En el viaje


Volvió
riendas Miguel, y al bajar un recuesto del terreno, dominando el tumulto y el vocerío de los gananciosos, el lamentarse de los heridos y el rodar de los cañones y los carros, oyó claramente el muchacho voces como de riña, como de protesta, como de reto. Rompiendo la muralla del apretado gentío, vio a un mozo, a un chiquillo rubio como unas candelas, espigado como un pino de oro y furioso como un gallo a quien le han tirado la golilla. Empuñaba con una mano una pistola y con la otra se cubría el pecho para proteger algo que Miguel no podía distinguir claramente.

—Iré prisionero —gritaba—; mas tengo acción a conservar mis armas y mis condecoraciones... Si no se me permite, seguiré luchando... Qué me importa morir como esos compañeros míos que llevan allí tendidos!

Y con la irreflexión propia de sus años y con el ímpetu propio de su raza, el mozo tiró del llamador de su revólver apuntando a cualquiera de los muchos que le rodeaban, aunque por fortuna sin tocar a nadie.

Mal la habría pasado el aturdido muchacho, que al delito de no hablar de manera que le entendieran, unía el de mostrarse rebelde, si caballero, oyendo votos en purísimo francés, no hubiera intervenido a tiempo de evitar un desastre.

—No se trata de haceros daño —dijo Miguel—; sois prisionero y debéis entregar vuestras armas... En cuanto a vuestras medallas, podéis conservarlas y nadie las tocará.

Como si el güero hubiera sido un energúmeno y hubiera oído el ensalmo que estaba hecho para su caso, se dominó al ver que le hablaban en su lengua, y bajando el arma y deponiendo el ceño habló cortésmente a su interlocutor.

—Perdonad, señor oficial,; mas las leyes de la guerra son iguales en todas partes, y la verdad es que no hay ninguna en que no se consienta al que se coge prisionero después de batirse gallardamente, conservar las armas que ha esgrimido con valor...

Observad, señor —repuso Miguel—, que el acto que acabáis de realizar, disparando en contra de uno de nuestros aprehensores...

Interrumpió el diálogo el paso de una columna que encabezaba un jefe con gorra de nutria, que era seguido por las aclamaciones de sus soldados, delirantes de entusiasmo. Como el grupo había aumentado, atrajo la atención de Berriozábal, que no era otro el triunfador, y mandó llamar a su lado a los principales actores del paso. Oídas las partes, el general falló:

—Déjenle sus condecoraciones y su espada y quítenle el revólver... Más merece quien se ha portado tan valientemente. Nunca he visto una lucha más honrosa que la del segundo batallón de zuavos en este día.

Explicó Miguel al otro chico la decisión del general, y el preso se volvió todo agradecimientos y buenas palabras. Contestó Berriozábal en un francés de Ollendorf, que también necesitaba traducción, y dijo al truchimán:

—Usted, subteniente...

—Caballero de los Olivos, mi general.

—Bien; usted, subteniente Olivos, se encarga de la custodia de este oficial... que nada le falte... que se le trate bien.

Deshecho el gentío, bajaron a la hondonada de Guadalupe los dos muchachos, y de bracero bordearon la falda de la fortaleza; el caballo de Miguel quedó en poder de un soldado que aseguró lo entregaría en la comandancia, por si acaso tenía dueño.

Tuvieron los amigos que detenerse para dejar pasar una carreta y varias camillas que conducían heridos, y se quedaron espantados al mirar los terribles estragos de aquella jornada.

Iban hacinados heridos mexicanos y franceses, cual si juntos hubieran estado siempre y juntos debieran seguir después. El indio tocho e incivil, que no sabía hablar el castellano, que no sabía leer ni escribir, que no sabía más que batirse y ofrendar la vida a un ideal distante e inasequible para él, se hallaba lado a lado de un rubio cazador de África que leía periódicos, esperaba en Rochefort y odiaba a Badinguet; un zuavo llevaba encima a un defensor de Loreto; un pulido infante de marina que tenía astillado un hombro, se recostaba al lado de una vieja que llevaba el abdomen destrozado. ¡Y qué lamentos salían del armatoste que conducía aquellos despojos! Cada bache, cada peñasco, cada desigualdad del camino hacían dar tumbos a la carreta y lanzar a los heridos ayes en sus idiomas. Unos blasfemaban en patois, otros invocaban a la virgen de Ocotlán o a la del Pueblito, o a la de Talpa, o a la de San Juan, y en esas invocaciones daban a conocer sus procedencias. Otros lanzaban quejidos inarticulados, otros apenas alcanzaban a balar o a maullar, sin fuerzas para articular palabras.

Miguel y el francés oían pálidos y afligidos aquella serie de quejas, dolores, juramentos, imprecaciones y gritos, cuando el preso dijo en voz alta:

—He aquí las consecuencias de que un hombre quiera restablecer la supremacía de la raza latina en América.

Miró el mexicano a su compañero con cara de espanto y el otro, sin esperar a que le pidieran explicaciones, habló así:

—Me llamo Nicolás Chardon, soy originario de París y mi padre es normando, de tierra de Rouen. Profesor de latín en las universidades de provincia, no ha cesado un punto desde que se entronizó el imperio, de hacerle la guerra mediante la propaganda republicana más activa... El ministro Duruy, que atribuyó a mi padre los famosos Propos de Labbiennus, le persiguió con durísima saña, pues aseguraba que ninguno de los profesores de Francia podía escribir una sátira tan erudita y tan mordaz...

Estuvo el pobre viejo a punto de ir a la cárcel, al destierro o quizás a la muerte; pero afortunadamente se dio con el autor, y mi padre no tuvo mas consecuencia que andar de aquí para allá, siempre errante, sin más amparo que el de mi pobre hermana Luisa y sin más compañeras que sus ediciones aldinas y elzevirianas de los clásicos...

"Yo aborrezco al imperio; recuerdo todavía el horror con que vi, el 2 de diciembre, las cargas de la caballería contra el pueblo; mas aborreciendo al imperio adoro al ejército... Me figuro que no tardará Francia en deshacerse de ese régimen de ignominia y que al ejército le tocará llevar su nombre triunfador por todas partes, en cien cruzadas más bellas que las de la Revolución y del imperio... Entré a la escuela politécnica, pasé a Saint-Cyr, y hace dos años salí con un buen número, mi diploma de subteniente, la seguridad de llegar a un gran porvenir y mi colocación en el cuerpo más lucido del ejército: el segundo batallón de zuavos... ¡Lástima grande que me haya tocado estrenarme haciendo la guerra a un pueblo que defiende sus libertades, que lucha por su independencia!... Aunque a mí no me toca averiguar esas cosas, sino sólo ir a donde me manden..."

Refirió Miguel su vida y sus andanzas; y cariñoso el otro le ofreció su amistad y su afecto.

Los charros quedaron cortados al ver llegar al gabacho. Tenían su campo establecido al amparo de los muros de la ladrillera de Azcárate, y se sentían como sobrecogidos al saber que acababan de hacer huir nada menos que a los invencibles franceses. Nada entendían ellos de Crimea ni de Italia, ni de toda esa erudición geográfica que durante cuarenta años ha hecho ¡ay! el gasto en todos los discursos del cinco de mayo; pero lo cierto era que ese nombre de Napoleón les sonaba como el de un soldado de los de punta, pues guardaban memoria de lo que habían oído referir a sus padres del otro que quiso llegarse a estas tierras, allá "cuando Fernando VII gastaba paletot". Y luego, haber venido de tan lejos para que aquí les pegaran, era cosa que no cabía en el juicio de aquellos excelentes sujetos.

Llenos de colorido fueron siempre los reales de la gente mexicana; pero de seguro que nunca llegaron a serlo tanto como en aquella noche memorable. Aquí veíase a un chinacate ataviado con un capote de zuavo; allá se encontraba a otro bebiendo en vaso de cristal y comiendo con tenedor, aunque sin saber a ciencia cierta dónde había de ponerle; y más lejos a otro y a otros devorando salchichón, bebiendo burdeos, procurando leer en libros o periódicos en francés, u hojeando paquetes de cartas o álbumes con retratos de familia... Era el contenido de las mochilas que marinos y cazadores habían depositado a la vera de la zanja mientras peleaban, y que no pudieron llegar a recoger porque murieron o porque huyeron en dirección diversa de aquella por donde creían tornar.

Chardon vio el caso con cólera mal contenida; pero luego, desentendiéndose, comenzó a referir a Miguel sus impresiones de la jornada.

—Anoche dormimos en Amozoc; ¡qué pueblo más triste y más feo el de Amozoc. Aquellas casas bajas, con patios interiores, con azoteas aspilleradas y con aspecto de fortaleza, eran de suyo repulsivas; pero más repulsiva aún era la soledad, la soledad absoluta, de pueblo abandonado, que reinaba por todas partes.

"Luego que se reunieron todos los batallones y regimientos, y que la impedimenta arribó entre olas inmensas de polvo, se nos mandó llamar al alojamiento del general...

"Lorencez discutía con dos mexicanos que no tenían nada de guapos y que luego supe eran Almonte y el padre Miranda; tres oficiales del estado mayor tomaban medidas y hacían apuntes sobre una carta geográfica, y la mayoría de la oficialidad permanecía sentada y silenciosa...

"—Los señores Almonte y Miranda —dijo Lorencez hablando ya para nosotros—, recomiendan el ataque a Puebla por El Carmen, que, según ellos, ha sido el lugar que han aprovechado siempre los revolucionarios mexicanos; pero precisamente porque esa posición ha sido atacada siempre, debe de suponerse que será ahora la más defendida. En consecuencia, hay que marchar por un punto que hasta ahora no haya sido atacado, donde nuestras valientes tropas puedan mostrar su tradicional empuje y su inmensa bravura; y para ello nada mejor que atacar Guadalupe y Santa Loreto... Mas, como comprendéis, esta y las demás precauciones son ociosas; Puebla es una gran ciudad en donde abundan los hombres de orden, los ricos y los inteligentes; y por consecuencia, los enemigos de Juárez... Zaragoza no puede durar mucho tiempo en su inútil defensa, porque le forzarán la mano nuestros amigos de Puebla, y tras un ensayo de resistencia, entraremos a la ciudad en medio de aclamaciones y vivas... ¿No es verdad, mi querido regente? ¿No es cierto, respetable señor arzobispo?... Perdonadme, señores —exclamó dirigiéndose a los mexicanos—; estaba anticipando un poco los sucesos...

"—Sí, señor general —respondieron halagados los personajes—; tiene mil veces razón V. E.; no habrá batalla, ni en caso de haberla será posible que se resistan a las valientes tropas francesas las inútiles hordas mexicanas... Sin embargo, lo escarpado del cerro de Guadalupe...

"—Permitidme, señores, que reciba a un ingeniero mexicano que acaba de anunciárseme: quizás pueda servirnos para aclarar la disputa pendiente...

"Penetró en ese momento a la estancia un sujeto moreno y barbudo que, haciendo mil inclinaciones hacia todas partes, se sentó al lado del general, que deseaba interrogarle. No había nada que temer, no había nada que recelar; Guadalupe era un fuerte sin importancia; las fortificaciones nada valían; las tropas mexicanas no tenían ánimo ni equipo, ni moralidad, ni valor, ni nada; batir a Puebla era negocio de coser y cantar, y el jefe estaba en lo justo al querer empezar el ataque por Guadalupe...

"Nos miramos todos, asombrados del genio de nuestro general, y empezarnos a ver con verdadera compasión a Almonte y a Miranda, que trataban de extraviarnos de nuestro camino de gloria, oponiéndonos escrúpulos monjiles.

"—Buenas noches, señores —exclamó Lorencez—; hasta mañana en Guadalupe...

"Y todos marchamos a nuestros respectivos alojamientos a soñar en las delicias del día siguiente: tiraríamos unos cuantos cañonazos; luego saldrían negociadores dispuestos a entregar la ciudad y a pedir gracia para los vencidos; Lorencez, digno, pero diplomático, accedería a algunas cosas y denegaría otras; y luego entraríamos por las calles cubiertos de flores, llenas por una muchedumbre alborozada que se disputaría el honor de hacernos aceptar sus homenajes... El alcalde, rodeado de todo el cabildo, nos recibiría presentándonos las llaves de la ciudad en una bandeja de plata, contestaría discreto Lorencez y continuaría la carrera en medio de aclamaciones, de vivas, de repiques, de cohetes y de músicas; llegaríamos por fin a la catedral que, como toda la población, dicen que fue levantada por manos de ángeles; saldría a recibirnos el obispo con su báculo elegante, capa resplandeciente de oro y mitra cuajada de piedras preciosas...; empezaría el tédeum; las gentes no se cansarían de vernos y aclamarnos; pero yo sólo atendería a dos ojos negros, enormes, tiernísimos, llenos de poesía, que me habrían seguido por toda la carrera, causándome una inmensa sensación de languidez y voluptuosidad...

"Los ojos criollos me habían impedido oír el discurso en que un orador muy repiqueteado nos daba la bienvenida en español digno de Cervantes, que yo no entiendo, y fijarme en los detalles arquitectónicos de la construcción...

"Al día siguiente, muy temprano, me despertó la diana tocada alegremente por músicas y bandas; la mañana era alegre, tibio el ambiente, suave el sol... se emprendió la marcha y a las diez estábamos frente a Puebla; una bala de cañón vino dando tumbos hasta tocar la barranquilla que nos separaba de los juaristas; a poco la muralla de Guadalupe se coronó de fuego, y las balas vinieron a rebotar a nuestros pies: era el reto para el combate.

"En ese momento el general exclamó, lívido de rabia:

"—Ved las flores del ministro.

"Se refería a las que, según mister Saligny, habían de recibirnos al entrar a Puebla.

"Hicimos alto, pusimos las mochilas en tierra, y empezamos a confeccionar un ligero rancho.

"Tras de reflexionar un poco, el general me llamó aparte y me dijo:

"—Subteniente, usted ha visto cuanto ha pasado; vaya al gran convoy y refiéraselo al ministro Saligny; hágale ver que la población de Amozoc ha huido en masa, pregúntele si tiene noticias de Puebla y dígale que su resolución normará mis actos: que pese, pues, el contenido del mensaje que por conducto de usted me dirija.

"Salí al galope y no tardé en encontrar al ministro tendido en el fondo de uno de esos inmensos carruajes mexicanos que me parece llaman guayines. Hablaba con un mexicano que le escuchaba atentísimo y oyó mi mensaje con sonrisa burlona.

"—Subteniente, decid a vuestro general que puedo tranquilizarle; no sólo tengo noticias de Puebla, sino que las tengo fresquecitas. Lea usted lo que dice esta carta que acabo de recibir...

"Como no sé el español, pero sí sé que esas cartas se mandan por conducto de indios, que, para evitar se les sorprenda, se introducen el billete de papel de seda debajo de la lengua, entre los cabellos, bajo los dedos de los pies, en las axilas y en otros lugares, y yo ignoraba de dónde venía aquella comunicación, me excusé cortésmente de leerla.

"—No tenéis necesidad de deletrearla, mi querido amigo; se me dice lo que sabemos hace tiempo: que tras unos cuantos disparos aparecerán las tropas de Márquez, que son cosa de diez mil hombres; que las murallas vendrán al suelo como las de Jericó; que entraréis entre una lluvia de flores, y que los foragidos que manda Zaragoza tendrán que hacer mutis y alejarse llenos de vergüenza... Pero convendría quizás que entrarais por el lado este de la población y no por el que tenéis delante.

"—Os hago notar, señor ministro —repuse con decisión—, que semejante paso no se puede ni se debe dar sin exponernos a gravísimos peligros; tendríamos que dejar abandonado nuestro convoy, y carros, provisiones de boca y guerra, y hasta vuestra persona misma quedaría expuesta a un golpe de mano de los juaristas, que saldrían de sus reductos y se apoderarían de todo causándonos males inmensos...

"—Bien, bien; quizás tengáis razón; mas, de cualquier modo que sea, y por donde quiera que ataquéis, no hay temor ninguno de un fracaso; todo está previsto, todo está arreglado y sólo falta que vuestro general empiece el ataque... Mas lo esencial es empezar ese ataque, pues sería una verdadera lástima no aprovechar las buenas disposiciones de esta población, llena de entusiasmo por nosotros... En tal caso me vería obligado a dar cuenta al emperador de esa inacción inexplicable y que traería las dificultades más grandes.

"Permanecí un momento más, pedí al ministro la venia para retirarme, venia que me concedió desde lo hondo de su guayín, volví grupas y di cuenta a Lorencez del resultado de mi embajada.

"—Bien está —dijo éste—; ya sabéis que tengo una orden formal para proceder. —Y dio sus disposiciones para que los regimientos, escuadrones y batallones quedaran formados...

"Yo me incorporé al batallón Morand, que era el mío. A las dos empezamos el ascenso, siempre batidos por la artillería del cerro, que casi no perdía tiro. Tras de nosotros caminaba una sección de caballería y zapadores provistos de tablas con escalones y bultos de pólvora para volar las puertas de la iglesia.

"Qué ascenso aquel y qué dificultades las nuestras para avanzar siquiera un paso! Las hazañas que hoy se realizaron merecerían haber tenido como coronamiento siquiera la toma de esa ridícula fortaleza... Mi capitán Gautrelet, del segundo de zuavos, subió a lo alto de la fortificación mediante una columna que le formaron sus animosos soldados; el subteniente Caze llegó tan cerca de los cañones del enemigo, que pudo disparar los seis cartuchos de su pistola por una tronera sobre un artillero mexicano; alguien plantó orgullosamente la bandera del segundo de zuavos a unas cuantas varas del foso mexicano. Hiere una bala al abanderado y le reemplaza en seguida un suboficial; cae éste y entonces un viejo zuavo coge la preciosa enseña, la estrecha contra su corazón y grita con voz mojada de lágrimas: Venid a tomarla!... Cuando acaba de hablar, una bala le hiere y cae al foso envuelto en el sagrado lienzo... Y todo esto mientras el clarín Roblet, en lo alto de la muralla, no cesa de tocar al ataque...

"Luego vino la tempestad: el suelo se convirtió en jabón; no se podía apoyar el pie sin estar expuesto a rodar, a destantearse y a recibir la muerte de mano de los excelentes tiradores mexicanos...

"En cuanto a nuestras pérdidas, son incalculables... Oficiales instruidisímos, soldados valientes, jefes de gran importancia, han perecido aquí, y sus cadáveres serán la prueba de que puede más la ambición que el buen derecho... El subintendente Raoul, que había sido nuestra providencia en este país, cayó casi a los pies del general, e ignoramos todavía qué fin tendría su cadáver... Apenas hubo tiempo de retirarle del campo un momento y de que el capellán de la expedición le absolviera in extremis..."

Figuráronse los charros que el franchute había acabado su relación, porque vieron que no hablaba ya y que Miguel hacía señales de asentimiento. Entonces, uno de aquellos pecadores de sombrero alacranado, gran cicatriz que le cogía los dos carrillos y tufo sobre la frente, interpeló al subteniente Olivos:

—Dispénseme, señor subteniente: ¿cómo habrá hecho ese gabachito para darle tanto vuelo a la sin hueso? ¡Caramba, si parecía convelido el hombre! ¿Y qué dice? ¿Matan las balas de los mexicanos? ¿Les dimos o no hasta debajo de la lengua?

Refirió Miguel sumariamente las bravuras y las lamentaciones del francés, y entonces empezaron las protestas y los encarecimientos de los de a caballo.

¡Álgame Dios! ¿Pero qué se figuraban esos cristianos que venían a tierra de mandrias? Si algo sobra aquí, es eso con que se hacen las torrejas, y no habíamos de esperar a que vinieran de extranjis a enseñárnoslo...

—Si no —interrumpió otro—, que lo diga el soldado raso de Cazadores de Morelia, que le quitó el guión de los zuavos.

—Se llama —dijo uno— José María Palomino, y es originario de Jalisco.

—Jalisco nunca pierde.

—¿Y qué me dice del charro Oropeza? —intervino uno.

—Ése sí que dejó súpitos a los gabachos... Se metió entre la chusma de los contrarios; con todo espacio desató la riata de los tientos, la probó, la echó al aire, hizo una crinolina primorosa, la dirigió contra un oficial del 99, y por ahí viene el gabacho... Luego, entregó su prenda a la gente del cerro, y a la primera de Mercaderes pasó el preso en poder de los de la línea.

—Templado —exclamó el de la firriada en el rostro—; pero no tiene comparación con el capitancito Inclán, Pepe Inclán, que viendo que un gabacho le dispara un tiro a boca de jarro, con la punta de su espada separó el arma y luego cogió prisionero al contrario, y en ancas de su caballo le llevó hasta el centro de la ciudad.

—Y lo de Paliza, ¿qué me dice usted?, ¿será cierto? —preguntó un muchachuelo de corbata roja y gran puro en la boca.

—Poderoso.

—¿Qué pasó? ¿Qué pasó? —preguntaron todos con interés.

—Casi nada; que se encontró en la falda del cerro al muchacho Paliza, tendido junto a un soldado francés.

—¿Y eso?

—Que quedaron juntitos, atravesados el francés por el sable del mexicano, y el mexicano por el marrazo del francés...

—Pies con pies...

—No; pecho con pecho, cara con cara, boca con boca, llenos de contusiones, de mordeduras, de arañazos, con los ojos espantados y la boca llena de espumarajos de rabia.

—¿Y quién era Paliza?

—Paliza era un muchacho moreno, triste, soñador, tranquilo y generoso... El año pasado se formó un batallón de jóvenes que querían jugar a los soldados; Paliza se alistó, pero no para jugar, sino para pelear de veras: ya ven el resultado.

Cuando Miguel refirió lo de la bandera de los zuavos, un oaxaqueño dijo:

—¿Qué vale eso junto a lo que pasó con el estandarte del segundo de mi tierra? El teniente porta se llamaba Miguel González, y era un muchacho como un pino de oro... Parece que le estoy viendo salir en su caballito alazán, llevando la bandera tricolor que bordaron las pollas más lindas de Oaxaca... El muchacho era vivo de genio, y comprendiendo que la vista del estandarte calentaría a los soldados, se adelantó al frente del batallón... Los franceses tupían entonces sus tiros, de modo que parecía nos encontrábamos bajo una cortina de fuego... Una bala tocó a González y apenas tuvo tiempo de pasar el estandarte al segundo, que por cierto se llamaba Miguel Varela... Varela era un excelente oficial, sincero, nervioso e impresionable... Componía versos, y antes del combate estuvo recitando una poesía suya, incorrecta, desaliñada, sin artificio; pero tan tierna, tan dulce, tan sentida, tan no sé qué, que nos hacía llorar de emoción. Prometía amor eterno a su bandera y ofrecía morir por ella en medio del combate... Recogió el lienzo de manos del moribundo González, y levantándole en alto, haciendo ondear al aire los tres colores, llamando a sus compañeros y dicen que recitando aquella su poesía tan bella, logró ver que los franceses se retiraban abandonando sus mochilas... Algo más avanzó Varela; pero a la orilla de la maldita zanja donde se metieron estos condenados, recibió un tiro mortal... Logró todavía el pobrecito besar la bandera, abrazarse a ella y morir envuelto en sus pliegues... El teniente Loaeza, que fue a sustituir a Varela, desenvolvió el estandarte del cuerpo del poeta y con él estuvo hasta que Porfirio decidió cesar en la persecución... No crean, cuando Porfirio vió la bandera llena de sangre y acribillada de balas, lloró, lloró como un niño por esos valientes...

El oaxaqueño era bien hablado y tenía gracia para relatar; de seguro habría seguido contando proezas por toda la noche, si un toque de clarín no hubiera suspendido a todos, helado la sangre a muchos y causado miedo a algunos. Involuntariamente, volvió la cabeza Miguel para mirar a Chardon, y le vio pálido y con los ojos fijos.

—Es... Una trompeta francesa... Suena... La marcha del regimiento de infantería de marina.

Otro toque puso más sobre aviso a todo el mundo.

—La marcha de división —dijo el oficial francés en voz baja.

Cesaron las conversaciones, la hoguera languideció, y cuando al cabo de un gran rato se convencieron de que no había un ataque en perspectiva, todo el mundo se retiró a descansar, exceptuando los que tenían señalado servicio.