Dícese que un Estado ha sido instituido
cuando una multitud de hombres convienen y pactan, cada uno con
cada uno, que a un cierto hombre o asamblea de hombres
se le otorgará, por mayoría, el derecho de representar
a la persona de todos (es decir, de ser su representante).
Cada uno de ellos, tanto los que han votado en pro como los
que han votado en contra, debe autorizar todas las acciones
y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, lo mismo que si fueran
suyos propios, al objeto de vivir apaciblemente entre sí y
ser protegidos contra otros hombres.
De esta institución de un Estado derivan todos los derechos
y facultades de aquel o de aquellos a quienes se confiere el
poder soberano por el consentimiento del pueblo reunido.
En primer lugar, puesto que pactan, debe comprenderse que no están
obligados por un pacto anterior a alguna cosa que contradiga la presente.
En consecuencia, quienes acaban de instituir un Estado y quedan, por
ello, obligados por el pacto, a considerar como propias las acciones
y juicios de uno, no pueden legalmente hacer un pacto nuevo entre
sí para obedecer a cualquier otro, en una cosa cualquiera,
sin su permiso. En consecuencia, también, quienes son súbditos
de un monarca no pueden sin su aquiescencia renunciar a la monarquía
y retornar a la confusión de una multitud disgregada; ni transferir
su personalidad de quien la sustenta a otro hombre o a otra asamblea
de hombres, porque están obligados, cada uno respecto de cada
uno, a considerar como propio y ser reputados como autores de todo
aquello que pueda hacer y considere adecuado llevar a cabo quien es,
a la sazón, su soberano. Así que cuando disiente un
hombre cualquiera, todos los restantes deben quebrantar el pacto hecho
con ese hombre, lo cual es injusticia; y, además, todos los
hombres han dado la soberanía a quien representa su persona,
y, por consiguiente, si lo deponen toman de él lo que es suyo
propio y cometen nuevamente injusticia. Por otra parte si quien trata
de deponer a su soberano resulta muerto o es castigado por él
a causa de tal tentativa, puede considerarse como autor de su propio
castigo, ya que es, por institución, autor de cuanto su soberano
haga. Y como es injusticia para un hombre hacer algo por lo cual pueda
ser castigado por su propia autoridad, es también injusto por
esa razón. Y cuando algunos hombres, desobedientes a su soberano,
pretenden realizar un nuevo pacto no ya con los hombres sino con Dios,
esto también es injusto, porque no existe pacto con Dios, sino
por mediación de alguien que represente a la persona divina;
esto no lo hace sino el representante de Dios que bajo él tiene
la soberanía. Pero esta pretensión de pacto con Dios
es una falsedad tan evidente, incluso en la propia conciencia de quien
la sustenta, que no es sólo un acto de disposición injusta,
sino, también, vil e inhumana.
En segundo lugar, como el derecho de representar la persona de todos
se otorga a quien todos constituyen en soberano, solamente por pacto
de uno a otro, y no del soberano en cada uno de ellos, no puede existir
quebrantamiento de pacto por parte del soberano, y en consecuencia
ninguno de sus súbditos, fundándose en una infracción,
puede ser liberado de su sumisión. Que quien es erigido en
soberano no efectúe pacto alguno, por anticipado, con sus súbditos,
es manifiesto, porque o bien debe hacerlo con la multitud entera,
como parte del pacto, o debe hacer un pacto singular con cada persona.
Con el conjunto como parte del pacto, es imposible, porque hasta entonces
no constituye una persona; y si efectúa tantos pactos singulares
como hombres existen, estos pactos resultan nulos en cuanto adquiere
la soberanía, porque cualquier acto que pueda ser presentado
por uno de ellos como infracción del pacto, es el acto de sí
mismo y de todos los demás, ya que está hecho en la
persona y por el derecho de cada uno de ellos en particular. Además,
si uno o varios de ellos pretenden quebrantar el pacto hecho por el
soberano en su institución, y otros o alguno de sus súbditos,
o él mismo solamente, pretenden que no hubo semejante quebrantamiento,
no existe, entonces, juez que pueda decidir la controversia; en tal
caso la decisión corresponde de nuevo a la espada, y todos
los hombres recobran el derecho de protegerse a sí mismos por
su propia fuerza, contrariamente al designio que les anima al efectuar
la institución. Es, por tanto, improcedente garantizar la soberanía
por medio de un pacto precedente. La opinión de que cada monarca
recibe su poder del pacto, es decir, de modo condicional, procede
de la falta de comprensión de esta verdad obvia, según
la cual no siendo los pactos otra cosa que palabras y aliento, no
tienen fuerza para obligar, contener, constreñir o proteger
a cualquier hombre, sino la que resulta de la fuerza pública;
es decir, de la libertad de acción de aquel hombre o asamblea
de hombres que ejercen la soberanía, y cuyas acciones son firmemente
mantenidas por todos ellos, y sustentadas por la fuerza de cuantos
en ella están unidos. Pero cuando se hace soberana a una asamblea
de hombres, entonces ningún hombre imagina que semejante pacto
haya pasado a la institución. En efecto, ningún hombre
es tan necio que afirme, por ejemplo, que el pueblo de Roma
hizo un pacto con los romanos para sustentar la soberanía con
base en tales o cuales condiciones, que al incumplirse permitieran
a los romanos deponer legalmente al pueblo romano. Que los hombres
no advierten la razón de que ocurra lo mismo en una monarquía
y en un gobierno popular, procede de la ambición de algunos
que ven con mayor simpatía el gobierno de una asamblea, en
la que tienen esperanzas de participar, que el de una monarquía,
de cuyo disfrute desesperan.
En tercer lugar, si la mayoría ha proclamado un soberano mediante
votos concordes, quien disiente debe ahora consentir con el resto,
es decir, avenirse, reconocer todos los actos que realice, o bien
exponerse a ser eliminado por el resto. En efecto, si voluntariamente
ingresó en la congregación de quienes constituían
la asamblea, declaró con ello, de modo suficiente, su voluntad
(y por tanto hizo un pacto tácito) de estar a lo que la mayoría
de ellos ordenara. Por esta razón si rehúsa mantenerse
en esa tesitura, o protesta contra algo de lo decretado, procede de
modo contrario al pacto, y por tanto, injustamente. Y tanto si es
o no de la congregación, y si consiente o no en ser consultado,
debe o bien someterse a los decretos, o ser dejado en la condición
de guerra en que antes se encontraba, caso en el cual cualquiera puede
eliminarlo sin injusticia.
En cuarto lugar, como cada súbdito es, en virtud de esa institución,
autor de todos los actos y juicios del soberano instituido, resulta
que cualquier cosa que el soberano haga no puede constituir injuria
para ninguno de sus súbditos, ni debe ser acusado de injusticia
por ninguno de ellos. En efecto, quien hace una cosa por autorización
de otro, no comete injuria alguna contra aquel por cuya autorización
actúa. Pero en virtud de la institución de un Estado,
cada particular es autor de todo cuanto hace el soberano, y, por consiguiente;
quien se queja de injuria por parte del soberano, protesta contra
algo de que él mismo es autor, y de lo que en definitiva no
debe acusar a nadie sino a sí mismo; ni a sí mismo tampoco,
porque hacerse injuria a uno mismo es imposible. Es cierto que quienes
tienen poder soberano pueden cometer iniquidad, pero no injusticia
o injuria, en la auténtica acepción de estas palabras.
En quinto lugar, y como consecuencia de lo que acabamos de afirmar,
ningún hombre que tenga poder soberano puede ser muerto o castigado
de otro modo por sus súbditos. En efecto, considerando que
cada súbdito es autor de los actos de su soberano, aquél
castiga a otro por las acciones cometidas por él mismo.
Como el fin de esta institución es la paz y la defensa de todos,
y como quien tiene derecho al fin lo tiene también a los medios,
corresponde de derecho a cualquier hombre o asamblea que tiene la
soberanía, ser juez, a un mismo tiempo, de los medios de paz
y de defensa, y juzgar también acerca de los obstáculos
e impedimentos que se oponen a los mismos, así como hacer cualquier
cosa que considere necesario, ya sea por anticipado, para conservar
la paz y la seguridad, evitando la discordia en el propio país
y la hostilidad del extranjero, ya, cuando la paz y la seguridad se
han perdido, para la recuperación de la misma.
En sexto lugar, en consecuencia, es inherente a la soberanía
el ser juez acerca de qué opiniones y doctrinas son adversas
y cuáles conducen a la paz; y por consiguiente, en qué
ocasiones, hasta qué punto y respecto de qué puede confiarse
en los hombres, cuando hablan a las multitudes, y quién debe
examinar las doctrinas de todos los libros antes de ser publicados.
Porque los actos de los hombres proceden de sus opiniones, y en el
buen gobierno de las opiniones consiste el buen gobierno de los actos
humanos respecto a su paz y concordia. Y aunque en materia de doctrina
nada debe tenerse en cuenta sino la verdad, nada se opone a la regulación
de la misma por vía de paz. Porque la doctrina que está
en contradicción con la paz, no puede ser verdadera, como la
paz y la concordia no pueden ir contra la ley de naturaleza. Es cierto
que en un Estado, donde por la negligencia o la torpeza de los gobernantes
y maestros circulan, con carácter general, falsas doctrinas,
las verdades contrarias pueden ser generalmente ofensivas. Ni la más
repentina y brusca introducción de una nueva verdad que pueda
imaginarse, puede nunca quebrantar la paz sino sólo en ocasiones
suscitar la guerra. En efecto, quienes se hallan gobernados de modo
tan remiso, que se atreven a alzarse en armas para defender o introducir
una opinión, se hallan aún en guerra, y su condición
no es de paz, sino solamente de cesación de hostilidades por
temor mutuo; y viven como si se hallaran continuamente en los preludios
de la batalla. Corresponde, por consiguiente, a quien tiene poder
soberano, ser juez o instituir todos los jueces de opiniones y doctrinas
como una cosa necesaria para la paz, al objeto de prevenir la discordia
y la guerra civil.
En séptimo lugar, es inherente a la soberanía el pleno
poder de prescribir las normas en virtud de las cuales cada hombre
puede saber qué bienes puede disfrutar y qué acciones
puede llevar a cabo sin ser molestado por cualquiera de sus conciudadanos.
Esto es lo que los hombres llaman propiedad. En efecto, antes de instituirse
el poder soberano (como ya hemos expresado anteriormente) todos los
hombres tienen derecho a todas las cosas, lo cual es necesariamente
causa de guerra; y, por consiguiente, siendo esta propiedad necesaria
para la paz y dependiente del poder soberano es el acto de este poder
para asegurar la paz pública. Esas normas de propiedad
(o meum y tuum) y de lo bueno y lo malo,
de lo legítimo e ilegítimo en las acciones
de los súbditos, son leyes civiles, es decir, leyes de cada
Estado particular, aunque el nombre de ley civil esté, ahora,
restringido a las antiguas leyes civiles de la ciudad de Roma; ya
que siendo ésta la cabeza de una gran parte del mundo, sus
leyes en aquella época fueron, en dichas comarcas, la ley civil.
En octavo lugar, es inherente a la soberanía el derecho de
judicatura, es decir, de oír y decidir todas las controversias
que puedan surgir respecto a la ley, bien sea civil o natural, con
respecto a los hechos. En efecto, sin decisión de las controversias
no existe protección para un súbdito contra las injurias
de otro; las leyes concernientes a lo meum y tuum son
en vano; y a cada hombre compete, por el apetito natural y necesario
de su propia conservación, el derecho de protegerse a sí
mismo con su fuerza particular, que es condición de la guerra,
contraria al fin para el cual se ha instituido todo Estado.
En noveno lugar, es inherente a la soberanía el derecho de
hacer guerra y paz con otras naciones y Estados; es decir, de juzgar
cuándo es para el bien público, y qué cantidad
de fuerzas deben ser reunidas, armadas y pagadas para ese fin, y cuánto
dinero se ha de recaudar de los súbditos para sufragar los
gastos consiguientes. Porque el poder mediante el cual tiene que ser
defendido el pueblo, consiste en sus ejércitos, y la potencialidad
de un ejército radica en la unión de sus fuerzas bajo
un mando, mando que a su vez compete al soberano instituido, porque
el mando de las militia sin otra institución, hace soberano
a quien lo detenta. Y, por consiguiente, aunque alguien sea designado
general de un ejército, quien tiene el poder soberano es siempre
generalísimo.
En décimo lugar, es inherente a la soberanía la elección
de todos los consejeros, ministros, magistrados y funcionarios, tanto
en la paz como en la guerra. Si, en efecto, el soberano está
encargado de realizar el fin que es la paz y defensa común,
se comprende que ha de tener poder para usar tales medios, en la forma
que él considere son más adecuados para su propósito.
En undécimo lugar, se asigna al soberano el poder de recompensar
con riquezas u honores, y de castigar con penas corporales o pecuniarias,
o con la ignominia, a cualquier súbdito, de acuerdo con la
ley que él previamente estableció; o si no existe ley,
de acuerdo con lo que el soberano considera más conducente
para estimular los hombres a que sirvan al Estado, o para apartarlos
de cualquier acto contrario al mismo.
Por último, considerando qué valores acostumbran los
hombres asignarse a sí mismos, qué respeto exigen de
los demás, y cuán poco estiman a otros hombres (lo que
entre ellos es constante motivo de emulación, querellas, disensiones
y, en definitiva, de guerras, hasta destruirse unos a otros o mermar
su fuerza frente a un enemigo común) es necesario que existan
leyes de honor y un módulo oficial para la capacidad de los
hombres que han servido o son aptos para servir bien al Estado, y
que exista fuerza en manos de alguien para poner en ejecución
esas leyes. Pero siempre se ha evidenciado que no solamente la militia
entera, o fuerzas del Estado, sino también el fallo de todas
las controversias es inherente a la soberanía. Corresponde,
por tanto, al soberano dar títulos de honor, y señalar
qué preeminencia y dignidad debe corresponder a cada hombre,
y qué signos de respeto, en las reuniones públicas o
privadas, debe otorgarse cada uno a otro.
Éstos son los derechos que constituyen la esencia de la soberanía,
y son los signos por los cuales un hombre puede discernir en qué
hombres o asamblea de hombres está situado y reside el poder
soberano. Son estos derechos, ciertamente, incomunicables e inseparables.
El poder de acuñar moneda; de disponer del patrimonio y de
las personas de los infantes herederos; de tener opción de
compra en los mercados, y todas las demás prerrogativas estatutarias,
pueden ser transferidas por el soberano, y quedar, no obstante, retenido
el poder de proteger a sus súbditos. Pero si el soberano transfiere
la militia, será en vano que retenga la capacidad de
juzgar, porque no podrá ejecutar sus leyes; o si se desprende
del poder de acuñar moneda, la militia es inútil;
o si cede el gobierno de las doctrinas, los hombres se rebelarán
contra el temor de los espíritus. Así, si consideramos
cualesquiera de los mencionados derechos, veremos al presente que
la conservación del resto no producirá efecto en la
conservación de la paz y de la justicia, bien para el cual
se instituyen todos los Estados. A esta división se alude cuando
se dice que un reino intrínsecamente dividido no puede subsistir.
Porque si antes no se produce esta división, nunca puede sobrevenir
la división en ejércitos contrapuestos. Si no hubiese
existido primero una opinión, admitida por la mayor parte de
Inglaterra, de que estos poderes estaban divididos entre el
rey, y los Lores y la Cámara de los Comunes, el pueblo nunca
hubiera estado dividido, ni hubiese sobrevenido esta guerra civil,
primero entre los que discrepaban en política, y después
entre quienes disentían acerca de la libertad en materia de
religión; y ello ha instruido a los hombres de tal modo, en
este punto de derecho soberano, que pocos hay, en Inglaterra,
que no adviertan cómo estos derechos son inseparables, y como
tales serán reconocidos generalmente cuando muy pronto retorne
la paz; y así continuarán hasta que sus miserias sean
olvidadas y sólo el vulgo considerará mejor que así
haya ocurrido.
Siendo derechos esenciales e inseparables, necesariamente se sigue
que cualquiera que sea la forma en que alguno de ellos haya sido cedido,
si el mismo poder soberano no los ha otorgado en términos directos,
y el nombre del soberano no ha sido manifestado por los cedentes al
cesionario, la cesión es nula; porque aunque el soberano haya
cedido todo lo posible si mantiene la soberanía, todo queda
restaurado e inseparablemente unido a ella.
Siendo indivisible esta gran autoridad y yendo inseparablemente aneja
a la soberanía, existe poca razón para la opinión
de quienes dicen que aunque los reyes soberanos sean singulis majores,
o sea de mayor poder que cualquiera de sus súbditos, son universis
minores, es decir, de menor poder que todos ellos juntos. Porque
si con todos juntos no significan el cuerpo colectivo como
una persona, entonces todos juntos y cada uno significan
lo mismo, y la expresión es absurda. Pero si por todos juntos
comprenden una persona (asumida por el soberano), entonces el poder
de todos juntos coincide con el poder del soberano, y nuevamente la
expresión es absurda. Este absurdo lo ven con claridad suficiente
cuando la soberanía corresponde a una asamblea del pueblo;
pero en un monarca no lo ven, y, sin embargo, el poder de la soberanía
es el mismo, en cualquier lugar en que esté colocado.
Como el poder, también el honor del soberano debe ser mayor
que el de cualquiera o el de todos sus súbditos: porque en
la soberanía está la fuente de todo honor. Las dignidades
de lord, conde, duque y príncipe son creaciones suyas. Y como
en presencia del dueño todos los sirvientes son iguales y sin
honor alguno, así son también los súbditos en
presencia del soberano. Y aunque cuando no están en su presencia,
parecen unos más y otros menos, delante de él no son
sino como las estrellas en presencia del sol.
Puede objetarse aquí que la condición de los súbditos
es muy miserable, puesto que están sujetos a los caprichos
y otras irregulares pasiones de aquel o aquellos cuyas manos tienen
tan ilimitado poder. Por lo común quienes viven sometidos a
un monarca piensan que es, éste, un defecto de la monarquía,
y los que viven bajo un gobierno democrático o de otra asamblea
soberana, atribuyen todos los inconvenientes a esa forma de gobierno.
En realidad, el poder, en todas sus formas, si es bastante perfecto
para protegerlos, es el mismo. Considérese que la condición
del hombre nunca puede verse libre de una u otra incomodidad, y que
lo más grande que en cualquier forma de gobierno puede suceder,
posiblemente, al pueblo en general, apenas es sensible si se compara
con las miserias y horribles calamidades que acompañan a una
guerra civil, o a esa disoluta condición de los hombres desenfrenados,
sin sujeción a leyes y a un poder coercitivo que trabe sus
manos, apartándoles de la rapiña y de la venganza. Considérese
que la mayor construcción de los gobernantes soberanos no procede
del deleite o del derecho que pueden esperar del daño o de
la debilitación de sus súbditos, en cuyo vigor consiste
su propia gloria y fortaleza, sino en su obstinación misma,
que contribuyendo involuntariamente a la propia defensa hace necesario
para los gobernantes obtener de sus súbditos cuanto les es
posible en tiempo de paz, para que puedan tener medios, en cualquier
ocasión emergente o en necesidades repentinas, para resistir
o adquirir ventaja con respecto a sus enemigos. Todos los hombres
están por naturaleza provistos de notables lentes de aumento
(a saber, sus pasiones y su egoísmo) vista a través
de los cuales cualquier pequeña contribución aparece
como un gran agravio; están, en cambio, desprovistos de aquellos
otros lentes prospectivos (a saber, la moral y la ciencia civil) para
ver las miserias que penden sobre ellos y que no pueden ser evitadas
sin tales aportaciones.
|