Al exponer la ideología de Mora, hablé de la situación
ruinosa del campo, debida a los cuantiosos capitales que soportaban
las fincas y a que los réditos absorbían las utilidades.
El mismo autor, basándose en las cuentas de los diezmos de 1819,
calculó el valor de los productos agrícolas en 28 411
520 pesos. En 1823 fueron abolidos los mayorazgos. Zavala habló
del reparto de tierras como una necesidad democrática del país.
En 1833 el patrimonio del clero sufrió el primer ataque serio;
logró dominarlo, pero al temor consiguiente se atribuye el hecho
de que, hasta 1860, hubiese dispuesto la Iglesia de propiedades valuadas
en 42 millones de pesos. En 1847, la escasez del gobierno ante la guerra
con los Estados Unidos lo inclinó a vender forzosamente bienes
del clero hasta la suma de 15 millones de pesos; Santa Anna elevó
la cantidad a 20 millones; la Iglesia obtuvo la derogación de
la ley a cambio del pago inmediato de dos millones. Comonfort en 1855
decretó el embargo de bienes suficientes para indemnizar al gobierno
de los gastos causados por la rebelión clerical entonces dominada,
que se calcularon en más de un millón de pesos. La propiedad
eclesiástica productiva antes de la Reforma valía más
de 184 millones.
En lo que respecta a la situación del campesino, Poinsett en
su viaje de San Luis a Tampico observó en Quelitan tal pobreza
que comentaba: "Any master, who, in our country would lodge his
slaves in this manner would be considered barbarous and inhuman".
Pero en las regiones de la meseta central notó mayores recursos
alimenticios.
El cálculo de Mona sobre el capital minero asciende a 304 millones
de pesos: El entusiasmo en Londres a raíz de la independencia
fue extraordinario ante la perspectiva de las minas de México:
"Fue asunto de discusión muy reñida refiere
Mora si llegaría a triplicar el valor del trigo y demás
efectos de consumo popular y de primera necesidad como sucedió
en el siglo XVI a consecuencia de los nuevos descubrimientos".
Zavala da cuenta de un alza de 84 puntos en los vales mexicanos, aunque
ya en 1826 comenzaron a quebrantarse las esperanzas concebidas y a notarse
los resultados de la especulación; de 1826 a mayo de 1829, los
accionistas ingleses gastaron en las minas mexicanas 5 129 157 pesos
y los productos sólo fueron 2 603 447, debido al considerable
gasto necesario para poner de nuevo en explotación los yacimientos
abandonados. Las acciones mineras bajaron progresivamente en Londres.
El derecho del diezmo, que desde la época colonial percibía
el gobierno, se rebajó a un treintaidosavo. El azogue se importaba
principalmente de España; la ruptura de las relaciones dificultaba
este comercio y el encarecimiento fue mayor a causa de que, con anterioridad
al año de 1836, la casa Rotschild remató en almoneda,
a un precio mayor de 50 pesos fuertes el quintal, todo el producto de
las minas españolas. En 1822 la famosa mina La Valenciana había
visto descender su población de 22 000 almas a 4000. En 1809
se acuñaron en la Casa de Moneda de México 1 464 818 pesos
en oro y 24 708 164 en plata. En 1821: 303 504 pesos en oro, 5 600 082
en plata y 12 700 en cobre; el descenso fue considerable a pesar de
que funcionaban entonces casas de fundición en Guanajuato, Guadalajara
y Zacatecas que acuñaron millón y medio de pesos en el
año. El minero ya no recibía inmediatamente el importe
de su entrega de metal; aguardaba el pago durante tres meses. Mora atribuía
el fracaso de los primeros capitalistas ingleses, descontada la especulación,
a la ignorancia de los directores enviados, al desconocimiento de la
importancia de los trabajos necesarios para desaguar las minas y a la
falta de buenas comunicaciones para conducir la maquinaria. El decreto
de 26 de mayo de 1826 suprimió el Tribunal de Minería
y entregó a los estados de legislación y arreglo del ramo.
Las previsiones de los capitalistas europeos comenzaron a transformarse
en una realidad.
En 1822, Poinsett estimaba que la producción industrial de México
calculada por Humboldt en ocho millones de pesos al año, había
descendido a cerca de cuatro millones. Mora creía que los capitales
del comercio y la industria ascendían a 136 557 936 pesos. El
presidente Guerrero, el 22 de mayo de 1829, dio la primera ley restrictiva
de la importación de géneros de algodón. Alamán
según hemos dicho trató de fomentar la manufactura
por medio de tarifas protectoras, destinadas especialmente a los tejidos
de algodón, lana, cría y elaboración de la seda.
Su banco de avío facilitaría capitales al 5% anual.
El estado del comercio a raíz de la independencia fue deplorable.
En poder de los españoles el castillo de San Juan de Ulúa,
que domina el puerto de Veracruz, todo barco al entrar pagaba al castillo
un derecho del 8%. A su vez pagaba al gobierno mexicano los derechos
de aduana según un arancel alto y de clasificaciones rudimentarias.
Los productos de importación pagaban 25% ad valorem. No
podían introducirse: algodón no manufacturado, cera, pastas,
oro, plata y algunos objetos de algodón. No causaban derechos:
el azogue, instrumentos científicos, libros (con prohibición
de introducir los contrarios a la moral y religión católicas),
dibujos, modelos artísticos, maquinaria agrícola, minera
y de oficios, música impresa o manuscrita, plantas exóticas
y animales vivos. Las mercancías trasladadas a la capital pagaban
la alcabala, o sea el 12.5% ad valorem. El retorno en especie
causaba derechos de exportación y los transportes se efectuaban
bajo la doble amenaza del bandidaje y el secuestro por el gobierno.
La exportación de oro causaba un derecho del 2%; del 3.5% la
plata y del 6% la cochinilla. El costo de la conducción de mercancías
de Tampico a México era de 1.25 a 2.50 pesos por 25 libras, y
de Veracruz a México de uno a dos pesos por el mismo cargamento.
Hasta el año de 1829 el abandono de los caminos fue absoluto;
los peajes se gastaban en otros fines, por lo que se creó una
junta encargada de administrarlos. Los modelos de carros ingleses y
norteamericanos influyeron en la reforma de los pesados y de escasa
cabida usados con anterioridad.
De acuerdo con la memoria del ministro de Hacienda, presentada al congreso
el 20 de mayo de 1833, las aduanas marítimas y fronterizas de
México produjeron en ese año económico 9 133 337
pesos, correspondientes a una importación de 22 833 842; la fraudulenta
se estimaba en 16 445 126.
Poinsett comprobó la importancia del comercio cuando unas señoras
mexicanas, en la población de Santa Bárbara, le manifestaron
su adhesión a la independencia porque: "ahora que no somos
gobernados por los gachupines, obtendremos hermosos trajes a un precio
menor".
La historia de la hacienda pública se vio envuelta durante los
años siguientes a la independencia en las controversias de los
partidos. Omitiendo los aspectos pasionales se hallan algunas cifras
importantes. En 1830 las recaudaciones consistían en lo siguiente:
de 500 000 pesos mensuales de las aduanas marítimas, el gobierno
federal recibía solamente 150 000 proporcionados por los prestamistas
y 50 000 como parte del 32% libre del embargo; el tabaco rendía
50 000 pesos mensuales, de los que correspondían 30 000 a los
cosecheros; los correos, lotería, salinas y rentas del Distrito
Federal y territorios 100 000 pesos mensuales; en total, 320 000. Los
egresos eran: lista civil y militar de la capital, 140 000 pesos; tropas
de la capital e inmediaciones 160 000; sobrante: 20 000 para atender
todos los gastos del servicio en estados y territorios de la República.
Los estados estaban obligados a dar un contingente económico
a la federación, pero de hecho no contribuían. Zavala
calcula que el erario tenía un déficit de ocho millones
de pesos anuales y una deuda exterior de 32 millones. El clero consumía
531 000 pesos anuales por concepto de prebendas; la milicia contaba
con plazas y un presupuesto de 17 millones de pesos, o sea más
de las tres cuartas partes del presupuesto total calculado en 22 millones.
Los ingresos y gastos de 1831-1832 se reducen a: productos líquidos:
16 413 060; gastos: Secretaría de Relaciones Interiores y Exteriores:
632 683; Secretaría de Justicia y Negocios Eclesiásticos,
224 959; Secretaría de la Guerra, 10 450 151; Marina, 126 079;
Hacienda 4 296 542; total de gastos: 15 730 416.
Las rentas recaudadas por el gobierno en 1844 suman 13 421 863 pesos;
en 1851,10 148 563, correspondiendo 6 148 563 a rentas federales y 4
000 000 a contingente de los estados. Hubo dos ingresos especiales de
15 y 10 millones por concepto de indemnización pagada por los
Estados Unidos y venta de La Mesilla.
En lo tocante a la deuda pública, el primer préstamo extranjero
fue de 3 200 000 libras al 6%. En agosto de 1826, la casa Barclay suspendió
sus pagos protestando letras por más de 80 000 libras giradas
por el ministro mexicano de Hacienda; en febrero había hecho
lo propio la casa Goldsmith por 20 000 libras. El encargado de negocios
de México en Londres dio a Colombia 63 000 libras sin ningún
interés; en buques, vestuario y armas se consumieron los remanentes,
quedando una deuda pública de 2 860 000 pesos, sin provecho alguno.
En los años siguientes los ministros de uno y otro color recurrieron
al expediente ruinoso de gravar los ingresos aduanales.
En 1843 la deuda exterior ascendía a 10 914 746 libras esterlinas
equivalentes a 54 573 730 pesos; en 1847, a 11 495 373 libras, correspondientes
a 58 476 865 pesos; en 1852, 10 548 899 libras, iguales a 52 744 497
pesos. La deuda interior en 1852 montaba 76 179 406 pesos.
Los progresistas comprendieron la imposibilidad de gobernar democráticamente
a un pueblo ignorante. Entre los conservadores hubo también quienes
unieron la idea de cultura a sus programas.
Mora enseñó economía política en el Colegio
de San Ildefonso desde la época del gobierno de Iturbide; Zavala
fomentó las escuelas en el estado de México; Prisciliano
Sánchez creó en Jalisco un instituto literario y científico;
Alarnán, siendo ministro en 1830, propuso un plan de reforma
a la enseñanza; los miembros de las logias escocesas introdujeron
el método de Lancaster.
La reforma más importante correspondió a la administración
de Gómez Farías en 1833, y se encaminó a independizar
la educación del clero. "La Universidad se declaró
inútil, irreformable y perniciosa"; se trató de suprimir
el método monacal de los colegios; enseñar derecho constitucional,
economía política, historia profana, comercio y agricultura;
en suma, implantar "el espíritu de investigación
y de duda" en lugar del "hábito de dogmatismo y disputa".
Zavala había calculado en 1829 que existían 3 400 eclesiásticos
en 1 200 parroquias; 1 688 religiosos en 155 conventos y 1 200 monjas
en 57; había 10 seminarios con 20 cátedras de teología,
ocho de derecho canónico, nueve de derecho natural y civil, cinco
de historia eclesiástica, cuatro de ceremonias, tres de derecho
constitucional, 19 de filosofía, 24 de latín, dos de geografía
y una de lengua mexicana.
El 19 de octubre de 1833 fue suprimida la Universidad y se declaró
que la enseñanza era una profesión libre que los particulares
podían ejercer mediante aviso a la autoridad y en cumplimiento
de los reglamentos de moralidad y policía; se creó una
dirección general encargada de la vigilancia del ramo; un fondo,
formado con las sumas confiscadas a los establecimientos antiguos, serviría
para atender los gastos. En sustitución de la Universidad se
crearon escuelas de "cada ramo": preparatoria; estudios ideológicos
y humanidades; físicos y matemáticos; médicos;
jurisprudencia y preparación sagrada. Los reformadores reconocieron
que en la rama física existía un valioso antecedente:
el Colegio de Minería, "una de las instituciones más
útiles, perfectas y bien montadas que existían, debida
en gran parte al ilustre mexicano don Joaquín Velázquez
de León". En la Escuela de Medicina "se procuró
que la enseñanza fuese toda experimental y práctica";
en la de Leyes se introdujeron cátedras de derecho político,
patrio y elocuencia.
Dos escuelas primarias para adultos se establecieron en la ciudad de
México, a las que asistieron 386 jornaleros y artesanos. En 1834
había 15 escuelas (dos normales y 13 de niños de ambos
sexos) con asistencia de 1 285 alumnos (de éstos 300 eran del
sexo femenino). Dirigió los trabajos don Agustín Buenrostro.
Persistía el método de Lancaster.
Se dotó a la Biblioteca Nacional con 3 000 pesos anuales para
comprar libros; la Academia de Bellas Artes y el Museo, que debían
ser abarcados en el plan de reforma, no lo fueron de hecho.
El plan unía al defecto de la especialización profesional
y a la ruptura de tradiciones de cultura, aciertos modernos y preocupaciones
de educación popular. Los vaivenes políticos imposibilitaron
su aplicación.
La belleza del paisaje mexicano y la exótica elegancia de sus
habitantes sorprendían al viajero que dejaba las arenas de Veracruz
para comenzar la ascensión de la meseta. La señora Calderón
de la Barca anotaba con fina sensibilidad:
Hay una circunstancia que debe observar todo el que viaje por el
territorio mexicano. Cuanto ser humano cuantos objetos se advierten
al pasar, constituyen cada uno por sí mismo un cuadro, o
pudieran, por lo menos, ministrar tema apropiado para el pincel
o para el lápiz. Las indias, con sus cabellos trenzados y
con los nenes colgándoles a la espalda, grandes sombreros
de paja y enaguas de dos colores; las largas caravanas de arrieros
con sus mulas cargadas y sus rostros ennegrecidos de apariencia
salvaje; el jinete que pasa por casualidad, con su sarape multicolor,
su silla profusamente adornada, su sombrero mexicano, sus estribos
de plata y sus botas de cuero todo esto es altamente pintoresco.
La guerra civil había fomentado el bandidaje; los caminos eran
recorridos con acompañamiento de fuertes escoltas y los asaltos
tenían lugar hasta en las inmediaciones de las ciudades. En
ocasiones los administradores y mozos de las haciendas sostenían
largos combates con las bandas de forajidos. El estado de las comunicaciones
se dificultaba además por el abandono de los caminos y la pobreza
y desatención de las posadas.
Las ciudades de provincia no habían perdido el carácter
melancólico que les imprimieron las costumbres españolas;
numerosos templos adornados suntuosamente; conventos, grandes edificios
para la administración y vivienda de familias poderosas. Escaso
trato social; más escasas lecturas; educación muy limitada,
aun en círculos elevados, y parca en el sexo femenino.
La capital se distinguía por algunas oportunidades de vida
religiosa, civil e íntima que templaban la monotonía
general. Las casas ostentaban las fachadas irregulares que aun hoy
las caracterizan, reflejo de la individualidad agresiva de sus propietarios.
Los interiores solían contener oro, pinturas no muy selectas,
y una disposición independiente del gusto europeo, con excepción
de contadas residencias. El uso de joyas era general y desagradable
para las damas extranjeras que no podían competir con las ricas
herederas mexicanas. El gusto y la facilidad por la música
eran notorios, aunque la educación descuidada como en los demás
aspectos de letras y artes. Los despropósitos en las ceremonias
oficiales eran tan graves como simpáticos: el ministro británico
seguido de los súbditos de su nación abandonó
un baile dado en honor del presidente Bustamante porque el pabellón
de su país había sido colocado en lugar secundario.
Las visitas familiares eran sumamente largas y los cumplidos exagerados.
A pesar de su aislamiento geográfico, México era visitado
por extranjeros y el contacto influía en la vida nacional.
Los españoles, después de la Independencia, a pesar
de los movimientos políticos iniciados en su contra, continuaron
en íntima convivencia con los mexicanos; muchos de ellos se
consideraban miembros del país, de acuerdo con la observación
de que "su corazón está donde se hallan sus intereses".
En relación menos íntima, pero influyente también,
hallamos médicos extranjeros, charlatanes no pocas veces, que
competían ventajosamente con los nacionales; además,
incontables comerciantes, sastres, sombrereros, zapateros y boticarios
franceses; modistas de la misma nacionalidad; algunas tiendas alemanas
y pocas inglesas. Hacia 1840, las francesas se distinguían
ya al lado de las españolas.
Las corridas de toros, las óperas mediocres y los teatros en
que se aplaudía el chiste sobre temas políticos del
día desahogo estéril de una población gobernada
autocráticamente, alguna ascensión en globo que
maravillaba a los concurrentes, al grado de asistir el presidente
de la República con todo su estado mayor, bailes diplomáticos
y carnavalescos, excursiones a los alrededores siempre interesantes,
ferias y peleas de gallos en San Agustín de las Cuevas, eran
las diversiones mundanas más estimadas.
Los libros escasos y caros; el porte de correos ruinoso para la mercancía
impresa; la gaceta del gobierno publicaba, como en la época
colonial, órdenes y decretos; periódicos gubernamentales
y algunos de oposición daban vida raquítica a la prensa;
de ellos el más apreciado era siempre el Sarcástico.
Zavala decía de los primeros diarios mexicanos:
se combatían con furor y debe suponerse que en un país
poco civilizado, el ataque a las personas ocupaba la mayor parte
de las columnas. Las discusiones políticas eran muy raras
y sumamente superficiales. Cada partido creía ver en las
páginas de Bentham, o quizá en los discursos de Mirabeau,
una doctrina acomodada a las circunstancias, y los plagios de estos
u otros escritores, o sus textos detestablemente aplicados, era
lo menos malo que había en estos escritos destinados a ilustrar
al pueblo.
El Mosaico Mexicano publicaba mensualmente algunos artículos
sobre historia y antigüedades. Esta corta acción pública
era a todas luces insuficiente para un pueblo densamente analfabeto;
se estaba muy lejos de la democracia lectora que se implantaba de
jure en las constituciones. Las instituciones culturales legadas
por el esfuerzo español de la época de Carlos III, languidecían
en las primeras décadas de la independencia, absorbidas por
la lucha civil: el colegio de minería, el jardín botánico,
la academia de artes ya no se hallaban en el estado floreciente que
admirara Humboldt. La escasez económica las había afectado
profundamente y la decadencia se manifestaba en el nivel más
bajo de su producción artística y científica.
Las abandonadas clases íntimas, los numerosos léperos,
seguían matizando con su miseria la ciudad. En los corrillos
de mercados y plazas se les veía agrupados, semidesnudos, ebrios,
pasando de una sutil cortesía a violentos hechos de sangre.
Donde la presencia de esta casta impresionaba vivamente era en medio
de la suntuosidad de los templos; allí se mezclaban con la
"gente decente", salvo en especiales festividades, y una
viajera sajona extrañaba y admiraba al mismo tiempo ver a "la
aldeana y la marquesa arrodilladas la una al lado de la otra".
La sujeción de las castas pobres y holgazanas de México
a las normas de la vida civil era difícil: de las casas ricas
las criadas se despedían fácilmente y los salarios y
la bienandanza doméstica de que allí disfrutaban las
atraían menos que su libertad primitiva En las grandes casas
de construcción colonial las familias ricas hospedaban a las
de sus servidores.
Las frecuentes revoluciones habían iniciado un fenómeno
que perduraría en la sociedad mexicana: los oficiales contraían
matrimonio, y cuando a causa de los vaivenes políticos, lograban
ascender a los primeros puestos, introducían en la vida de
los salones a sus consortes, salidas de los medios más humildes;
por eso, al lado de las rancias familias acostumbradas a la vida social
desde los tiempos coloniales y que en sus viajes por Europa alcanzaban
un nivel aceptable de maneras, figuraban las de la nueva promoción,
cuya apariencia era bien distinta. Desdoro de los salones que, en
cambio, anunciaba un proceso etnográfico de mestizaje, que
tuvo trascendental influencia en la vida futura de México.
No puede sostenerse razonablemente que con anterioridad al año
de 1857 la independencia hubiera representado una mengua del poder
social del clero. La semana santa se celebraba en las ciudades y pueblos
con pompa; las iglesias lucían sus mejores ornamentos; las
procesiones se desarrollaban en las calles con nutrido acompañamiento
general. La población mezclaba en las plazas ¿resabio
andaluz? el motivo religioso con rasgos de feria popular y consumo
de pulque y aguardiente. Las profesiones de las monjas y la consagración
de los prelados eran ceremonias fastuosas que satisfacían la
innata disposición barroca del mexicano.
Las costumbres proclamaban igualmente la derrota de los principios
austeros y sencillos que debían acompañar a la vida
republicana. La tradición colonial, de corte y ceremonias,
florecía y ahogaba los modelos simples practicados en Norteamérica.
Una multitud de clérigos acompañaba al presidente al
hacer su presentación al Congreso; lucía éste
suntuoso uniforme entre los no menos lucidos de su estado mayor; músicas
y trompetas alegraban la fiesta. En una comida diplomática
permanecieron seis coroneles de pie detrás de Santa Anna: "¿Qué
oficial francés haría otro tanto por Luis Felipe?",
comentaba un extranjero. En aquel medio militarista, acostumbrado
al triunfo de la audacia personal, el diplomático espectador
no comprendía fácilmente la relación entablada
entre los coroneles y su jefe: adulación de una parte para
obtener beneficios del poderoso, dueño de hacerlos a discreción
a sus "amigos", sin perjuicio después, por parte
de éstos, de los más cínicos olvidos. El jefe
mexicano "creaba" a sus hombres; los hacía y despeñaba
íntegra y arbitrariamente. La técnica para enfrentarse
a estos hechos tenía que ser más sutil que la de las
cortes europeas.
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