven, tal como nos la revelan
los documentos judiciales de su herencia.
En nuestros informes, se mezclan los datos acerca de obras obtenidas
en préstamo por Beethoven con los de los libros de su propiedad.
Aparte de sus propios trabajos manuscritos o en proceso de impresión,
encontráronse en su biblioteca unos 80 volúmenes de partituras,
incluyendo los 40 tomos de las obras de Händel recibidos por él
pocos días antes de morir, entre los que figuraba su "Julio
César", que habría de salir de nuevo a la luz dos
siglos después, y 15 volúmenes de Haydn; de Bach, el "Arte
de la Fuga", pero no el "Clave temperado", obra tantas
veces ejecutada por Beethoven, y, por último, cinco voluminosas
obras sobre teoría de la música, de Mattheson, Marpurg
y otros.
En total, Beethoven poseía, al morir, unas 70 obras literarias,
con un conjunto de más de 100 volúmenes. Las traducciones
alemanas de los prosistas griegos, procedentes de los días de
Bonn, debió de perderlas en cualquiera de las muchas mudanzas
de uno a otro barrio, arrabal o casa de Viena; podemos suponer también,
sin temor a equivocarnos, que no se cuidó de conservarlas, porque
no representaban nada importante para él. Tampoco se encontraron
ya entre sus libros los dramas griegos de Esquilo, Sófocles y
Eurípides. Ni conocemos ningún pasaje de su música
que podamos considerar como sugerido por este maravilloso mundo espiritual,
tan afín, sin embargo, al mundo musical de nuestro genio. Sí
conservaba, en cambio, el Homero, junto a las obras de Shakespeare,
Goethe y Schiller. De las innumerables poesías líricas
que Beethoven guardaba, en 22 volúmenes, 16 de ellos los de la
Antología lirica de Mattheson, junto a otros de Goethe, Schiller
y varios poetas alemanes muy poco conocidos hoy, podemos asegurar que
fueron escasas las que sirvieron para fecundar su imaginación
creadora. Así, por ejemplo, no llegó a componer, que nosotros
sepamos, ninguna balada, con una sola excepción: el bosquejo
inspirado en la poesía de Goethe que lleva por título
"El rey de los elfos".
El libro de Hufeland titulado "Las fuentes medicinales de Alemania",
le servía, probablemente, de consejero contra los trastornos
orgánicos funcionales de que, de vez en cuando, padecía.
Un hombre como Beethoven, dominado por su gigantesco afán de
creación artística, no podía pensar, evidentemente,
en llevar una vida rigurosamente ordenada desde el punto de vista higiénico,
salvo las pocas semanas en que se iba a descansar y a tratarse en algún
balneario.
De su respeto y admiración por la grandeza sublime del universo
son testimonio los dos libros de astronomía que se encontraron
entre sus obras: los libros de Bode y Kant, y de éste, concretamente,
la espléndida Historia general de la naturaleza y teoría
del cielo, que tanto contrasta con sus obras filosóficas,
por su brillante sentido de la realidad. No en vano las ideas acerca
del orden y la grandeza infinita del universo movían el espíritu
de Beethoven al igual que sus ideas religiosas generales, panteístas
y, a la par, monoteístas.
La edición de la Biblia que Beethoven poseía era ya
lo hemos dicho una edición bilingüe, en latín
y francés. Entre sus libros se encontraron, además, otros
de contenido religioso, como las Consideraciones sobre las obras
de Dios, de Sturm, y las Ideas acera de la religión y
de la Iglesia, de Fessler, libro que la censura policiaca de Viena
confiscó inmediatamente, saliendo así vigorosamente al
paso de la posibilidad, considerada como peligrosa para el Estado, de
que se confundiera la Iglesia y lo eclesiástico con la religión
y lo religioso. Asimismo, fueron embargadas por el Real departamento
central de revisión de libros, por considerarlas atentatorias
contra la seguridad del Estado, las siguientes obras: el Paseo a
Siracusa en el año 1802, de Seume (probablemente porque su
autor había sido, en tiempos, desertor en Prusia); Los apócrifos
de la Biblia (!) y dos títulos de Kotzebue, Sobre la nobleza
y París en el cenit, tomo I, 1816 (tal vez para
evitar que nadie pudiera caer en la seducción de las cocotas
parisinas).
Refiriéndonos a las obras de carácter teológico,
fueron encontrados entre los libros del maestro un misal romano, utilizado
seguramente por él como auxiliar para la composición de
música eclesiástica, las Pepitas de oro de la verdad
de Sailer (obispo de Regensburgo), y el Legado cristiano a mis
amados hijos, del mismo autor.
El inventarío bibliográfico se completa con 14 tomos de
obras de Goethe, gramáticas italianas, 21 cuadernos de una revista
del mundo musical titulada Cecilia, publicados en Maguncia y
correspondientes a los años 1814-1816, y varios años de
la Gaceta musical de Berlín.
Formaban parte de los bienes de la herencia de Beethoven, aparte de
los libros, un piano de caoba marca "Broadwood", de Londres;
un cuarteto de instrumentos de cuerda: dos violines de Joseph Guarnen
y Nicolaus Amati, una viola de Vincenz Roscher y un violonchelo de Pietro
Guarnseri. Mencionaremos, asimismo, una gran medalla de oro con el busto
de Luis XVIII de Francia, que pesaba 41 ducados (puede verse hoy en
el museo de la ciudad de Viena), un anillo oval con una esmeralda orlada
de brillantes y diamantes, 16 piezas de un servicio de plata para mesa,
cierto número de camisas y prendas de ropa interior y una cantidad
bastante abundante de trajes. Finalmente, un conjunto de muebles sencillos
para la instalación de varios cuartos, notablemente deteriorados
por las muchas mudanzas y la falta de cuidado en su conservación.
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