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Un piquete de caballería Cuatro cañones ligeros El general Worth con un cuerpo de infantería con música Dos cañones Otro cuerpo de infantería con música Dos obuses Un mortero Dos cañones de a 24 Un cuerpo de infantería con música Otro id. id. Tres carros con gente Dos cañones Un cuerpo de infantería con su general Otro id. Doscientos carros Infantería custodiándolos |
1 320 560 640 350 480 440 400 |
4 2 2 1 2 2 |
TOTAL
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El general Worth apareció desde muy temprano a la cabeza de su columna frente a la garita de Amozoc. El vecindario no manifestó alteración ninguna. Toda la ciudad, excepto las tiendas de ropa que permanecieron cerradas, ofrecía su aspecto ordinario, y nadie habría dicho que se estaba esperando un ejército enemigo. A las diez y media de la mañana una partida como de cien hombres de caballería se desprendió de la división y entró por las calles del Alguacil Mayor, San Cristóbal, etc. hasta la plaza, de donde se retiró por la carrera de Santo Domingo al cuartel de San José: la curiosidad de conocer a los yankees se sobrepuso a la momentánea alarma muy natural, y la plebe obstruyó todas las bocacalles, y aun casi todos los balcones se abrieron y llenaron de curiosos. Yo mismo cedí a la curiosidad, y quebrantando un propósito de reclusión, salí a conocer a nuestros futuros señores. ¿Cuál sería, pues, mi desengaño, y del mundo entero, cuando en vez de los Centauros que esperábamos, vi adelantarse una centena de hombres de facha patibularia uniformados con pobreza y mal gusto; muchos de ellos en camisa, armados con sable, carabina y pistolas de clase común, y sus caballos, si bien corpulentos, lerdos y desgarbados como todos los de su raza, mal montados, y por todo jaez un albardón, y una brida sin paramentos ni especie alguna de adornos? Por lo que hace a la gente, sólo diré que por diez buenas tallas, se podían señalar hombres enclenques, raquíticos y hasta lisiados; añadido a esto el manifiesto y asqueroso desaseo de estos hombres. Nada de esto es exagerado. Con una hora de intervalo entró el grueso de la división, diré a usted algo de su aspecto general; los pormenores numéricos los encontrará usted en la nota adjunta. Cuantas relaciones nos hablan hecho de tallas hercúleas y formas elegantes y atléticas, han sido exageración de la malicia o del miedo. Hay de todo entre esta gente, pero a primera vista se echa de ver que la mayor parte del ejército está compuesto de emigrados irlandeses, extenuados por el hambre. El uniforme de todos los cuerpos consiste en una chaqueta y pantalón de paño burdo azul claro, y sin más adornos que los distintivos militares. Todos, aun los dragones, traen cachuchas de paño, chatas, bien que muchos las han sustituido con sombreros de petate del país, y aun alguno vimos entrar con tompeates en la cabeza. Si no estuviera de prisa, enviaría a usted el croquis de un oficial de línea que se presentó en un desmesurado frisón con un chupiturco del más caprichoso corte, y sombrero de petate viejísimo, recortado como sombrero de tres picos. En suma, las menudencias que forman el aspecto general del ejército son cuanto el mal gusto y la economía pueden producir de ridículo, sórdido y asqueroso. En una palabra, exceptúe usted los caballos de tiro que son muy buenos, y lo general de las fachas que también merecen recomendación por otro aspecto, y aseguro sin exageración, que nada traen estos hombres que no hayamos visto mil veces. Aun el crecido número de sus carros no crea usted que es indicio de un equipo por lo menos voluminoso. Los carros vienen casi vacíos, y yo entiendo qué su principal objeto es el transporte cómodo de la tropa. ¿Cómo pues, han derrotado sin cesar a nuestro ejército que les hace ventajas, a mi ver reales y positivas? Todos se han hecho esta pregunta, y sólo han hallado un modo de responderlas... sus jefes en especial, los coroneles de los cuerpos son viejos encanecidos, y sus canas son bastante explicación... Esto nos hace confiar todavía en nuestros soldados, y nos da para lo venidero algunas esperanzas que hoy más que nunca necesitamos; porque a nosotros sobre todo, poetas o con aspiraciones de tales, a nosotros que no sabemos separar las ideas de progreso en la civilización de cierta cordialidad, a manera de cierta cortesanía, y aun de cierto refinamiento en el lujo, estos hombres agrestes y groseros que sacrifican en todas sus cosas la elegancia a la economía, no pueden parecernos los Mesías de nuestra civilización. Tal es la idea que nos da un escritor poblano del ejercito que está en marcha para México, y que hasta cierto punto nos inspira confianza de vencerlo. Luego que la división entró, formó la artillería e infantería al derredor de la plaza, y los carros quedaron tendidos desde la calle de Mercaderes hasta el puente de Nochebuena. Los soldados formaron pabellones con las armas, y la mayor parte se tendió a dormir con toda confianza, porque aparentemente venían muertos de cansancio. La guardia nuestra que había en palacio se puso sobre las armas, y el pueblo en mucho número iba y venía confundido con la tropa, y más de cinco o seis mil hombres tenían cercada en la plaza a la división molida, descuidada y sin armas. Así permanecieron hasta las tres de la tarde en que la tropa ocupó los cuarteles y conventos de Santo Domingo y San Luis, y los carros se acomodaron acá y allá como mejor pudieron. La tropa permaneció acuartelada toda la noche. Los generales Worth y Quitman ocuparon el palacio, cuya guardia fue relevada, y la oficialidad se esparció por las posadas, fondas y cafés. En la fonda bajo de mi casa se formó una reunión de ellos, cuyo espíritu filarmónico, excitado por el vino, me dio el más desconcertado concierto que he oído en mi vida. Ayer ocuparon los cerros de Loreto y Guadalupe; y hoy el convento de la Merced, y parece que hoy ha salido alguna tropa y artillería para el cerro de San Juan. La población entre tanto no ha desmentido su estoicismo. El pueblo no manifiesta respeto, pero tampoco mucho odio a los invasores. Si hay algunos que se exaltan al contemplar el cuadro que ofrece la ciudad, hay otros que como si nada vieran en él de extraordinario, ni hablan de la materia. No ha dejado de haber sus riñas, ni uno o dos yankees matados por los léperos de Analco, pero la mayoría del pueblo no les tiene ni inclinación ni aversión, y necesitan de algunas vejaciones para salir de su apatía. Por desgracia lo conocen los hermanos y se manejan no sólo con circunspección y mesura, sino que violentan su carácter hasta mostrarse afables y deferentes. Muchos de ellos oyen misa con la mayor devoción, todos se descubren cuando encuentran un clérigo, y muchos de ellos han arrojado limosna en la alcancía de los santos lugares. Hoy Worth visitó al obispo, y al devolverle éste la visita recibió de la guardia los mismos honores que hacen a su general. Con esta política han comenzado la conquista moral por la parte de la población que más inaccesible me parecía, quiero decir, las viejas. Todos los oficiales traen aprendida como de memoria la última proclama de Scott que ya usted habrá visto, y a todo cuanto pudiera dar ideas de fraternidad que las de dos Repúblicas, y dicen: "Que sólo vienen a salvar aquel principio democrático amagado con la monarquía extranjera por los gabinetes de Europa". No dudo que aunque no sea más que por un principio de curiosidad agradará a mis lectores la lectura de este episodio. Voy a hablar ahora sobre el objeto a que se encamina, que es alejar toda idea de una odiosidad acerva que comienza a mentarse entre mexicanos y poblanos, y sepa Dios qué resultado tendrá al fin, demasiado funesto
¿De qué se acusa a los poblanos? Claro es que de
haber allanado la entrada en su ciudad a sus enemigos. Mas yo pregunto
¿cómo se lograba este objeto? Sólo con un ejército,
que no tenían ni podían tener; las milicias famosas
que opusieron tan vigorosa resistencia contra Santa Anna, cuando
se le destronó, ya no existen, la Puebla se hizo guerrera
y aun muy temible en el año de 1810 hasta 1821, entre tanto
el espíritu guerrero cambió en espíritu fabril,
y ya nadie hablaba de guerras sino de talleres y máquinas;
carecía de elementos para formar un ejército que pudiera
resistir a la invasión enemiga; si teniéndolo y pudiendo
oponer resistencia con él, se hubiese desentendido de auxiliar
a aquella ciudad, el cargo sería justo y nada habría
que responder: en el presente caso sólo con deseos no podía
vencerse al enemigo, y yo estoy seguro de que todos los poblanos
los tendrían, mirando entrar con la mayor petulancia del
mundo a unos extranjeros que venían tratándolos como
a unos hurang-hutanes: lo que sí he reprobado y reprobaré
siempre es que Puebla haya sido un vivario de fieras encerrado dentro
de sus muros; quiero decir, multitud de ladrones que de tiempos
atrás han estado robando a las diligencias y aun dentro de
la ciudad: que tomados presos, y a punto ya de fallar sus causas,
por una clemencia mal entendida, han quedado tan impunes: que el
Congreso de Puebla ha pedido por favor al general de la nación
que se instale allí un tribunal de ladrones: aglomerados
en la cárcel, han formado una falange de pícaros con
quien se han convenido en darles libertad absoluta, con condición
de que hostilicen de la manera más cruel a las guerrillas
de nuestro ejército, sus corazones mal dispuestos y avezados
con la iniquidad, ya sea por merecer lo que llaman buena gracia
en el concepto de los jefes extranjeros, se han excedido hasta hacerse
guerrilleros, cuicos, soplones, y diablos insufribles en
la sociedad. Yo pregunto: ¿es ésta la nación
poblana? ¿Y por esta odiosidad parcial se ha de turbar la
paz de los pueblos amables y virtuosos? Ahí la pasión
ha llegado a tal punto, que hasta el venerable obispo que con tanta
prudencia se ha conducido ha sido denostado y tratado como lo pudieran
hacer a un traidor. Como formado en la grande escuela del mundo,
tuvo el talento necesario para conservarse en la línea que
los cánones y leyes han trazado a los señores obispos
en iguales circunstancias. Tratar en el mundo como si no se viviese
en el mundo. Figúrome a este prelado en Roma contestando
con aquella curia sobre que se nombrasen obispos en esta América,
a cuya pretensión se opuso Fernando VII, y para contrariarla
mandó al ministro D.P., labrador, creyendo que el verdadero
modo de que los mexicanos volviesen a su antigua dominación
era que se les negase los obispos que pretendían. |