TRANSFIGURACIÓN Y MUERTE

Cinco años antes de la muerte de Beethoven, se presentó en Viena Rossini con la excelente compañía de ópera de Barbaja, de la que formaba parte la propia esposa de Rossini, la aplaudida soprano Isabel Colbrand. Los vieneses se entusiasmaron con las ligeras melodías de este compositor tan brillantes y tan ricamente ornamentadas y con sus inflamadas oberturas, hasta el punto de relegar casi al olvido toda la otra música. Y no eran ellos solos quienes se dejaban llevar por este entusiasmo. Sabemos por los programas de una gran sala de conciertos de Leipzig, que por los días en que moría Beethoven, se servían en ellos, como bocados exquisitos, trozos de no menos de 27 óperas de Rossini.

Lo multiforme de este autor, lo mismo en serio que en broma, el caudal de su inspiración y los atractivos de su estilo, eran algo verdaderamente extraordinario. Las innegables excelencias de su "Guillermo Tell", estrenado un año después de la muerte de Beethoven —y en cuya partitura, por ejemplo en la cavatina y en el terceto de Matilde había dejado la ennoblecedora y clara influencia de la música de Beethoven huellas verdaderamente dignas— tenían su antecedente en la obra anterior de Rossini. Ya su "Otello", aunque todavía prisionero en gran parte en los lazos del canto virtuosista, merece un juicio bastante elevado, desde el punto de vista de la música dramática, al igual que el "Moisés", idolatrado en su tiempo y que contiene bellezas innegables de primer orden. Sólo quien desconozca las numerosas óperas serias compuestas por este autor puede hablar despectivamente de sus "estribillos frívolos y superficiales" y de otras cosas por el estilo.

En la ópera de Viena resonaron también las inspiradas melodías del "Tancredo", del "Barbero de Sevilla" y de otras óperas cómicas chispeantes de este mismo compositor. No cabe duda de que esta fama de Rossini vino a asestar un rudo golpe, por aquellos días, a la popularidad de Beethoven como compositor.

Principalmente por causa de su sordera, también por las rarezas y la brusquedad de su genio, sin duda provocadas, en gran parte, por aquella dolencia física, fueron acentuándose, durante estos años, la soledad y el vacío en torno al gran maestro, prematuramente envejecido también en su aspecto exterior. Las cosas tomaron, sin embargo, un giro más favorable cuando, ya en los últimos tiempos de su vida (en el año 1825), la familia de los von Breuning, al trasladarse a la ciudad de Viena, fijó su residencia en un lugar muy cercano a la mirada del compositor, que vivía por aquel entonces en la Schwarzspanierhaus o "Casa de los Españoles Negros", un viejo convento de frailes españoles. Beethoven pudo revivir hasta cierto punto, de este modo, los felices y juveniles tiempos de Bonn.

El gran maestro, retraído en su soledad, había sido ya casi totalmente olvidado por el gran público de Viena cuando, de noviembre de 1823 a febrero de 1824, escribió su op. 125, que lleva por título "Sinfonía y coro final sobre la oda de Schiller a la Alegría, para gran orquesta, 4 voces de solo y 4 voces de coro. Dedicada al rey Federico Guillermo III de Prusia".

Pese a la perfecta claridad que brilla en la estructura de los tres tiempos instrumentales, la obra no llegó a ser comprendida por la prensa, ni alcanzaron tampoco a comprenderla muchos músicos eminentes." La nueva sinfonía de Beethoven es algo monstruoso", decíase, como una consigna, en los extensos círculos musicales. Comentábase de los más diversos modos el empleo del coro en el tiempo final. Todavía es hoy el día en que en muchos artículos y libros, principalmente los de corte "progresivo", se sigue afirmando que esta estructura representa una renuncia formal a la música instrumental pura, es decir, a la música orquestal, como si con ello hubiese reconocido el propio Beethoven que las posibilidades de expresión de esta música no bastaban para decir lo que solamente la palabra podía expresar. Decíase también que toda la obra tenía una concepción programático-filosófica y que así debía ser interpretada.

Todo esto no pasa de ser, naturalmente, una pura fábula, pues en los libros de apuntes procedentes de diversos años, leemos estas indicaciones, con vistas a la Novena Sinfonía: "el último tiempo, muy fugado". Final, en 6/8. De voces de cantor no se habla todavía en 1823. Ni es verdad tampoco que la introducción de coros en las obras sinfónicas representase una absoluta innovación. Ya anteriormente se habían ejecutado en Viena otras obras de esta clase. Y, en tercer lugar, encontráronse entre los papeles dejados por Beethoven al morir apuntes para una décima sinfonía en que la sucesión de los tiempos aparecía esbozada ya en cuanto al ritmo, la medida y el tono, sin voces cantadas de ninguna clase.

El estreno de la Novena Sinfonía tuvo lugar el memorable día 7 de mayo de 1824, y fue necesario convencer a Beethoven, sentado de espaldas al público al terminar la obra, de que se volviera hacia él para que viese, por lo menos, el júbilo con que su creación era recibida. Un dato bien elocuente como signo de lo que habían cambiado los gustos del público es el de que sus amigos, al repetirse el concierto, se creyeran obligados a intercalar en él, para atraer mayor cantidad de gente que al estreno, un trozo del "Tancredo" de Rossini y, concretamente, el aria (en realidad, más bien rondó), extraordinariamente popular a la sazón, "di tanti palpití", de esta ópera.

El más grande de cuantos han intentado "interpretar" la Novena no cabe duda de que es Ricardo Wagner, quien redescubrió la obra para Dresde, copió la partitura de ella y derramó, según se cuenta, lágrimas de emoción a su simple lectura, lo que no es extraño, ya que el músico práctico escucha interiormente, al leer una obra musical, una ejecución ideal incomparablemente superior a cualquiera ejecución real. Transcribiremos algunas de las palabras escritas por Wagner, a este propósito: "El primer tiempo concentra, como en un ardiente foco, todas las sensaciones de una rica naturaleza humana, en el más incansable y el más dinámico afecto juvenil. La alegría y la pena, el placer y el dolor, la gracia y la melancolía, la meditación y el anhelo, el sufrimiento y la euforia, la intrepidez, la rebeldía y un incontenible sentimiento de la propia personalidad se suceden y entrelazan aquí de un modo tan denso y directo, que mientras experimentamos todas estas sensaciones, ninguna de ellas puede desprenderse perceptiblemente de la otra, sino que nuestra simpatía tiene que volverse necesariamente, en conjunto, hacia el ser que se revela ante nosotros con esta plétora de sensibilidad".

Estas palabras expresan, en realidad, todo lo que es posible decir y dicen, por lo tanto, demasiado. Desde qué punto de vista tan poco histórico juzga Wagner la aplicación del esquema de la sonata, en Beethoven, con sus tiempos rigurosamente cerrados, lo revela el hecho de que trate de ver en el scherzo, es decir, en el segundo tiempo, la catástrofe trágica hacia la que empuja la fuerza aplastante del primer tiempo, colmado de hechizo y de terror. En el tercer tiempo (el tiempo lento) se expresa, según Wagner, aquella fuerza, refrenada por el propio dolor profundo, en su sana y valerosa alegría, después de despojarla de su aplastante altivez. El último tiempo, por su parte, nos presenta al hombre entregado a su profundo y vigoroso dolor del tiempo segundo y al hombre alegre y gozosamente activo del tercero, para formar ambos, perfectamente unidos, el hombre total y armónico, uno consigo mismo y con sus sentimientos, en el que hasta la misma idea del sufrimiento se traduce en impulsos de noble actividad. De este tiempo dice Wagner que es la imagen y semejanza del primero, ahora esclarecida y transfigurada. Cierto es que Wagner añade por último, modestamente, a su intento de interpretación: "Únicamente en el lenguaje tonal de este maestro podía manifestarse de este modo lo inexpresable, lo que la palabra sólo puede tímidamente expresar". No obstante, hay que reconocer que este intento interpretativo de Wagner ha sembrado no poca confusión, desviando el espíritu de lo estrictamente musical, es decir, del verdadero y único contenido de los tres tiempos instrumentales. En cuanto al cuarto, apenas si había nada que decir, puesto que el texto se encargaba de hablar, en él, de por sí.

Los hechos artísticos son, también en lo tocante a la Novena Sinfonía, muy simples. El final comienza con un grito doloroso y desengañado, que parece sobreponerse a lo humanamente soportable participando toda la orquesta, con un acorde en el que resuenan a un tiempo mismo, de un modo disonante, todas las notas de una escala en Re menor. A continuación, atacan los bajos un recitativo que comienza clarísimamente con las notas iniciales del solo de barítono que más tarde se iniciará: "¡Oh amigos, no en ese tono!" El grito se repite, y en seguida la orquesta, que parece representar aquí dos personalidades separadas, intenta expresar uno tras otro los motivos iniciales de los tres tiempos anteriores, interrumpidos constantemente, tras pocos compases, por la continuación del recitativo disuasivo. Por último, los instrumentos de viento tocan los cuatro primeros compases del motivo de la alegría ("¡Oh, alegría, bella chispa de los dioses!"). El recitativo concluye ahora en tonos muy parecidos al que tendrá más tarde el del barítono, "más agradable y lleno de alegría", y los bajos ejecutan el tema de la alegría en toda su extensión, en compás de dieciseisavos. Con la intervención primero de la viola, de los violoncellos y los fagotes, luego de los violines y por último de 1os demás instrumentos, el piano inicial va subiendo hasta llegar a un brillo cegador. No parece que sea posible buscar detrás de este sencillo lenguaje de los sonidos más de lo que realmente dice de por sí.

Tampoco los movimientos instrumentales plantean, como hemos dicho, ninguna clase de enigmas, si se los mide al nivel de la última grandeza beethoveniana. El primer tiempo desarrolla, tras una contenida introducción fuertemente emocional, un tema de una fuerza y una nitidez extraordinarias, en modo menor, con el que contrasta otro en mayor, dulce y lleno de suavidad consoladora; apenas si es posible caracterizar con palabras todo este rico grupo de temas, al igual que su asombroso desarrollo. La coda irrumpe con bajos cromáticos en un pianissimo desazonador, anunciador de grandes males, hasta llegar al final, en que reaparece el tema central, compuesto en las octavas de un férreo fortissimo. El scherzo, ditirámbico en sus acentos, tiene un sereno trío en un aire discretamente pastoral, que desarrolla, en un contrapunto de los violoncellos, una melodía de los oboes, con arrebatadora exaltación. El adagio contiene una serie de variaciones en torno a un tema de retenida expresión, en las que van reduciéndose cada vez más los valores de las notas; es, en sus partes principales, un adagio lírico, con una interpolación sorprendente, de un tono resuelto y casi guerrero, en donde sorprenden, sobre todo, los compases de los primeros violines aislados.

Muchas cosas podríamos decir aún, en esta manera de sugerencias puramente musicales; cuanto pueda decirse acerca del "contenido" extramusical de estos tres tiempos de la Novena Sinfonía, verdaderamente sobrehumanos por su riqueza, será siempre subjetivo; simplemente, especulaciones de una fantasía libre, empeñada en traducir a todo trance al lenguaje de las palabras habladas o escritas lo que, en verdad, no pueden traducir. Incluso en lo que aquí dejamos escrito en torno a esta música hay expresiones puramente arbitrarias.

Consignaremos aquí, antes de seguir adelante, algunos datos sobre la difusión que encontró la Novena Sinfonía. Todavía hacia fines del año 1826 estudiaba la Novena el director de orquesta Möser, en la Sala Jagoor, de la avenida Unter den Linden, de Berlín. Para vencer lo que pudiera extrañar al oído en su versión para orquesta y coros, transportó Mendelssohnn la sinfonía entera al piano. Esta versión para piano despertó gran entusiasmo. La ejecución de la Novena más cuidadosamente preparada fue la que encontró en París, al presentarla Habeneck en 1829, con orquesta y coros, después de dos años de ensayos. En Londres resonó la Novena ya en 1824 y 1830, pero sin gran éxito; fue su tercera ejecución, en la primavera de 1837, bajo la dirección de Ignaz Moscheles, la que le valió merecida victoria, después de conocerse por los periódicos el éxito verdaderamente indescriptible alcanzado por la obra, un año antes, en la Sociedad Filarmónica de San Petersburgo. En Leipzig, Schumann había llamado insistentemente la atención hacia esta sinfonía, desde las páginas de su "Nueva gaceta de Música", pero hubieron de pasar varios años hasta que, a comienzos de 1841, la dirigió Mendelssohnn en una gran sala de conciertos de esta ciudad. El solo de soprano corrió, en esta ejecución, a cargo de Wilhelmine Schröder-Devrient.

En aquel memorable concierto del 7 de mayo de 1824, en que se estrenó la Novena, fueron también presentados al público por primera vez tres trozos de la Missa solemnis; la más grande de las obras de canto de Beethoven, detrás de la cual parece hablarnos un espíritu verdaderamente celestial, alejado de las realidades de la tierra. Esta misa no se mantiene, ni de lejos, en un plano tan "concertante" como la misa solemne de Bach, ni en el empleo de las cuatro voces de solo ni en el de los instrumentos orquestales. El cuarteto de solos forma siempre una unidad cerrada, con unos cuantos pasajes cortos de las voces aisladas, constantemente entrelazadas con el coro o alternando rápidamente con él. También en cuanto a los tiempos, su estructura responde a grandes grupos: Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus con Benedictus y Agnus Dei, sin que aquí podamos entrar, desgraciadamente, en el examen de su sublime e incomparable contenido musical.

En los últimos años de su vida, no era ya la orquesta, ni era tampoco el piano, y mucho menos las voces de canto, a las que siempre se sintió interiormente menos afín, la materia adecuada para que en ella encontrasen su forma los pensamientos musicales de Beethoven, sino el cuarteto de cuerda, que, con grandes intervalos, venía cultivando Beethoven desde los primeros años de Viena. Esta combinación musical, con su extensión de cinco octavas, une a la gran movilidad y a la fuerza de expresión de cada voz de por sí, garantizando una posibilidad ilimitada de agotar la rigurosa o libre técnica contrapuntística de composición, la más perfecta y rápida capacidad para matizar los grados de intensidad, como entre los instrumentos de viento sólo se halla al alcance de uno: el clarinete.

No podía, desde luego, encontrarse material más apropiado para expresar los estados de ánimo de Beethoven en esta última época de su vida; estados que, por su perplejidad en cuanto a las palabras, podríamos llamar incluso "metafísicos". Y, aunque él mismo dijera en una ocasión a su primer violín que no se preocupaba, al componer, de las "miserables tripas de oveja" (téngase en cuenta que se trata de palabras transmitidas por la tradición oral y tal vez desfiguradas), lo cierto es que todas sus notas están escritas con un conocimiento acabado y verdaderamente sublime del alma de los instrumentos, y la posteridad ha podido conocer a través de sus mejores artistas una ejecución, sin duda alguna ideal, de lo que en un principio llegó a considerarse como algo imposible de llegar a ser tocado.

Como sucesores de los seis cuartetos op. 18, en los que tanto recuerda todavía a Haydn, y de los tres cuartetos op. 59, compuestos por encargo del embajador ruso, conde Rasumowsky, que pueden ser considerados como el más auténtico "Beethoven intermedio", van apareciendo ahora, en rápida sucesión, los "últimos" cuartetos de cuerda, al frente de los cuales y abriendo dignamente su progresión, aparece el cuarteto, indeciblemente expresivo, en Fa menor, op. 95.

Pero, ya en lo editado como op. 18, que en su conjunto debe incluirse por su carácter dentro del grupo de la música juguetona, muy complacida en su forma, inspirada por Mozart y Haydn, no faltan tampoco algunos momentos elevados como el Adagio affectuoso e appassionato del primero, en Fa mayor, que es como un sublime nocturno. El allegro turbulentamente iniciado del tercero, en Do menor, con su delicioso tema cantable, en mayor, merece ser señalado también, al igual que el tranquilo scherzo fugado. En el op. 59, I, en Fa mayor, nos cautiva el Allegretto scherzando, con su delicioso pianissimo-stacato, que parece anunciar ya a las sílfides del "Sueño de una noche de verano", de Mendelssohnn; en el segundo, en Mi menor, el espléndido adagio en mayor, que debe tocarse "con molto di sentimento"; en el tercero, en Do mayor, el final fugado, lleno de una magnífica vivacidad. En la fase de transición al "último" estilo de los cuartetos, nos encontramos también con el maravilloso op. 74 en Mi bemol mayor, con su primer tiempo, sublime en su tono elegiaco, y el scherzo en Do menor, turbulentamente agitado y como poseído de una prisa incansable, cuyo comienzo parece como una inquieta meditación sobre el motivo inicial de la Quinta Sinfonía, compuesta en el mismo tono.

La reputación de difíciles y pesados que tenían los últimos cuartetos, transmitida de palabra y por escrito de unos a otros, no se detuvo, tal vez por causa de sus grandes libertades en cuanto a la forma, ni siquiera ante el gran cuarteto en Si bemol mayor, op. 130 a pesar de que los temas de los seis tiempos que forman este cuarteto son de la mayor sencillez, hasta el punto de que el del segundo scherzo que figura antes del divertido final en 2/4 está tomado directamente de una melodía de organillo callejero austriaco. Tampoco la forma de este cuarteto, en su conjunto, plantea ninguna clase de enigmas: entre el primer allegro, muy desarrollado, y el citado final se injertan, exactamente lo mismo que en la forma del divertimento, algunos intermedios: un adagio y un scherzo de cada vez. La grandiosa tarantela, editada más tarde como obra aparte, op. 133, y que, a la vuelta de algún tiempo, gustaba de ofrecerse como alarde de virtuosismo de toda la orquesta de cuerda, se destinaba originariamente a servir de final fugado a este cuarteto. La danza alemana en Sol, tan inocente y tan alegre, que figura entre los dos maravillosos adagios en Re bemol y en Mi bemol, revela una vez más hasta qué punto se dejaba llevar Beethoven, a veces, de su inclinación a los contrastes insospechados. El único cuarteto que podría considerarse, tal vez, no ya como difícil de comprender en cuanto a la línea, pero sí como áspero en su resonancia de conjunto y, por tanto, como poco asequible, sería, a lo sumo, el cuarteto en La menor op. 132.

El cuarteto en Fa menor op. 95 cuéntase entre las obras de Beethoven en donde un contenido tonal impuesto con fuerza imperiosa y desarrollado de un modo consecuente cierra el paso a toda tentativa de concebir la música como un juego puramente formal. El primer tiempo de este cuarteto, encerrado dentro de límites muy breves, hace resonar constantemente, a través del carácter general áspero y desgarrado, un motivo de profunda y mordiente amargura, la cual sigue predominando en el final, que se apaga poco a poco, como un suspiro. El segundo tiempo nos habla con una gran fuerza directa de la imagen de un alma que vive amargas horas solitarias. También el scherzo rítmicamente movido, entona con el doloroso tono fundamental de toda la obra, que vuelve a traslucirse claramente en los acordes premonitorios de la introducción al final. Solamente su breve terminación añadida a éste como un apéndice, se sobrepone bruscamente al pasado, se libera de él para lanzarse al dinamismo, al olvido, a la vida y a la libertad.

En el cuarteto en Mi bemol mayor, op. 74, nos cautiva inmediatamente la cantinela susurrante y conmovida del primer tiempo. El segundo hace desfilar ante nosotros maravillosos momentos del primer violín y del violoncello, en el desarrollo de la melodía, con sus variaciones, que a veces se esfuman como en un juego de sombras en torno al tema. En el final de este cuarteto nos impresiona de un modo único el movimiento con que comienza la stretta añadida como apéndice al final y que, elevándose rápidamente del más leve piano, en los cuatro instrumentos, va creciendo como una tormenta primaveral.

El allegretto del cuarteto en Fa mayor, op. 135, la última obra de esta serie final de las composiciones de Beethoven, se asemeja, por la olímpica inocencia de sus ocurrencias y caprichos puramente musicales, a los juegos de un titán; se revela en él, principalmente en su final, que nos recuerda directamente a Haydn, aquel rasgo que tantos cientos de veces hubo de ser tergiversado en la vida misma del genio de la música. El segundo, con sus deliciosos ritmos, es la primera y la más auténtica "kreisleriana"; Hoffman habría podido construir sobre esta obra toda la figura de su director de orquesta Kreisler, con todas sus grotescas rarezas y sus travesuras de muchacho. El tercer tiempo parece narrar a quien lo escucha, en notas sencillas, un viejo cuento, con el sobrio y cautivador encanto de la auténtica poesía de las sagas, como si lo percibido por los sentidos, toda la verdad vivida que las generaciones han ido acumulando en la leyenda a lo largo de los siglos, se condensara para formar el más genuino fruto de la inspiración creadora del instante. En el cuarto tiempo, que lleva por rúbrica "¿Tiene que ser así? ¡Así tiene que ser!", un segundo tema de gracioso carácter se inspira también, evidentemente, en una canción callejera vienesa. En el tratamiento musical que Beethoven le da, percibimos una fina picardía, a través de la que se trasluce la más profunda seriedad.

El cuarteto en Do sostenido menor, op. 131, por último, está lleno de maravillas de un carácter totalmente distinto. Llena el tiempo de la introducción una dulce penumbra, un romanticismo en estilo de fuga, como solamente Bach y Beethoven, entre todos los músicos, supieron vivir y escribir, con aquella maravillosa ternura emocional en la que se vuelven libremente las formas tradicionales; en seguida, nos conmueven profundamente el susurro dulcemente escalofriante del breve allegro, el mundo de una rica y vaga vivencia interior de las variaciones, las más delicadas que jamás haya escrito un poeta de la música; el presto, fuertemente entrelazado, el genial humorismo, con los motivos, el final iniciado con una vigorosa seriedad y que, poco a poco, va adquiriendo la gracia sonriente con que, como jugando, acaba. El famoso musicógrafo de Bruselas, Fetis, definió en su tiempo el final de este cuarteto, cuando acababa de ser editado, como el delirio de un genio precipitado en la locura.

En Beethoven, el contraste entre el empobrecimiento de la vida exterior, causado por las fallas de sus sentidos, y el enriquecimiento cada vez más asombroso de su vida interior, tenía que traducirse necesariamente, de un modo cada vez más acentuado, por la tendencia a colocar en un plano secundario lo primero, supeditándolo a lo segundo. El genial maestro olvidábase, no pocas veces, de ciertos detalles de indumentaria obligados en quien sale a la calle y apresuraba, otras veces, la marcha por las calles y los caminos, sin saludar a las gentes conocidas ni apercibirse siquiera de ellas, espoleado por la sensación de poder captar, andando de prisa, los cantos interiores que iban formándose en su alma. Sentado a su mesa de trabajo, en la sala de su casa, se olvidaba con frecuencia de salir a comer o dejaba enfriarse, sin tocarla, la comida que le servían de algún restaurante, en su casa misma. En el trato con la gente, el maestro fue haciéndose cada vez más huraño, distraído y descuidado, abandonó la limpieza y el orden dentro de sus habitaciones y escupía continuamente en el piso. Vivía en constante conflicto con la servidumbre, irritado a cada paso por los menores motivos, hasta que, por fin, una buena señora bávara se hizo cargo, como ama de llaves, de regentar la casa de Beethoven, tan venida a menos. Era Nanette Streicher, hija del fabricante de pianos Stein, de Augsburgo, y casada con otro fabricante vienés de pianos llamado Streicher, que en tiempos fuera amigo de Mozart. Para los asuntos de negocios e incluso pata gestiones y tareas de tipo personal, el maestro encontró una especie de secretario no remunerado én el joven músico Antón Schindler, cuya mediación le descargaba de una serie de molestias y cosas desagradables. Es, pues, harto disculpable que, en estas condiciones, Schindler se sintiese orgulloso de su trato íntimo con el gran compositor. Heinrich Heine, con su ingenio mordaz, llegó a decir que había encargado unas tarjetas de visita, en las que figuraba, debajo de su nombre, este título: "ami de Beethoven".

Para Beethoven, como para tantos otros grandes y pequeños artistas, los vínculos del parentesco y los lazos de la familia fueron a lo largo de su vida más mortificantes que felices. Para comprenderlo, basta pensar en la imagen que habría presentado ante la posteridad su familia, vista a través de los documentos de los archivos, si no hubiese venido a ennoblecerla la figura de Ludwig van Beethoven, el más grande genio musical de todos los tiempos y uno de los más grandes genios de la humanidad. El único ser normal en ella habría sido el abuelo de Ludwig, el músico y comerciante en vinos, que estableció en Bonn la residencia de la familia. Su mujer, la abuela de Ludwig, habíase entregado a la bebida y su hijo, el padre del compositor, tarado con la herencia de un alcohólico, era un hombre ocioso y desordenado, que perdió por ello su ocupación de empleado y a quien hubo que inhabilitar como jefe de la familia. La policía vienesa tenía, según sabemos, bajo su vigilancia a uno de los dos hermanos de Ludwig, el menor, que ya en 1795 había ido a reunirse con el maestro en su patria adoptiva, lo mismo que a la esposa del otro, que era también, según parece, una "buena pieza". En un informe de la policía de Linz al emperador Francisco, en el año 1814, se dice que el boticario Johann van Beethoven, establecido en aquella ciudad, se hallaba bajo la sospecha de suministrar a los hospitales militares de la zona medicamentos falsificados o estropeados, para lucrarse fraudulentamente con estos suministros. No sabemos, cierto es, en qué pararía la investigación iniciada con aquel atentado policiaco. El otro hermano de Ludwig, el mayor, llamado Carlos, desempeñaba en la última época de su vida un cargo con el complicado título de "adjunto de la caja central de pagos camerales", cuya importancia real no debía de corresponder a la longitud de la denominación, según lo indica el carácter subalterno de la palabra "adjunto". A su viuda, Juana, que ya en 1812 hubo de sufrir un arresto de cuatro semanas en la cárcel de la policía de Viena, por el delito de adulterio, le fue retirado el derecho a dirigir la educación de su hijo Carlos, en vista de la irregularidad y el mal ejemplo de su vida. Y las taras hereditarias no tardaron en revelarse también en este Carlos, sobrino del gran compositor, cuya conducta dejaba bastante que desear en muchos conceptos. En 1820, las autoridades imperiales, que consideraban sospechosa a toda la familia, con la única excepción del genial músico, solicitaron informes de la policía "sobre el comportamiento de Carlos Beethoven, sobrino y pupilo del conocido músico del mismo nombre".

No cabe duda de que un hombre como Beethoven, por su temperamento y su modo de ser, habría podido moverse muy a gusto, durante toda su vida y dentro del marco a que le constreñía su sordera, en el mundo de los nobles, tiernos y vigorosos sentimientos familiares. Tuvo, sin embargo, la desgracia de que sus hermanos Juan y Carlos, que le siguieron a Viena para vivir a su sombra, tan pronto como la fama del gran compositor estuvo asegurada, fuesen seres vulgares y de condición moral inferior en muchos aspectos. No le había llamado el destino por la senda del matrimonio, y las numerosas relaciones que sostuvo con mujeres de diversas clases y condición social, pasaron sin dejar huella. Todo ello hizo que su corazón se entregase por entero a su sobrino Carlos, hijo de su hermano del mismo nombre, muerto en 1805. A su madre, Johanna, cuñada de Beethoven, a quien éste por sus costumbres livianas, había puesto el mote de "la Reina de la Noche" —tomado del conocido personaje de "La Flauta Encantada" de Mozart— considerábala, y no se equivocaba, como incapaz para dirigir la educación de su hijo, lo mismo que a su padre, quien en vida había manifestado a Ludwig el deseo de que asumiese la tutela sobre Carlos. Por fin, y tras quince años de pleitear, el compositor logró que se le nombrara judicialmente tutor de su sobrino, un muchacho bastante bien parecido, ligero de carácter, que no se distinguía precisamente por su talento y en cuya mentalidad debieron de influir considerablemente, además de las taras hereditarias, el antecedente de un abuelo alcohólico. Beethoven, entregado por entero a su misión de tutor, asumió el puesto de un verdadero padre para el muchacho y fue reuniendo, a fuerza de ahorros y fatigas, un pequeño capital para, dejárselo como herencia.

Carlos, el sobrino, no se sentía conmovido en lo más mínimo por la seriedad moral de su tío y tutor, ni por las preocupaciones que le inspiraba a éste en cuanto a su educación y desarrollo; sus frecuentes y largas amonestaciones mortificaban lo indecible a aquella blanda e indómita criatura. A la hora de examinarse, como término de sus estudios, en el establecimiento de enseñanza que su tío había elegido cuidadosamente para él y que le costeaba, no considerándose en condiciones de hacer frente a sus deberes, se disparó un tiro en la cabeza, aunque sin producirse ninguna herida de gravedad. En vista de ello, Beethoven decidió dedicarlo a la carrera militar, en la que podía llegar a adquirir un puesto honroso sin grandes quebraderos de cabeza. Pero lo sucedido representó una conmoción espantosa para el tío, cargado ya de años y contribuyó en no pequeña parte a la prematura decadencia del gran músico. Previo el desembolso por su tío de la correspondiente suma, el muchacho ingresó, por fin, como cabo, en el real regimiento de infantería número 8, de guarnición en Iglau. Beethoven ya no alcanzó a conocer el ascenso de su sobrino, quien en 1829, muy tarde, como se ve, llegó a sargento, logrando en 1831 el grado de suboficial, para abandonar el servicio unos meses más tarde, sin haber conseguido siquiera el nombramiento de oficial. Para decirlo pronto y terminar con esta historia de familia: la herencia de Beethoven, por valor de unos 9 000 florines; fue judicialmente depositada, con arreglo a las disposiciones testamentarias de aquél, a nombre de su sobrino. A la muerte de Carlos, ocurrida en 1858, su viuda Carolina van Beethoven percibió en diversos plazos una parte del capital depositado, viviendo de él hasta 1874 y retirando el resto, en este último año, para beneficio de su hija menor Hermine, con lo que el nombre del maestro aparece por última vez en los documentos judiciales de su herencia, al consumirse lo que todavía quedaba de los rendimientos financieros de su obra inmortal, remanente de sus treinta y cinco años de creación artística, que tuvieron por sede la ciudad de Viena.

Un día del año 1827, aquella cadena de los lazos de la sangre que el maestro venía arrastrando desde los tiempos de Bonn, le costó a Beethoven la enfermedad que acabaría con su vida. El 1o de diciembre de aquel año emprendió, para asuntos relacionados con la institución de heredero de su sobrino Carlos, un viaje a la finca que su hermano Juan poseía cerca de Gneixendorf, y, aunque pagó su hospedaje, se vio míseramente instalado y atendido. Al emprender el viaje de regreso a Viena, en medio de la lluvia y la tormenta, su hermano no creyó oportuno poner a su disposición el coche cerrado que poseía, sino un coche abierto, una especie de cabriolé, completamente inadecuado para un viaje largo y hecho en tales condiciones. Mientras tanto, el indolente e irresponsable sobrino, entreteníase en jugar al billar en un café de las inmediaciones. Calado de lluvia hasta los huesos, resfriado y sin ropa para mudarse, Beethoven tuvo que pernoctar en una pequeña posada del camino, aposentado en un mísero cuartucho sin doble ventana para el invierno. Al llegar a su casa de Viena, se acostó gravemente enfermo; poco después, se le declaró una pulmonía. Así lo encontró Carlos, su sobrino, quien, requerido para que avisase que había un enfermo, no encontró nada mejor que transmitir el encargo al camarero de un café, para que lo cumpliese. El camarero, sin apresurarse, pasó el recado al médico director de un hospital, aprovechando la oportunidad de tener que visitar, en él, a un enfermo. La pulmonía hizo crisis favorablemente, pero los síntomas agudos de la cirrosis hepática manifestáronse inmediatamente, y cuando el médico llegó a la cabecera del enfermo fue para diagnosticar una ascitis o hidropesía sin remedio posible, y con ella, el estado desesperado del enfermo.

El 11 de enero, hízose cargo del tratamiento de Beethoven su antiguo médico y amigo Malfatti. Entre el 20 de diciembre y el 27 de febrero, le fueron practicadas al enfermo cuatro dolorosas punciones. En su lecho de dolor, encontraba Beethoven todavía ánimos para leer a Walter Scott, las partituras de Mozart y para escribir algunas cartas. Sus amigos de Londres hiciéronle llegar un regalo de cien libras esterlinas, por medio de la Sociedad Filarmónica londinense, pues el enfermo había dado orden de que bajo ningún concepto se tocaran los 7 000 florines invertidos por él en valores bancarios, como herencia destinada a su sobrino. El 16 de marzo fue desahuciado en junta de médicos, comunicándosele la terrible verdad de su próxima muerte. Todavía tuvo fuerzas para escribir de su puño y letra un codicilo a su testamento. El 24, recibió, con todos los sentidos, los últimos sacramentos, que le fueron administrados por un sacerdote católico. Exhaló el último suspiro el 26 de marzo, poco después de las cinco de la tarde, mientras se descargaba una furiosa tormenta. Acompañado por un imponente cortejo, fue enterrado en el cementerio de Währing, en la ciudad de Viena, donde el actor de la corte Anschütz leyó una oración fúnebre escrita por Grillparzer. En 1888, se trasladaron sus restos al cementerio central de Viena. Sobre su tumba se levanta un pequeño obelisco, con este solo nombre:

Beethoven

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