La crisis


Al amanecer entregó Miguel al prisionero en la comandancia, y a las siete, ya bien alto el sol, llegó a su casa deseoso de tomar un refrigerio y de dar al cuerpo descanso algo más formal que el que le había concedido en las noches pasadas. Eugenia estaba en la puerta, y se adelantó buen trecho a recibirle tan pronto como le distinguió.

—Oh, qué angustia!... Sin saber de ti una palabra... ¿Vienes sin novedad?

—Ni un raspón.

—Eso es lo que importa... ¡Bendito sea Dios; bendito sea! —Y se le llenaron de lágrimas los ojos azules, mientras besaba al militarcillo, que también sentía le bajaba a los ojos el humor de las lágrimas—. ¿Y por qué vienes a pie, mal caballero? ¿Qué pasó con el Chinaco?

—Hija —dijo risueño Miguel— un compadre de papá divide a los que montan en jinetes, jinetarios, saltacurripis y tontonarios: de éstos soy... El caballo sabía de pelear mas que yo: oía unos tiros y se daba unas salidas que me dejaba frío; veía correr a los demás caballos e intentaba lanzarse tras ellos... A la hora que Álvarez ordenó la carga, se adelantó el primero, y cuando un argelino me tiró un tajo, el maldito Chinacate hurtó entonces el cuerpo y me salvo la vida, pero me dejó en el suelo... ¡Lástima de los cien duros de papá!

—No te aflijas —repuso alegre la muchacha—; él está aquí; le trajo Romualdo, que fue quien nos dijo que estabas vivo y que te habías portado como un caballero... Nada falta; ni montura, ni poncho, ni pistolas; todo está.

—¡Romualdo! Vaya una gracia; no le volví a ver desde la mañana...

—En cambio, dice él que no te perdió de vista...

—¿Se puede? ¿Se permite entrar a un mocho? —carraspeó la voz del casullero de la santa iglesia catedral.

—Adelante, don Bernabé, adelante: sí se permite entrar a los mochos a condición de que confiesen que se equivocaron como unos infelices —respondió Miguel, que se sentía con vena de guasita y diversión.

—Amigo —explicó Sedeño sin inmutarse, pero con el párpado más caído que nunca—; amigo, ¿quién responde de los obstáculos imprevistos? El señor Márquez tenía que venir con diez mil hombres de caballería; dos mil eran los que tenía que aportar el señor Gálvez y quinientos o más habían de traer Butrón y otros jefes... Mandan a O'Horan a batir a don Leonardo; el general tiene naturalmente que detenerse, y en cuanto a Gálvez y a los otros, no se consiguió que llegaran... La soberbia, amigo, es malísima consejera; los franceses creyeron que no necesitaban de los mochos, y ya ve usted qué descalabro!... Pero cuente usted, hombre, cuente usted, que no se me cuece el pan por saber cuánto pasó... Tengo pegado aquí un dolorcito de clavo que no se me aparta; pero empiece a referir, que le oigo con toda atención... A ver si así se me aminora esta maldita jaqueca.

Iba a empezar Miguel a referir, cuando hicieron irrupción las Sedeño y las Vaca que iban a informarse de si el militar había vuelto y cómo había llegado.

Ante aquel auditorio selectísimo, el subteniente empezó a contar lo que había visto, que casi era nada, no sin mezclar a veces comentarios y avisos de su cosecha.

!Mentiría quien dijera que Sedeño había oído la narración sin pestañear: casi no hizo otra cosa que menear los párpados y limpiarse con un pañuelo blanco los ojos lacrimosos ribeteados de escarlata. Las muchachas sí escucharon sin moverse el cuento de Miguel, y cuando hubo concluido, la mayor de las Vaca ingenuamente celebró el caso.

—Yo me alegro y me retealegro de lo que ha pasado. Eso de que los mexicanos hayan vencido a los franceses, francamente me parece muy bien, y si los vencedores son herejes y descreídos y malas cabezas, allá ellos y peor para los conservadores.

—Jesús, Rebe! —observó don Bernabé—... Usted es capaz de hacer lo que esas liberalas de las Falcón, las Arrioja, doña Rosario Rivera y doña Juana Araoz, que se fueron a asistir y a curar heridos... Pues ¿no vieron a una de las Arrioja andar por las calles llevando hilas, trayendo ungüentos, auxiliando moribundos y haciendo otras muchísimas cosas impropias de su sexo... y eso cuando tronaba el cañón, las puertas estaban cerradas y las calles llenas de muertos, de soldados y de soldaderas?

—¡Ay, qué linda! —dijo Eufrasia Sedeño—; si yo lo hubiera sabido, allá me voy con ella.

—Sí, irte, muy bien; muy propio de una niña recogida y bien educada andar entre la soldadesca, expuesta a que le falten y le cometan un ultraje.... Los hombres, en cambio, fueron pocos, pero los hubo los que se metieron en la refolufia solo por el afán de hacer monerías... Que se hubiera presentado ante las trincheras una media docena de argelinos, y esos defensores de la patria hubieran huido como liebres.

—¡Oh, no , don Bernabé; de menos nos hizo Dios! —Interrumpió Miguel.

—Pero los que me causan risa son los de la compañía de verso de Antonio Rojas Bueno... ¿pues no han ido los malditos representantes a pedir fusiles para batirse, y las mujeres a solicitar lugar en los hospitales de sangre para curar heridos? Se figurarán estos pobres que las balas de los franceses son de mentirijillas, como las que ellos hacen con la tambora y una poca de pez, y que los fusiles no disparan, sino que están cargados con sal como los que usan en las tablas... En cambio, de la buena sociedad poblana no hay queja: alejamiento absoluto de la demagogia, respeto a las desgracias del gran ejército francés y seguridad de que no tardará en venir el reinado del orden.

Dejaron las visitas que Miguel descansara un poco, y cuando ya estaba recogido oyó al melifluo Tirso Rafael Córdoba, que con voz de sermón decía desde la estancia vecina:

—¿Cómo fue que aquel triple ejército, a quien las naciones más poderosas de la tierra encomendaron nuestra suerte, dejó de llevar a cabo un plan sabiamente dirigido hasta entonces? Por qué sucedió esta desgracia que todos lamentamos y que a vista de todos acaeció al terminar el año de 1861?... ¿Y qué hace entonces el magnánimo Napoleón III, encargado por la Providencia de poner término a nuestros males, con su poderosa protección? ¿Qué hace el ilustre emperador al verse abandonado de sus aliados en una empresa de la cual se hallaban en expectación los pueblos del viejo mundo y del nuevo continente? ¿Retrocederá también dándose por satisfecho con las vanas promesas y sofísticas razones del gobierno, cuyos escándalos se pactó destruir en la convención de Londres?

"Habíanse reembarcado ya ingleses y españoles; los demagogos de México se mostraban ufanos, incensando al diplomático Doblado; mas la Francia no había retirado su pequeño ejercito y con él se presento el caudillo Lorencez delante de los muros de Puebla para hacer la gloria exclusivamente suya."

"Ayer cuando aquel puñado de valientes asaltó la fortaleza de Guadalupe, recientemente construida por el ejército liberal, quedaron frustradas las miras del general francés...Contra las esperanzas de todos los mexicanos honrados y oprimidos por una facción asoladora, no se ve flamear en Puebla la bandera de Francia, la precursora de la civilización, enviada a México para proteger la causa del orden y la humanidad."

Miguel sentía un tremendo dolor de cabeza. Parecíale como si se la rajaran con sierras muy sutiles, rompiendo la piel, entrando hasta los huesos, separando luego el casquete, como había visto que hacen en las cátedras de anatomía, y arrancándole de golpe el cerebro para destrozárselo luego circunvolución por circunvolución y lóbulo por lóbulo.

A las cuatro de la tarde despertó molido del cuerpo, como si hubiera andado a pies muchas leguas. Rehusóse a comer, y se contento con un vaso de agua fría.

—¡Pero si estás ardiendo en calentura, hijito¡ —exclamó Eugenia.

—Ante todo, siento carne de gallina; parece que me han peinado en redropelo y que han pasado sobre mí docenas de carros de transporte... Y luego, la cabeza; creo que se me va a romper y que la sesera se esparcirá por el viento...

—No seas quejumbroso; voy a preguntar qué debo hacerte, y vuelvo luego.

No tardó en llegar, agitando no sé que bebida con una cuchara de plata, y seguida de Sedeño.

—Era claro, amigo; si se llevó usted ayer una asoleada y una mojadura que no podían ser más grandes, y ahora tiene los anteojos de Zaragoza.

—¿Y qué es eso? —preguntó Eugenia con asombro.

—Es que aquí acostumbramos llamar a estas andancias con el nombre de alguna cosa que está de moda; y por eso un señor canónigo que es muy salado en sus dichos, viendo que la mayoría de sus colegas, y aun de los músicos, sacristanes, monacillos y demás gente de iglesia cogía este malecito, le ha llamado los anteojos de Zaragoza.

—¿Y no será el tifo? —dijo preocupada la mujer.

—No; ¡qué tifo ha de ser!, no es el tiempo; el tifo es en el invierno.

—Ahora, un sudorífico, cocimiento de flor de saúco, borraja y amapolas en partes iguales; una untada de sebo con ajo y mostaza de la rodilla a los pies; unos buenos papachos; una regular cantidad de zarapes, y se le corta la calentura... Se acuerdan de mí.

Miguel pasó la noche en medio de un horrible agitación. Veía al negro que estuvo a punto de escabecharle llegar contra él armado de un tremendo chafarote que le introducía por la cabeza, partiéndole hasta el estómago, donde le revolvía el arma hasta sacarla envuelta en tripas... Pero el muerto no era Miguel, sino su maestro de anatomía, que se estaba quieto en la mesa de mármol de la clase, para que los alumnos estudiaran en sus entrañas no sé qué primores que era menester dejar muy claros ... Luego, en una calzada con árboles a la orilla, estaban congregados el enfermo, su hermano Francisco y muchos estudiantes y empleados de la Tesorería... Pancho se arrojaba al agua clara y limpia, mientras Miguel experimentaba un gran escalofrío que le corría por todo el cuerpo... Por fin, saltaba al estanque y sentía que la frescura le devolvía la vida...Cabalmente daba manotadas y hacía fuerza con los pies, cuando le despertó Eugenia que dormía en un colchón cerca de la cama.

—No te destapes, hijo; te va hacer daño.

—¿Y Pancho? ¿Por qué anda ahora con uniforme de capitán?

—No sé, no está aquí Pancho; duérmete, que has estado delirando toda la noche.

Tomó Miguel el jarro de agua colocado a la cabecera de la cama, y bebió el contenido con avidez. A poco se quedó dormido.

Don Bernabé volvió a las doce, frotándose las manos.

—¿Cómo sigue? ¿A que ya pasó la calentura?

—No, don Bernabé; está enteramente rundido.

—Pues en el momento unos baños de pies, un pediluvio, como dicen los médicos...Tráiganme bastante mostaza, ceniza y agua hirviendo...Verán si se burla de mí esta calenturita...Vino abajo san Bernardo, cuantimás este jacal.

Miguel recibió el baño dirigiendo la mirada a todas partes, castañeteando los dientes y respondiendo concertadamente a las bromas de don Bernabé.

—Qué tal Zaragocilla, eh? Acaba de escribir al mamarracho de Juárez diciéndole que Puebla es una madriguera de bandidos y que saldría de perilla quemarla...¡Qué sencillez! ¿Verdad? Quemar a Puebla, la segunda capital de la República, conforme confiesan propios y extraños, aunque yo sostengo que es la primera porque excede a México en muchas cosas, casi en todo. Ya se lo dirían de misas a su jefe de usted, ya tendría para divertirse.

—Confiese usted que lo merecía la Angélica: se ha portado con nosotros como quien es...

—Su ardor consiste en que de aquí no ha sacado ni medio. Llegó la división de Antillón...

—Mi cuerpo, el segundo de Guanajuato, debe de haber llegado... Infórmese si llegó, amigo Sedeño.

—Y usted, qué pitos tiene que tocar con los soldados?...Cúrese, levántese de ese calenturón que parece que lo va a consumir como si fuera una velita de a tlaco, coma bien unos cuantos días y luego se marcha a lucir la personita entre los oficialillos de su regimiento... Al fin la suspensión de pagas no debe afligirle: dizque Zaragoza tiene pedidos treinta mil pesos para socorrer a su gente y acabar con los franceses; pero el don Beno nada ha podido mandarle, ni siquiera ha podido conseguir tres mil pesos que importa un día de socorro...Dígame, don Miguel, ¿por qué le llaman Patricio a Juárez? ¿Ya determinaron mudarle de nombre para que no lleve el que le pusieron en el santo bautismo, o él se lo cambió como hacen los papas?

—No entiendo.

—Pues yo menos...Hoy apareció un papel que empieza diciendo: "¡Loor eterno al caudillo Zaragoza! ¡Gloria al insigne patricio Juárez! ¡Perpetuo agradecimiento a los generales Negrete, Díaz, Berriozábal y a todo el heroico ejército de Oriente!..." No puede ser más claro: Patricio Juárez.

Rió Miguel del equivoquillo, y ya más confortado se metió en las sábanas a beber una tacita de caldo de pollo que había concedido don Bernabé. Estuvo hablando tranquilo y sereno, recordó algunos lances del delirio y acabó por pedir licencia para echar una siestecita...Bailaba de contento la pobre Eugenia, que se había refugiado en la habitación vecina; pero el gozo se le fue al pozo por la tarde, cuando entró al cuarto creyendo que Miguel había dormido bien. El recargo era tremendo, y el pobre muchacho deliraba en medio de gestos y actitudes tremebundos.

—Están incendiando a Puebla, está ardiendo todo; ¿no ves cómo nos cercan las llamas y cómo amenazan quemarnos?...Mi caballo, mi caballo...Romualdo, ensilla al Chicanate, que tengo que salir en medio de este gentío y de esta horrible quemazón...Güera, lee en voz alta cualquier cosa...¿Han de Islandia?... Bien, Han de Islandia... ¿Sabes que con el dinero que esa novela le produjo a Victor Hugo, le compró un chal de Cachemira a su mujer?...También yo te he de comprar un chal muy bello, aunque no tanto como los que traerá tu madre, la insigne Josefina Ubiarco, después de hacer randibú a Morny y a Napoleón III...¡Qué chiste tiene tu nobilísima mamá!..."Usted, señor, ignora de seguro que su familia disfruta un mayorazgo, conforme a la institución del cual los favorecidos han de llamarse Prieto de Bonilla..." Berriozábal traía una gorra de piel de nutria, y Negrete dijo a los suyos a la hora de empezar el ataque: "¡Ahora nosotros, compañeros, en nombre de la patria!...". Otros cuentan que no dijo más que "¡Al gran poder de Dios!...". Negrete no sabe quién fue Napoleón el grande...

Descansó un momento, y luego volvió a delirar con más fuga que antes. Mezclaba en sus imaginaciones a las gentes del ejército y a las extrañas, a Zaragoza y a Díaz, a sus compañeros de oficina y a sus compañeros de ejército por una noche, concluyendo con la terrible visión del incendio de Puebla...

Como la gravedad continuaba se pensó en llamar a un médico que pusiera remedio a la situación; pero allí fueron las divergencias. Don Bernabé se cerró a la banda y prohibió que se hablara de otro médico que del doctor Hernández, que curaba a todos los señores canónigos. Se mandó por Hernández; pero cabalmente el señor ex catedrático de Medicina de la Universidad de México sufría de una ciática que le tenía en un grito.

En Rodríguez no había ni que pensar: era quien acababa de matar, según aseguraban sin atenuaciones las dulceras, a la mayor de entre ellas, y perderían las amistades si se ocurría a aquel matasanos.

Doña Pancha opinó por el tratamiento de Raspail: alcanfor, baños fríos y compresas de agua caliente; el librejo lo decía: ninguna fiebre dejaba de ceder.

—Ay, señora! —observaba Eugenia—; pero si se me resiste eso de bañar a Miguel como está, ardiendo en calentura...No sea que por aliviarle le vayamos a traer la muerte...

—Pues como le parezca, mialma —decía la otra incomodada—...Yo le aconsejo lo que sé; si quiere toma el consejo, y si no, no me hace caso... y tan amigas como antes.

Alguien discurrió ver entones a un físico de la tropa, y como Eugenia no sentía gran respeto por el protomedicato de la Angélica, se acordó llamar al doctor Burguicciani.

Llegó el médico e hizo el examen de Miguel, que estaba enteramente postrado y sin movimiento.

Vio, palpó, tanteó, auscultó, preguntó, tomó informes, y al fin dijo como al descuido:

—Es un caso de tifo exantemático bien caracterizado... Ahora hay mucha enfermedad en la plaza... Afortunadamente no se presentan complicaciones... Mucho aseo, mucha higiene y mucho cuidado para evitar corrientes de aire... ¿Qué grado tiene?... Bien; yo daré cuenta al cuartel general... No fue el único que resultó con su fiebrecita a causa de la lluvia del cinco... El ejército salió anteayer y es probable yo tenga que incorporármele; pero si salgo, dejaré bien encargado al enfermo... Adiós, señoras.

El médico no salió de la ciudad, sino que estuvo ocurriendo diariamente, aunque sin contentar a don Bernabé.

—Para mandarle pelar al rape, ponerle sanguijuelas detrás de las orejas, darle agua de quina con vino carlón y atole tres veces al día, no vale la pena ser médico... No mandar poner hojas de tianguistapetle o de fresno debajo de la cama, no disponer que le coloquen en la boca del estómago un pollo abierto en canal y no fortificarle con sustancias son cosas que no comprendo cómo se le hayan pasado... Pero en fin, yo me lavo las manos.

El delirio era más intenso y las remisiones más cortas; a medida que el tiempo avanzaba, Miguel ya no quería abandonar la cama, porque estaba siempre caído; pero el hervir de la cabeza no desaparecía un momento.

—¿Por qué me han cortado el pelo? ¿Por qué me han puesto la choca? ¿Acaso he cometido alguna acción baja o fea para que así me traten?... Chango, Manuelón, vengan por aquí; ésta es la entrada; arriba; yo ya estoy arriba... Dejen a Corral para que se le coma el campanero... Aquí tocaremos las doce, y aguardaremos hasta llamar el rosario y dar la oración... Miren, allí está san Ildefonso... Burgoa siempre paseándose y leyendo el Vinnio... Candingas, allí, en el puente del Cuervo está tu casa, y dentro la linda Vicentita. ¿No me la das?... Señor, llegué un poco retardado, porque no me permitían pasar las gentes que celebraban esa victoria nuestra de hoy... Todo, todo está lleno; puente de San Francisco, Plateros, Vergara, Coliseo; tuve que dar la vuelta hasta el Factor... En Guardiola hay la mar de gente: todos lloran, todos se abrazan, todos se alegran de que hayamos obtenido esa ganancia contra los franceses...El que lee los telegramas es Prieto, el administrador de Correos... ¡Qué voz tan bella tiene. Todos le oyen con atención y él derrama lágrimas de contento!... ¡Qué día tan hermoso!,.. Ya sé que hay mucho quehacer, pero en este momento arreglo mis manguillos de lustrina, tajo mi pluma, requiero mi papel de oficio y al avío,.. ¿Que no hay oficina, que no trabajamos hoy porque el personal no se ha presentado a causa de que anda celebrando el cinco de mayo?... Muy justo es; y me regocijo más porque así tendré oportunidad de ver a Ríos... ¡Hola, Mateo Ríos, insigne anatomista y queridísimo condiscípulo; ahora sí te darás gusto.... Hay cadáveres hasta que te canses; solamente doscientos treinta del enemigo mandó quemar el señor Zaragoza, y aún queda el doble entre los nuestros y los de los extraños.., Vamos a desorganizar la derecha... El punto débil es hacia donde está el oficial del caballo moro... Nos metemos, rompemos el cuadro, y no nos podrán resistir los demás... Usted, don Bernabé Sedeño, con su gran lanza luminosa, que lleva en la punta una centella con que fulminar a los enemigos, se encarga de derribar a aquel vejete de la gran barba, y al joven que le sigue, y a los tres soldados del 99 que están a la izquierda... A Chardon me le perdona; casi es un forzado; es tan liberal como nosotros; digo, tan liberal como yo, que usted viene aquí como sargento de la compañía de Honrados que levantó el obispo de Puebla... su señor..; Escuadrones... batallones... Mano al sable... A degüello... ¡March! Que fusilen al cobardón de Tirso Rafael Córdoba, porque no avanzó a tiempo y trató de incorporarse al francés... Prepar.. Apunt... ¡Fue...!

En cada uno de los términos de la fiebre, los vecinos vaticinaban la muerte del enfermo.

—Mal andamos; hoy es el siete y hay que esperar que se pele; está de muerte.

—Hoy hace cris la enfermedad: es el catorce.

—No hay que dejar que pasen los señores padres de don Miguel; podrían pescar el tifo si entraran de golpe y porrazo, sin enfriarse ni tomar precauciones.

Pero no hubo manera de sujetar a mi señora doña Lorenza, ni siquiera a don Germán: habían llegado de México nada más que para asistir al enfermo, y tan luego como tuvieron un ratito de descanso y se aligeraron de ropa, entraron a la alcoba del febricitante.

Miguel estaba caído y no oía, veía ni entendía nada.

—Ahora es el veintiuno; dicen que hoy se resuelve todo.

Doña Lorenza se limpió los ojos con el pañuelo y comenzó a llorar en silencio. El licenciado se acercó a la puerta buscando aire más puro que aquel, saturado de esencia de canela, de alcanfor y de olor de calentura. Eugenia en nada pensaba, y apenas si se veía a sí misma desde la cúspide de su dolor.

A las ocho metieron al cuarto un anafre con lumbre, agua, trapos, atole y chocolate. La mayor de las Vaca, que por turno tenía que velar esa noche, se presentó a la hora de reglamento armada de todas armas.

—No, Manuelita; ahora están aquí los señores y ellos se quedarán a hacerme compañía... ¡Ay, señor, no se figura cómo me han ayudado estas criaturas! Con razón don Bernabé las llama "las santas mujeres"... Y las Sedeño también no han faltado un día; y la madre, y Pachita, y todos han sido como gentes de nuestra familia...

—Dios se lo ha de pagar —dijo enternecido el buen caballero.

Salió la Vaca y empezó la velada triste, interminable, sin distracción ni arreglo posible. Pulsaba don Germán a Míguelillo y conocía que la calentura no era menor; le escuchaba y sentía apenas el ritmo del corazón. Las mujeres platicaban en voz baja, sentadas en sillas de costura.

—Para mí —dijo don Germán—, no hay tal crisis esta noche.

Daban las doce y media cuando el licenciado se acercó a la vela, resguardada tras un atajadizo, y vio que la cara del enfermo mudaba de aspecto.

—Creo que se muere —alcanzó a gritar.

Doña Lorenza cayó a los pies de la cama rezando las oraciones de los agonizantes, pues desde México había llegado provista de libros ya señalados con listones y hojas de papel.

"Cuando mis pies inmóviles me adviertan que mi jornada en este mundo toca a su fin, tened piedad de mí, Jesús misericordioso.

"Cuando mis ojos, oscurecidos y turbados con la sombra de la muerte, levanten sus tristes y moribundas miradas hacia Vos, misericordioso Jesús, tened piedad de mí.

"Cuando mis parientes y amigos, reunidos alrededor de mi lecho, se enternezcan por mis sufrimientos y os invoquen por mí entre sollozos, misericordioso Jesús, tened piedad de mí..."

Eugenia estaba entretanto abrazada al cuerpo de Miguel y le decía cosas tiernísimas.

—¿Cómo te vas, hijito de mi alma; cómo me dejas aquí, encanto mío? ¿Qué hago sin ti, que eres mi padre, mi madre y toda mi vida?... Miguel, Miguelito, —óyeme, óyeme; soy yo, tu güera, tu Génie, tu francesita... ¡Ya está acabando!

Don Germán ocultaba sus lágrimas en el pañuelo, mientras levantaba en alto la vela, que semejaba un gran ojo fijo y reluciente.

Miguel se había incorporado, levantándose con las dos manos; había visto de frente al velón que su padre tenía; había abierto los ojos hasta dejar la pupila negra en medio de la esclerótica blanca; había meneado las niñas de los ojos; había echado hacia atrás la cabeza, y abriendo la boca una, dos y tres veces, se había dejado caer en la almohada estirando todos los miembros y háciéndolos crujir hasta quedar extendido cuan largo era...

La mujer y el padre guardaron silencio; la madre rezó entre lágrimas: "Sal de este mundo, alma cristiana, en el nombre de Dios Padre Todopoderoso que te ha creado; en el nombre de Jesucristo, hijo de Dios vivo, que ha sufrido por ti; en el nombre de Dios Espíritu Santo, que ha bajado hacia ti..."

Don Germán se acercó al lecho.

—¿Ya? —preguntó Eugenia.

—¿Ya acabó? —dijo doña Lorenza sin cesar de leer y de llorar.

Al cabo de un rato respondió el viejo:

—Todavía respira...

Siguió la señora invocando a los ángeles, arcángeles, tronos, dominaciones, principados, patriarcas, profetas, apóstoles, evangelistas, mártires, confesores, solitarios, frailes, vírgenes, santos y santas, cuando don Germán exclamó, sin querer que por ello adquirieran confianza las mujeres:

—¡Todavía respira y le acaba de llegar un sudor copiosísimo!

—¡La crisis, Señor!

Como media hora duraron en expectación los tres testigos; cada vez que se acercaban a Miguel veían que la respiración era igual, tranquilo el pulso, quieta la mirada y favorable todo el aspecto del paciente.

—Ahora —dijo don Germán a Eugenia— te acuestas a descansar un rato; ésta y yo velaremos.

Y la descendiente de los Bracamonte y los Ubiarco se echó en el suelo, en un mísero colchón, a descansar de las fatigas de tres semanas.

Doña Lorenza siguió rezando a la luz del velón, y el licenciado salió a echar un cigarrillo al corredor. La noche era clara; el cielo azul, dorado con el áureo polvillo de las estrellas, iluminaba la tierra con esa claridad indecisa que semeja la madrugada. Don Germán arrojó una bocanada de humo, se quedó mirando a la altura, y luego, dirigiéndose a Aldebarán, que lucía y se ocultaba como un fanal inmenso, le dijo alzando las manos:
—¡Gracias!...