En una montaña llamada Mandara, había un león
nombrado Durdanta. Dicho león se entretenía en hacer una
continua matanza de animales. Éstos se unieron y le enviaron
representaciones.
"Señor le dijeron ¿por qué destruir
así a todos los animales? Todos los días os enviaremos
a uno de nosotros para que os alimentéis."
Y así fue. El león, a partir de entonces, devoró
todos los días a uno de aquellos animales.
Cierto día, una liebre vieja, a la que le llegó el turno
de servir de pasto, se dijo para sus adentros: "No se obedece más
que a aquel a quien se teme. Y eso para conservar la vida. Si debo morir,
¿de qué me va a servir el demostrar sumisión al
león? Voy, pues, a tomarme tiempo excesivo para llegar hasta
él. No me puede costar más que la vida ¡y ésa
la he de perder! Así habré pasado mis últimos momentos
completamente desligada de las cosas de aquí."
Se puso en camino, deteniéndose aquí y allá para
masticar algunas sabrosas raíces.
Por fin llegó adonde estaba el león. Éste, que
tenía hambre, le dijo colérico, en cuanto la vio:
¿Por qué vienes tan tarde?
No es mía la culpa respondió la liebre.
He sido detenida en el camino y retenida a la fuerza por otro león,
al que he jurado volver a su lado, y vengo a decirlo a vuestra majestad.
Llévame pronto dijo furioso el león
cerca de ese bribón que desconoce que soy todopoderoso.
La liebre condujo a Durdanta junto a un pozo profundo. Allí le
dijo:
"Mirad, señor; el temerario está en el fondo de su
antro". Y mostró al león su propia imagen, reflejada
en el agua del pozo.
El león, hinchado de orgullo, no pudo dominar su cólera,
y, queriendo aplastar a su rival, se precipitó dentro del pozo
en donde encontró la muerte.
Lo cual prueba que la inteligencia aventaja a la fuerza. La fuerza desprovista
de inteligencia no sirve de nada.
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