La causa final, fin o designio de los hombres (que
naturalmente aman la libertad y el dominio sobre los demás)
al introducir esta restricción sobre sí mismos (en la
que los vemos vivir formando Estados) es el cuidado de su propia conservación
y, por añadidura, el logro de una vida más armónica,
es decir, el deseo de abandonar esa miserable condición de
guerra que, tal como hemos manifestado, es consecuencia necesaria
de las pasiones naturales de los hombres, cuando no existe poder visible
que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización
de sus pactos y a la observancia de las leyes de naturaleza establecidas
en los capítulos XIV y XV.
Las leyes de naturaleza (tales como las de justicia, equidad, modestia,
piedad y, en suma, la de haz a otros lo que quieras que otros
hagan para ti) son, por sí mismas, cuando no existe el
temor a un determinado poder que motive su observancia, contrarias
a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inducen a la parcialidad,
al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes. Los pactos que no
descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza
para proteger al hombre, en modo alguno. Por consiguiente, a pesar
de las leyes de naturaleza (que cada uno observa cuando tiene la voluntad
de observarlas, cuando puede hacerlo de modo seguro) si no se ha instituido
un poder o no es suficientemente grande para nuestra seguridad, cada
uno fiará tan sólo, y podrá hacerlo legalmente,
sobre su propia fuerza y maña, para protegerse contra los demás
hombres. En todos los lugares en que los hombres han vivido en pequeñas
familias, robarse y expoliarse unos a otros ha sido un comercio, y
lejos de ser reputado contra la ley de naturaleza, cuanto mayor era
el botín obtenido, tanto mayor era el honor. Entonces los hombres
no observaban otras leyes que las leyes del honor, que consistían
en abstenerse de la crueldad, dejando a los hombres sus vidas e instrumentos
de labor. Y así como entonces lo hacían las familias
pequeñas, así ahora las ciudades y reinos, que no son
sino familias más grandes, ensanchan sus dominios para su propia
seguridad, y bajo el pretexto de peligro y temor de invasión,
o de la asistencia que puede prestarse a los invasores, justamente
se esfuerzan cuanto pueden para someter o debilitar a sus vecinos,
mediante la fuerza ostensible y las artes secretas, a falta de otra
garantía; y en edades posteriores se recuerdan con honor tales
hechos.
No es la conjunción de un pequeño número de hombres
lo que da a los Estados esa seguridad, porque cuando se trata de reducidos
números, las pequeñas adiciones de una parte o de otra,
hacen tan grande la ventaja de la fuerza que son suficientes para
acarrear la victoria, y esto da aliento a la invasión. La multitud
suficiente para confiar en ella a los efectos de nuestra seguridad
no está determinada por un cierto número, sino por comparación
con el enemigo que tememos, y es suficiente cuando la superioridad
del enemigo no es de una naturaleza tan visible y manifiesta que le
determine a intentar el acontecimiento de la guerra.
Y aunque haya una gran multitud, si sus acuerdos están dirigidos
según sus particulares juicios y particulares apetitos, no
puede esperarse de ello defensa ni protección contra un enemigo
común ni contra las mutuas ofensas. Porque discrepando las
opiniones concernientes al mejor uso y aplicación de su fuerza,
los individuos componentes de esa multitud no se ayudan, sino que
se obstaculizan mutuamente, y por esa oposición mutua reducen
su fuerza a la nada; como consecuencia, fácilmente son sometidos
por unos pocos que están en perfecto acuerdo, sin contar con
que de otra parte, cuando no existe un enemigo común, se hacen
guerra unos a otros, movidos por sus particulares intereses. Si pudiéramos
imaginar una gran multitud de individuos, concordes en la observancia
de la justicia y de otras leyes de naturaleza, pero sin un poder común
para mantenerlos a raya, podríamos suponer igualmente que todo
el género humano hiciera lo mismo, y entonces no existiría
ni sería preciso que existiera ningún gobierno civil
o Estado, en absoluto, porque la paz existiría sin sujeción
alguna.
Tampoco es suficiente para la seguridad que los hombres desearían
ver establecida durante su vida entera, que estén gobernados
y dirigidos por un solo criterio, durante un tiempo limitado, como
en una batalla o en una guerra. En efecto, aunque obtengan una victoria
por su unánime esfuerzo contra un enemigo exterior, después,
cuando ya no tienen un enemigo común, o quien para unos aparece
como enemigo, otros lo consideran como amigo, necesariamente se disgregan
por la diferencia de sus intereses, y nuevamente decaen en situación
de guerra.
Es cierto que determinadas criaturas vivas, como las abejas y las
hormigas, viven en forma sociable una con otra (por cuya razón
Aristóteles las enumera entre las criaturas políticas)
y no tienen otra dirección que sus particulares juicios y apetitos,
ni poseen el uso de la palabra mediante la cual una puede significar
a otra lo que considera adecuado para el beneficio común: por
ello, algunos desean inquirir por qué la humanidad no puede
hacer lo mismo. A lo cual contesto: Primero, que los hombres están
en continua pugna de honores y dignidad y las mencionadas criaturas
no, y a ello se debe que entre los hombres surjan por esta razón,
la envidia y el odio, y finalmente la guerra, mientras que entre aquellas
criaturas no ocurre eso.
Segundo, que entre esas criaturas, el bien común no difiere
del individual, y aunque por naturaleza propenden a su beneficio privado,
procuran, a la vez, por el beneficio común. En cambio, el hombre,
cuyo goce consiste en compararse a sí mismo con los demás
hombres, no puede disfrutar otra cosa sino lo que es eminente.
Tercero, que no teniendo estas criaturas, a diferencia del hombre,
uso de razón, no ven, ni piensan que ven ninguna falta en la
administración de su negocio común; en cambio, entre
los hombres, hay muchos que se imaginan a sí mismos más
sabios y capaces para gobernar la cosa pública, que el resto;
dichas personas se afanan por reformar e innovar, una de esta manera,
otra de aquélla, con lo cual acarrean perturbación y
guerra civil.
Cuarto, que aun cuando estas criaturas tienen voz, en cierto modo,
para darse a entender unas a otras sus sentimientos, necesitan este
género de palabras por medio de las cuales los hombres pueden
manifestar a otros lo que es Dios, en comparación con el demonio,
y lo que es el demonio en comparación con Dios, y aumentar
o disminuir la grandeza aparente de Dios y del demonio, sembrando
el descontento entre los hombres, y turbando su tranquilidad caprichosamente.
Quinto, que las criaturas irracionales no pueden distinguir entre
injuria y daño y, por consiguiente, mientras
están a gusto, no son ofendidas por sus semejantes. En cambio
el hombre se encuentra más conturbado cuando más complacido
está porque es entonces cuando le agrada mostrar su sabiduria
y controlar las acciones de quien gobierna el Estado.
Por último, la buena inteligencia de esas criaturas es natural;
la de los hombres lo es solamente por pacto, es decir, de modo artificial.
No es extraño, por consiguiente, que (aparte del pacto) se
requiera algo más que haga su convenio constante y obligatorio;
ese algo es un poder común que los mantenga a raya y dirija
sus acciones hacia el beneficio colectivo.
El único camino para erigir semejante poder común, capaz
de defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra
las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su
propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí
mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza
a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad
de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad. Esto equivale
a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres que represente
su personalidad; y que cada uno considere como propio y se reconozca
a sí mismo como autor de cualquier cosa que haga o promueva
quien representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la
paz y a la seguridad comunes; que, además, sometan sus voluntades
cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio.
Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad
real de todo ello en una y la misma persona instituida por pacto de
cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera
a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres
mi derecho de gobernarme a mí mismo, con la condición
de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho,
y autorizaréis todos sus actos de la misma manera. Hecho
esto, la multitud así unida en una persona, se denomina ESTADO,
en latín, CIVITAS. Ésta es la generación de aquel
gran LEVIATÁN, o más bien (hablando con más reverencia),
de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal,
nuestra paz y nuestra defensa. Porque en virtud de esta autoridad
que se le confiere por cada hombre particular en el Estado, posee
y utiliza tanto poder y fortaleza, que por el terror que inspira es
capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz, en su
propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en
el extranjero. Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos
definir así: una persona de cuyos actos una gran multitud,
por pactos mutuos, realizados entre sí, ha sido instituida
por cada uno como autor al objeto de que pueda utilizar la fortaleza
y medios de todos, como lo juzgue oportuno, para asegurar la paz y
defensa común. El titular de esta persona se denomina SOBERANO,
y se dice que tiene poder soberano; cada uno de los que le rodean
es SÚBDITO suyo.
Se alcanza este poder soberano por dos conductos. Uno por la fuerza
natural, como cuando un hombre hace que sus hijos y los hijos de sus
hijos le estén sometidos, siendo capaz de destruirlos si se
niegan a ello; o que por actos de guerra somete sus enemigos a su
voluntad, concediéndoles la vida a cambio de esa sumisión.
Ocurre el otro procedimiento cuando los hombres se ponen de acuerdo
entre sí, para someterse a algún hombre o asamblea de
hombres voluntariamente, en la confianza de ser protegidos por ellos
contra todos los demás. En este último caso puede hablarse
de Estado político, o Estado por institución,
y en el primero de Estado por adquisición. En primer
término voy a referirme al Estado por institución.
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