DESCANSO VIII


NO TODO sea divagaciones y citas de vago "impresionismo". Haya alguna noticia útil. Recomendación al discreto: L. Simon André, Bibliotheca Bacchica, magna bibliografía de la sed humana (por lo menos, la sed de vino), publicada en París y en Londres por Magg Brothers y Émile Nourry, de 1927 en adelante, donde, a partir de Anacreonte y cruzando épocas y países, se aprecia el volumen y el ímpetu en esta marea del buen beber.

La bibliografía italiana es vastísima, lo mismo que la francesa, aunque ésta acaso debiera completarse para los tiempos de Enrique IV, rey de Francia y de Navarra que solía jugar a las cartas con sus amigotes en el destartalado Louvre, tocado de una vieja boina y frente al estupendo jarro de plata. En el cuadro echamos de menos uno que otro libertin, y particularmente a Villon, el poeta que acuñó el refrán: Tout va aux tavernes et aux filles.

Con respecto a España, ya se supone, las inevitables deficiencias. España no asoma en la sección de los incunables. El primer español mencionado es Arnaldo de Villanova, y no por su Tractatus de vinis (1500), sino por su obra sobre los tósigos mezclados en la dulzura del vino (1474). Con Granville, inglés de origen (De las propiedades de las cosas, Tolosa, Enrique Mayor, 1494), aparece al fin nuestra lengua. Y de aquí saltamos al pleno siglo XVI y a las prensas de Alcalá, Burgos, Logroño, Valencia, Madrid, Medina del Campo, Toledo, Salamanca, Zaragoza y Sevilla, cuyas noticias ni son las mejores ni son completas.

Suerte que no se haya omitido a Gabriel Alonso de Herrera (Libro de Agricultura; Alcalá, 1513), el mejor en su tiempo; ni a Luis de Ávila (Ausburgo, 1530); ni a Méndez (Regimiento de salud, Burgos, 1516); ni al regocijado Juan Jarava, en sus Problemas o preguntas problemáticas, ansí del amor como naturales y acerca del vino. A Pero Mexía se lo llama Pierre Messie, sin referirlo a nación alguna. Nos falta Luis Núñez, De recibaria; nos falta Servet, Escolios a Tolomeo, etcétera. Y menos mal que se recoge la cita de Chaucer, en sus Cuentos de Catórbery, sobre el vino de Yepes.

Y después de esto, ¿qué mucho si Constantin-Weyer (L'âme du vin, 1932) ignora la verdadera nobleza de los vinos de España? Equivocarse con respecto a las cosas de la Península, así como en las citas en lengua española, es ya (salvo para los especialistas) un hábito admitido secretamente entre la mayoría de los escritores extranjeros.

Bien puede recordarse aquí, al margen de la Bibliotheca Bacchica, que los antiguos griegos y romanos gustaban mucho del vino dulce. Para impedir que fermentase completamente, cuando se deseaba conservarlo, se lo sometía a una baja temperatura metiendo el tonel en agua fría. También se hacía vino dulce en la provincia narbonesa, cuyos habitantes, los languedocios y gascones de hoy, eran, según Plinio, maestros en el arte de falsificar todos los vinos.

Para obtener buen vino, había que torcer un poco los pedúnculos de los racimos antes de que madurasen y se los conservaba así, en la viña, por algún tiempo. Para obtener el diachytón, se secaban los racimos al sol durante siete días, antes de prensarlos. Para el vino de Cos, se cortaban los racimos antes de su madurez; se los secaba al vivo sol; teniendo cuidado de voltearlos dos o tres veces por día, y al cuarto día, se exprimía el jugo y se lo fermentaba con un poco de agua marina, de donde este vino llegó a llamarse "marinado". El famoso Falerno era tan rico en alcohol que se inflamaba al toque del fuego, y para endulzarlo, se lo mezclaba con miel de Himeto. Los gourmets romanos curaban su vino con esencia de trementina, o bien, durante la fermentación, le echaban resina de pino.

Aún faltaba mucho para llegar a los vinos de Francia, y al día en que Erasmo exclamara: "¡Feliz Borgoña! ¡Verdadera madre de los humanos, que semejante leche les brinda!" Por entonces lo que más se bebía en París era el Chambertin, el Clos-Vougeot, el Romanée, el Richebourg, el Musigny, el Montrachet, el Meursault, algunas champañas y tal vez uno que otro Anjou. El arte del buen vino y de la buena armonía con los manjares se desarrolla visiblemente del siglo XV en adelante.

Hoy todos saben ya que un vino de Alsacia, seco y helado, suelta mejor su aroma de flor junto a unas ostras finas; un Saumur, transparente como un topacio, chispeante como un chorro de humorismo lírico, frío sin llegar a helado, es lo mejor para comenzar una comida; un Montrachet nervioso y fino, con resabio aterciopelado, buena compañía para un trozo de carne a la parrilla; un Haut-Brion del 99 o del 904, o un Château-Ausone del 900 ó del 908, elegantes y generosos, frutados, a un tiempo suaves y ardientes, enaltecen las excelencias del capón asado; un Chambertin de 1904 o un Romanée-Conti de 1900, blandos y cálidos, el mejor cortejo para el faisán; y para que un foie-gras de Estrasburgo suelte sus siete perfumes de "mantequilla de carne", no hay como un Château-Yquem, dorado, profundo, vástago de potente raza. Y quedan, para disfrutar de una danza antigua, las champañas del 1900 o 1911, si tenéis suerte, cuyo espíritu reverberante sube sin cesar desde lo más hondo del vaso como si quisiera llegar al cielo.

Conviene saber que, hasta mediados del siglo XVII, el Bordeaux era casi desconocido, al menos en París, por lo cual no pudo citarlo Erasmo. Un día Luis XIV visitó a ciudad y cenó en un barco anclado en el río. Allí probó el vino de la región, y de entonces data su gloria.

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