Cinco de Mayo


Gordo, moreno, de ojos chiquitines, el pelo cortado a rape, el uniforme desabotonado, limpiándose el sudor con un gran pañuelo de hierbas y escribiendo con una pluma de barbas azules, estaba sentado a una mesa el capitán Ruiz, Manuel Ruiz, de la costa de Sotavento, cuando se le presentó Miguel Caballero en el Chinaco y acompañado de su escudero Romualdo Gómez.

Ruiz le vio desde la ventana de rejas y suspendió la comunicación que tenía empezada, que se encontraba cabalmente en el lema: Libertad y Reforma.

—Pase, amigo, y deje su caballo con ese soldado. ¿Trae recado del cuartel general, o viene de algún cuerpo?

—No, mi capitán —respondió el muchacho mirando a hurtadillas las charreteras del escribiente—; vengo de México; pertenezco al tercer ligero de Guanajuato y me adelanté un día al grueso de la gente para traer descansadamente a mi señora.

—¿Y cuándo llega esa tropa que ya la aguardamos como agua de mayo?

—Hoy deben de haber salido y rendirán jornada en Ayotla; mañana llegarán a San Martín Texmelucan, y el 6 estarán aquí.

—A buena hora; pero en fin, peor es chile y agua lejos.

—Traía una carta del señor general Doblado para el señor Zaragoza y otra para el señor Tapia, y desearía poner los papeles en manos del general en jefe y del gobernador.

Y sacó dos cartas azules, sin sobre, dobladas sobre sí mismas y con un par de obleas verdes en cada nema.

El capitán dio vueltas a los papeles, leyó las cubiertas con todo espacio, y, golpeando los pliegos contra el dorso de la mano izquierda, subió el pie sobre la silla de tule y dijo negligentemente:

—Imposible hablarle al general; primero consigue usted una conferencia con el mismo Zaragoza... Pero, en fin, nada me cuesta llevar las cartitas.

Cogió los papeles, levantó una cortina de bayeta verde y entró a la pieza inmediata. A los diez minutos salió.

—Lo dicho, amigo: que está ocupadísimo... ¿Qué tal ve a su penco?... Bonito animal, bonito... Que le señale a usted lugar en cualquier cuerpo, pues el general tiene facultades para ponerle donde quiera... ¿Qué le parecería a usted irse a los exploradores de Pedro Martínez?... Tapia se encarga de la carta de Zaragoza.

—Yo voy a donde me manden.

—Pues aguárdeme. —Y con una letra inglesa que parecía haber echado cuernos, rabo, pezuñas y pelos (así estaba llena de rasgos), inclinando mucho el cuerpo y rematando con una rúbrica que, de desenvolverse, hubiera dado la vuelta al recinto fortificado, dijo mientras calentaba con vaho el sello de la comandancia y aplicaba sobre él todo el peso de su cuerpo, haciendo bailar el sello sobre el papel:

—Va a quedar contento; es chinaca brava, pero buena gente. Ya verá.

—Adiós, mi capitán.

—Adiós, subteniente Caballero de los Olivos. Tuvo Miguel que marchar despacio, pues las calles estaban atestadas de gente y animales. Un carro de transporte se había metido de lleno en una pasadera; y mientras los conductores juraban a gritos, y azotaban sin piedad al ganado, se acercaba a toda prisa otro tren que conducía material de hierro, tan ruidoso, que era imposible oír media palabra cuando las piezas empezaban a chocar entre sí.

Las banquetas estaban embarazadas con mulas que conducían ruedas, cureñas o cañones de montaña, y los arrieros improvisados borneaban cajas de parque y llevaban a lomo bultos con estopines o con pólvora. De un zaguán, abierto cuan ancho era, salían cargadores que en tal o cual prenda del traje daban a conocer su filiación militar: cargaban sobre los hombros, acomodándolos en la mula, sacos que denunciaban su contenido por el blanquecino rastro que la harina dejaba en el suelo, o por los granos de maíz, frijol o garbanzo que caían en un trayecto ya previsto; apenas salían los granos, y una fila de muchachos hambrientos y de viejas desarrapadas los recogían entre el polvo, disputándolos como si hubieran sido piedras preciosas.

Consiguió Miguel, dando vuelta por la calle de Guevara, desembarazarse de aquel gentío; pero, apenas comenzaba a andar, cuando le sorprendió un batallón que desembocaba de la plaza, uniformado de dril moreno, con paños de sol en las nucas, el fusil al brazo y marcando el ritmo de la marcha con trabajoso andar.

Se advertía en aquellos rostros la fatiga de muchas etapas recorridas, el agotamiento de muchas hambres soportadas, el dolor de muchas heridas mal cerradas, la nostalgia del rancho, del cuamil, de la accesoria o del arroyo.

Miguel pensó: "Quizás tiene razón don Bernabé; ¿cómo vamos a oponer estos pobres sin armas, sin vestido, sin bagajes, a soldados europeos llenos de fuerza, bien alimentados, engreídos con sus victorias, conscientes de su valer y despreciando a sus enemigos? ¿Acaso los nuestros sabían qué era la patria y se figuraban la inmensa desventura de vivir sujetos a un yugo extranjero? ¿Acaso luchaban con fe y con convicción?"

Pero una voz interior le decía: "Bien está, bien está; pobres y débiles son; poco saben, ignoran más y de muchas cosas nada se les alcanza; mas ¿no fueron ellos o sus padres los que llevaron el nombre de México hasta más allá de Guatemala, los que echaron a los españoles, los que han subido en sus hombros o bajado entre las bayonetas a cien mil caudillos? Se ha dicho: 'La nación es católica', y la nación ha hecho la Reforma, 'la nación ama a Santa Anna', y la nación ha acompañado a los vencedores de Ayutla y ha puesto sobre el pavés a las gentes que ha designado la minoría consciente. ¿Por qué ahora no había de vencer mediante un esfuerzo supremo... por una casualidad... por un milagro, para decirlo todo?"

"Camino de Amozoc", le habían dicho, y camino de Amozoc se dirigió en busca de su futuro jefe. Siguió calles en que sólo se veían casas cerradas, perros desconfiados, talleres y comercios sin movimiento. Salió al campo y atravesó un arroyuelo lleno de esos detritos que arrojan las ciudades a sus afueras, como en las casas echan los trastos viejos al cuarto más oscuro y retirado. La tarde era clara, pero la falda de los cerros, la orilla de los barrancos y el fondo de los arroyos ensombrecían ya el paisaje como si se les hubiera cubierto con un velo negruzco que hubiera quitado sus galas a la naturaleza.

Pasó un sembrado en que un viento frío, precursor de la noche, movía los aironcillos de las milpas recién nacidas, como si hubieran sido las cimeras de un ejército de soldados pigmeos; atravesó una depresión del terreno en que confundió las peñas y los espinos que coronaban la ceja de un arroyo con gente de caballería emboscada y lista para el ataque; le siguió por largo trecho el muro de un bosque que recortaba el horizonte, y llegó a la presencia de Martínez cuando era ya noche cerrada: una golondrina acababa de pasar junto a él como una flecha, en busca del techo de una casa ruinosa que por ahí se veía.

—Hum —dijo el Chinaco—; me gusta la gente nueva, pero ha de tener calzones... Bonita bestia —dijo acariciando el caballo de Miguel—... Cuando quiera deshacerse del cuaco, yo le doy cien pesos por él... Acérquense a una lumbrada a ver qué se encuentran... ¿Dice usted que es la primera vez que sale a pelear? Ya se le nota; es usted muy criatura; pero no tardará en oír cómo truenan los balazos... Mañana los tenemos sobre Puebla; oiga lo que le digo... Mañana.

No iba desprovisto Miguel; llevaba en las árguenas buena cantidad de fiambres que había colocado allí la previsión cariñosa de las Sedeño, y con eso se refociló al lado de un capitán de Nuevo León y de un subteniente de Colima.

Se divirtió un rato mirando las luminarias del campo, y cuando hubo echado el taco y bebido un trago de pulque, se reclinó en el capote, acercó la silla que le servía de cabecera, volvió el rostro a la lumbre que le ofendía la vista y se quedó dormido como un bendito. Dos o tres veces le despertaron el frío de la noche o las voces de alerta de los centinelas avanzados; miró el campo tranquilo, vio a su caballo ramoneando la yerba que rodeaba el mezquite en que el animal estaba apersogado y volvió a cerrar los ojos.

A las tres de la mañana le hicieron abrir los ojos los ruidos con que se sacudían sudaderos, se limpiaban caballos y se arreglaban monturas. Miguel estaba ya avispado; se puso en pie, estiró los brazos, enjaezó el Chinaco y en un periquete se encontró a horcajadas sobre el animal.

El comandante recorrió el campo e inspeccionó a su gente, y al acercarse a Miguel le reconoció a la luz de la hoguera inmediata.

—¿Usted es el nuevo? Tome tres hombres, adelántese un trecho y esté al tanto de lo que hacen los gabachos.

Se arrebujó Miguel en el poncho para evitar el frío de la mañana, llamó a Romualdo, que ya estaba uniformado con blusa roja y lanzón con banderín, y no tardaron en presentársele otros tres chinacates con la misma indumentaria y montando caballitos de colores oscuros. La madrugada era serena y clara: Aldebarán lucía como un gran ojo que espiara hacia la tierra; Arturo lanzaba un destello azulado que parecía una luz vista a través de un fanal, y Sirio se ocultaba rojizo, titilante, tembloroso, como si fuere la llama de un blandón votivo. Los caballos pisaban el anicillo; la rosa de san Juan lucía su estrellita blanca a la orilla de la ruta, y el tomillo, la mejorana, la salvia, el marrubio y la santamaría llenaban el aire con mil olores campesinos. Cuando el sol salió, las aves empezaron a cantar regocijadas: gorrioncillos pequeños, sinsontes parduzcos, chirinas pechirrojas, saltando de rama en rama, difundían la vida y el aliento. La mañana era de esas que las gentes llaman metidas en agua; no llovía, ni siquiera estaba nublado el cielo, pero había tanta humedad en la atmósfera, que se sentía todo impregnado de agua, como si los barrancos y los cerros acabaran de salir de un baño.

Caminando, llegó el oficial a un punto en que se dividen dos caminos, quedando en la intersección una delta que empezaba por una gran mohonera de ladrillo y mezcla que señalaba los límites entre dos propiedades. La yerba estaba reluciente como si la hubieran barnizado: multitud de trepadoras y flores silvestres se asían a la piedra y subían en guías multicoloras.

Dudó Miguel qué camino había de seguir, cuando vio que se le acercaba una figura desconocida, la de un mocetón alto, rubio, grueso, montado en un gran caballo tordillo, con dormán rojo y pantalón azul, que venía distraído canturreando entre dientes no sé qué. Miguel sintió que el corazón le daba un vuelco; quiso recurrir a sus armas, quiso llamar a sus compañeros, quiso hacer no sé cuántas cosas; pero no supo sino detener el penco y volver grupas al ver que el otro tornaba a toda carrera. Emprendió también carrera abierta y sólo la moderó al divisar en lo alto de un collado a los tres chinacates que departían bajo un árbol mientras echaban unas yescas; paró en la margen de un arroyuelo que, como cinta de plata, corría inundando los terrenos inmediatos, y allí aguardó la llegada de los charros que avanzaron fumando sus macuchís. Por fortuna no se habían enterado del susto los hombrachones aquellos, que llegaban riendo de algún cuento verde que les había referido Romualdo.

Subieron juntos a un cerrillo y entonces ya no les cupo duda de que el enemigo venía a toda prisa. Un mar de bayonetas que relumbraba al sol y una serie de pantalones rojos, caballos, dormanes, guiones y banderas les cegaron los ojos por un rato impidiéndoles ver más.

—Volveremos a avisar lo que pasa —dijo el subteniente, como consultando con sus compañeros; y bajaron el cerillo paso a paso hasta que dieron con la tropa de exploración que llegaba desplegando al aire banderolas y gallardetes.

La noticia fue recibida con gritos de júbilo y voces de entusiasmo.

—Ya vienen; ahora verán lo que es cajeta.

—A ver si también los indios se rifan.

—A ver si les entran las balas a los güeros.

Puso Martínez su avanzada en orden, y ocultos por una barranquilla prepararon todos sus armas. Fue un rato de silencio solemne; los tagarnos, con la carabina al brazo, puesto el dedo en el gatillo, miraban hacia la loma esperando verla coronarse con la tropa enemiga. No tardaron en aparecer un pantalón y un fez rojo; después un soldado a caballo y otro a pie, y luego muchísimos de pantalón rojo, de gorrete rojo, de polainas blancas y mochila que deslumbraba cuando la hería el sol. Llegaban al paso gimnástico, con el fusil a la espalda, de dos en dos, de cinco en cinco, de diez en diez, serios unos, alegres y bromistas otros, apresurados todos.

Luego que el jefe mexicano vio que ya había gente sobre quien hacer blanco, ordenó el fuego.

—¡Ahora, muchachos! —gritó.

Y una nube de humo envolvió a los tiradores. Luego que la nube se disipó, Miguel vio que faltaban de entre los franceses que habían divisado primeramente, un viejo que avanzaba gallardo y retador, un negrazo gigantesco que sobresalía de entre los demás de pantalón colorado, el jefe de a caballo y algún otro.

Se notó la sorpresa que la brusca acometida había causado, y no tardó en doblar la cúspide de la montaña un grupo de soldados de caballería.

En ese instante Martínez ordenó la retirada. Salieron los jinetes paso a paso, tomaron a poco un ligero trote y se metieron en un bosquecillo a la derecha del camino. Cuando la avanzada francesa estuvo a tiro hicieron los chinacates una nueva descarga, y derribaron a algunos de los que se adelantaban. Se metieron los franceses en el bosque, pero los mexicanos ya estaban fuera de su alcance; habían tomado diferentes direcciones, obedeciendo al admirable instinto del guerrillero Martínez, que determinó a sus tagarnos dónde habían de reunirse de nuevo.

Dos o tres veces más causaron bajas en la avanzada francesa los valientes fronterizos. Miguel veía aquello más como cosa divertida, como cosa graciosa, que como materia de peligro; se le figuraba el correr de la pólvora en las tribus africanas, que había leído en una relación de viajes poco tiempo hacía.

Cuando los jinetes mexicanos voltearon el cerro de Amalucan, vieron un espectáculo que les habría cautivado si hubieran estado allí para buscar colorido y primor. Llenaban la llanura los uniformes rojos, rojos hasta parecer que las polainas blancas caminaban en un mar de sangre; y brillaban en lo alto de los hombros fusiles que lucían en la punta hojas blancas que semejaban una mies acerada, movida por un viento acompasado y tenue. Seguían varios batallones de uniformes azules, y rodeaba a la tropa un cordón de caballería que dejaba ver dos o tres baterías de cañones.

Avanzaban los zuavos en fila ancha y compacta, poco a poco y en actitud de ataque. Todavía la chinaca rompió el fuego a cortísima distancia, pasando a toda carrera los caballejos chicos, dóciles a la rienda, y listos como si supieran el papel que estaban desempeñando, y sobre ellos, como centauros que manejaban la bestia a su guisa, los chinacates bravos empuñando la lanza y disparando el rifle para dejar el paso a otro y a otros que tras ellos venían.

En eso tronó un cañonazo en la altura de Guadalupe. Eran las diez de la mañana.

Los exploradores tenían ya su sitio designado; estaba al pie de la fortaleza de Loreto y al abrigo de los fuegos del cerro. Miguel se encontró al principio entre una selva de sombreros jaranos, de quepis de reglamento; de mochilas y de maletines, de rostros atezados y de barbas crespas; pero sin ver caras conocidas, ni siquiera las de los tiradores que le habían acompañado.

El terreno en que pisaba era quebrado, agrio, fangoso, de formación volcánica, repleto de hoyos y eminencias y teñido aquí y allá de un color rojizo que le hacía parecer la tez de un herpético sudoroso. Situado Miguel en lo último de la fila, veía a su izquierda el gallardo cerro de San Juan, coronado por un edificio mitad castillo, mitad venta; a su derecha los cerros Navajas y Amalucan; esfumado a lo lejos el Pico de Orizaba, y a su frente el gentil caserío de Puebla, tendido en una pequeña ladera en forma de media luna, blanco hasta cegar la vista, y apenas salpicado aquí y allá por manchas de color. La catedral esbelta y elegante; San Francisco erizando su aguja negruzca; la Compañía, que parecía enjalbegada el día anterior; y saltando de entre las grandes iglesias, como apéndices y arrendajos de ellas, multitud de torrecillas de azulejos, de espadañas relumbrantes y multicoloras y de campanarios chiquitines y como escondidos en el ramaje de grandes árboles que prolongaban su nota oscura hasta unirla a la falda de la serranía de la Malintzin, siempre coronada de brumas y engendradora de tempestades.

Hacia abajo no se veían sino rojo y verde: el verde de la pradera, el rojo de los calzones de los zuavos. Guadalupe había roto sus fuegos contra el campo francés, y aunque Miguel había oído los cañonazos de las paradas y las salvas presidenciales, no le parecía que los truenos de mentirijillas fueran lo mismo que aquellos golpes secos que al salir no aterrorizaban, pero que sí causaban espanto cuando se les oía repercutir en el aire como anuncios de muerte.

Y anuncios podían ser; pero a instrumentos de destrucción no llegaban. Los zuavos permanecían tranquilamente tomando su rancho más acá de Rementería, sin que las balas mexicanas les hicieran daño alguno. De repente se pusieron en acción precedidos de diez piececitas rayadas que empezaron a tirar contra el fuerte, y el fuego mexicano se redobló. Mas aquello duraba eternamente; bala iba y bala venía, y ni los artilleros mexicanos desmontaban las piezas de los asaltantes, ni los asaltantes abrían brecha en la iglesia y en las defensas del cerro.

Miguel sentía que la hierba se iba desecando, que los charcos que había dejado la lluvia el día anterior se consumían, y que el sol lo enervaba todo, cual si fuera una inmensa lámina de plomo que cayera sobre el campo y las personas. El oficial sentía calor, hambre, fatiga; pero sobre todo una sed terrible que le obligaba a menear la lengua en la boca para poder humedecerla un tanto. Se inclinaba sobre la cabeza de la silla, y se le figuraba que bebiendo el agua que había quedado depositada en los agujeros de las peñas, lograría rehacerse y quedar listo para la lucha; creía que resguardándose a la sombra de un menguado arbolillo, que estaba como a cincuenta varas de su puesto, conseguiría conjurar la horrible sed que le daba la sensación de mascar paño. Un tagarno le alargó un frasco de aguardiente que le quitó un rato la sed aquella; pero a poco la sintió volver más viva y más honda, extendiéndose por el esófago, bajándole por el epigastrio, alojándose en el estómago y produciéndole un desmayamiento de miembros, una lasitud tan tremenda, que al mismo tiempo que de beber sintió deseos de arrojar algo que le estorbaba dentro. Alargó la mano al de la limeta, y el ranchero, psicólogo más diestro que el mismo Caro, le dijo mirándole el rostro:

—Amigo, ¿qué, es la primera vez que le entra al fuego?

Contestó Miguel con un movimiento de cabeza, porque conocía que si hablaba, tras de la voz le saldría cuanto guardaba en el vientre, cual si hubiera bebido diez alcuzas del bálsamo de Fierabrás.

—Pues el remedio está en la mano; beba un algo, sin llegar a ponerse tuturuzco, y se acuerda de mí... Es l'alma que hace su oficio; por eso a las tropas se les da siempre su ración de armada (aguardiente con pólvora) para que se batan con vergüenza.

—Yo no tengo miedo —exclamó el novicio.

—Tampoco lo tienen ese señor oficial, ni aquellos soldados, y mire cómo están: con los pantalones como grillos y el chacó de pantalla.

Bebió Miguel hasta sentir que entraba en caja, y ya más calmado miró hasta la altura de Guadalupe.

Subía un regimiento de zuavos en columna de ataque, tranquila y pausadamente, como si hubiera estado en una parada ante las reales personas. La artillería del fuerte seguía rezongando y casi no desperdiciaba tiro; pero las pérdidas de los franceses eran pocas, porque les favorecía lo quebrado del terreno.

Habrían subido cincuenta metros cuando Miguel vio que salía una fuerza mexicana que hacía frente a los asaltantes. Descendieron como hasta la mitad del cerro; pero auguraron todos que no tendrían buen fin cuando les vieron llegar en desorden, casi a la desbandada. Mas a mitad del camino se rehicieron, comenzaron a disparar y lograron detener el empuje de los zuavos.

—¡Bien, Tetela!

—¡Adentro, Zacapoaxtla!

—¡Qué bueno es ese Méndez!

—¡Mejor es Juan Francisco!

—¡Mataron a Méndez!

—Va no más herido —decían de todas las partes del campo, al ver el brillante empuje de la indiada.

Los de las piernas coloradas se desconcertaron; les llovía metralla desde Guadalupe; corrían riesgo de que reaparecieran los indios de Méndez, e inconscientemente empezaron a izquierdear un poco, tratando de subir entre Guadalupe y Loreto.

Nunca tal hubieran hecho; les dejaron acercarse, y cuando Berriozábal, que a la cuenta mandaba aquel punto, les sintió a tiro, ordenó se hiciera fuego. El fuego salía de todas partes: de unos magueyales, donde había permanecido echada pecho a tierra la infantería; de la ceja de una barranquilla, donde estaba un regimiento; de Guadalupe, que dio de nuevo salida a los zacapoaxtlas; y de Loreto, que vomitaba metralla a cuarenta o cincuenta metros.

Miguel estaba espantado; ni el ruido ni el humo le consentía ver ni oír nada; el silbido de las balas de fusil, el tronar de las de cañón, la explosión de las granadas y los gritos y las voces de mando le tenían suspenso.

Un jefe, de quien sólo vio la espada y oyó la voz, gritó algo que Miguel cogió en retazos: invasor... patria...hijos.... México. La culebra de caballería salió a escape, gritando la chinaca a voz en cuello, blandiendo en el aire las espadas y haciendo detonar en la retina las banderolas y los guiones.

—¡Viva México!

Y se lanzaron los caballos impacientes, resollando con furia, atropellando, cayendo, levantándose, como si hubieran tenido noción de lo que de ellos se esperaba.

—¡Ahora es la nuestra!

—¡Ya era tiempo!

—¡Ay, poder de Dios!

Miguel no distinguía sino una masa oscura en el centro de la batalla; pero a medida que avanzaba ya veía uniformes e individuos y hasta discernía rostros y facciones. Los franchutes iban casi en dispersión; pero ordenadamente, poco a poco, sin apresuramientos ni terrores. Vieron venir la caballería, y se aprestaron a resistir; Miguel sintió —sintió más que vio— venir a un hombrón negro como la pez, que enderezaba al pobre soldadillo su fusil rematado en una bayoneta triangular. Miguel echó mano de su pistola Lefaucheux, la disparó primera y segunda vez contra el argelino; la disparó la tercera y no pudo convencerse de si había salido el tiro porque tuvo que inclinarse casi hasta el suelo para librarse de un golpe del negrazo, que cuan largo era cayó, hendida la cabeza como mazapán por la cuchillada que le asestó un compañero del comprometido subteniente.

El caballo de Miguel se dio la salida, el jinete no pudo valerse y el Chinaco le llevó de los estribos un largo espacio.

Buen rato había pasado cuando el oficial despertó dolorido, con la ropa pegada al cuerpo y sin saber qué era de su caballo, ni menos de sus compañeros. Llovía a mares; el suelo estaba convertido en un inmenso lodazal; el cañón seguía oyéndose, pero como lejano y alternando con los disparos de las nubes.

Miguel se levantó calado hasta los huesos: un pie le dolía hasta parecer que se lo rajaban con hacha; la cabeza la tenía torpe y no se acordaba de nada de lo pasado. Vio muchos cuerpos tirados por el suelo, pero se fijó en ellos mucho menos que si hubieran sido troncos; mas si reparó en un arbolillo que a distancia le ofrecía abrigo, y renqueando se encaminó a guarecerse, no sin tener que dar varias vueltas para no pisar cadáveres y maltratar heridos.

Bajo el árbol estaba un caballejo ensillado que dejó acercarse a Miguel con toda confianza; tenía la rienda rota, caído el freno y la silla destrozada de la teja; todos los arneses estaban ensangrentados y se hallaban en su sitio las pistolas. Con gran trabajo subió Miguel en el penco y aguardó a que la tempestad concluyera.

Caían aún grandes goterones cuando el oficial abandonó su asilo; el sol empezaba a salir de nuevo, y la tempestad, como fiera herida, se alejaba a toda prisa por los montes, no sin remuzgar, tronando cada vez con menos ímpetu.

Miguel, que no podía darse cuenta de dónde estaba, volteó el cerro de Guadalupe y se encontró en un campo verde, sembrado de cebada, en que no se veía más soldados que los que se encontraban emboscados tras una iglesia que Miguel no conocía.

—¿Usté viene del cerro, amigo? —preguntó al fugitivo un charro que tenía señales de haber recibido toda la lluvia en los lomos.

Contó Miguel lo que había visto, y siguió el otro:

—Aquí estamos nosotros esperando el bien de Dios; casi no hemos peleado; apenas quemamos unos cartuchos contra los zuavos que quisieron apoderarse de Xonaca, y pare de contar. ¡Diablos de hombres! si se güelven cosa viva apenas oyen los tiros... Saben pelear, saben pelear, ni quien diga nada... Esto no es iglesia; es la ladrillera, y el punto lo manda el coronel don Félix Díaz, el Chato, que es un león... ¡Caramba!, ¡vaya si es valiente don Félix! ¡Y cómo le quiere su gente!...

No tardó en pasar, caballero en un potro colorado y seguido de tres o cuatro ayudantes, un general que se introdujo en la iglesia de la Resurrección.

—¿Lo conoce? —dijo el charro dando de codo a Miguel—. ¡Cómo le había de creer que no! Es Zaragoza, el general en jefe. ¡Qué hombre tan hombre! Con él da gusto pelear porque sabe el oficio. Nada parece, porque con esos anteojitos, y esa cara sin bigote, y esa piel trigueña, nadie le da importancia; pero tiene un alma que ni le avise. Dende onde lo ve ha estado dirigiendo todo, y apenas nota que hay algo, allá está para arreglar las cosas. Garza Ayala, que es su secretario, y don Joaquín Colombres, que manda su estado mayor, quieren que se retire de los puntos peligrosos; pero él no les hace caso y sigue en su puesto.

Poco más habló el de Lanceros de Oaxaca, cuando vio Miguel que llegaba contra ellos una nube de soldados de a pie, seguidos a distancia por tropa de caballería. La llanura entre Loreto y el camino de México quedó cubierta con trajes azules y quepis blancos, y orlada por jinetes con dormanes rojos y grandes chacós negros. Tan violento fue el ataque, que Rifleros de San Luis empezó a ser diezmado y a retroceder, aunque en buen orden.

En eso atraviesa el campo un mozo de rostro atezado, de resuelto continente y ojos como carbones encendidos, que vestía una levitilla gris y un fieltro oscuro, y que, montaba en un caballejo tordillo muy voluntario a la rienda. El joven, que lo parecía más aún a causa de su bigotillo incipiente, meneó la espada, dijo no sé qué, agitó el sombrero, y tras de Rifleros que se retiraba, vino un batallón que también se replegó en desorden. Entonces, acompañado de la gente que quedaba, salió al frente el jovenzuelo moreno, lanzando rayos por los ojos y venablos por la boca.

—Ora sí semos de vida —dijo el de Oaxaca— ya tomó el mando Porfirio, y ése les da la gran zuaca... Acuérdese de mí... Mire cómo se reponen el batallón de Salazar y el de Mariano Jiménez...... Ya van tras él, ya lo siguen... ¡Qué templados!, ¿pues no hacen correr a los gabachos?... ¡Maldita la tontería!, ¿pues no llevan los cañones a mano?... Ora sí que vendría bien que fuéramos los santos Santiagos... ¡Mírelos correr, amo; si parecen liebres!... Los amoló Porfirio, que tiene más alilayas...

En efecto, los uniformes azules se barajaban a toda prisa, llenos de terror y del deseo brutal de escapar la piel. En ese momento el jefe de las caballerías, que se ocultaban en la ladrillera, gritó poniéndose de pie en los estribos:

-¡Mano al sable... Al galope... March!...

Se oyó en ese momento el ruido de las hojas que salían de las vainas; los caballos espontáneamente alborotaron las crines, ventearon el aire cargado de átomos de polvo y de fragmentos de sangre, y partieron chapoteando en el lodo de la carretera para batir la derecha de los franceses. Marchaba primero, en un caballo sabino, un jefe que señalaba a los demás el punto que se buscaba: era el Chato Díaz que iba acuchillando enemigos sin piedad.

Miguel se encontró rodeado de franceses; pero lejos de atemorizarse, se sintió con bríos para cerrar contra ellos. Uno rodó a sus pies atropellado por el caballejo que el muchacho había adquirido; otro recibió en la cabeza una cuchillada que le rompió algún hueso, y a puntazos, planazos y mandobles deshizo el grupo que le cercaba.

A poco, confusión y alboroto entre los jinetes. De una zanja salían tiros, tiros que se aprovechaban casi sin errar ninguno, matando dragones en cantidad grandísima. Miguel se detuvo cuando la fuerza volvía grupas casi derrotada; mas a poco la zanja fue ocupada por las gentes de Mariano Jiménez, los marinos fueron desalojados y siguió la persecución.

Un oficialillo sin pelo de barba, animoso como un caballo nuevo y movedizo como un azogue, ordenó cargar de nuevo las piezas, que los soldados llevaban a brazos, y al pasar a su lado oyó Miguel que decía:

—Ahora con campechana, muchachos.

Y el tiro con metralla y granada salió haciendo tremenda mortandad entre el enemigo.

Al fin, cuando ya resultaba peligroso aventurarse más por entre los pantanos y las zanjas, cuando era posible caer en un barranco o quedar preso en una emboscada, una voz varonil, grave y sería, que llenaba el campo y hablaba no sé qué en los oídos de los que la seguían, gritó desde la cabeza de la columna:

—A ellos, muchachos; a ellos, que si no se volverán sobre nosotros!

Y todos iban tras aquella figura y tras aquel caballito blanco, que se metían en lo más recio del peligro. Bajaron la barranquilla que se encuentra al pie de Guadalupe, subieron hasta Rementería, y cuando iban más enardecidos en la persecución, se detuvieron violentamente: acababa Porfirio de recibir la orden de pararse. Los franceses se habían rehecho; pero iban ya de retirada, en dirección al camino de Amozoc, por donde habían bajado.

Miguel regresó poco a poco, con el sable inclinado, caída la rienda del caballo y sin darse cuenta exacta de lo que había acontecido. Morían rojos de sangre y entre paños rojos los valientes zuavos que habían ascendido por las colinas; el agua del sucio riachuelo que Miguel había visto por la mañana, las piedras y las hierbas de la margen estaban cubiertas de púrpura, como si el sol que moría entre un lago de sangre hubiera mandado a la tierra el raudal que rebosaba de sus heridas.