De las diversas especies
de gobierno por institución,
y de la sucesión en el poder
soberano

La diferencia de gobiernos consiste en la diferencia del soberano o de la persona representativa de todos y cada uno en la multitud. Ahora bien, como la soberanía reside en un hombre o en la asamblea de más de uno, y como en esta asamblea puede ocurrir que todos tengan derecho a formar parte de ella, o no todos sino algunos hombres distinguidos de los demás, es manifiesto que pueden existir tres clases de gobierno. Porque el representante debe ser por necesidad o una persona o varias: en este último caso o es la asamblea de todos o la de sólo una parte. Cuando el representante es un hombre, entonces el gobierno es una MONARQUIA; cuando lo es una asamblea de todos cuantos quieren concurrir a ella, tenemos una DEMOCRACIA o gobierno popular; cuando la asamblea es de una parte solamente, entonces se denomina ARISTOCRACIA. No puede existir otro género de gobierno, porque necesariamente uno, o más o todos deben tener el poder soberano (que como he mostrado ya, es indivisible).

Existen otras denominaciones de gobierno, en las historias y libros de política: tales son, por ejemplo, la tiranía y la oligarquía. Pero éstos no son nombres de otras for mas de gobierno, sino de las mismas formas mal interpretadas. En efecto, quienes están descontentos bajo la monarquía la denominan tiranía; a quienes les desagrada la aristocracia la llaman oligarquía; igualmente, quienes se encuentran agraviados bajo una democracia la llaman anarquía, que significa falta de gobierno. Pero yo me imagino que nadie cree que la falta de gobierno sea una nueva especie de gobierno; ni, por la misma razón, puede creerse que el gobierno es de una clase cuando agrada, y de otra cuando los súbditos están disconformes con él o son oprimidos por los gobernantes.

Es manifiesto que cuando los hombres están en absoluta libertad pueden, si gustan, dar autoridad a uno para representarlos a todos, lo mismo que pueden otorgar, también, esa autoridad a una asamblea de hombres cualesquiera; en consecuencia, pueden someterse, si lo consideran oportuno, a un monarca, de modo tan absoluto como a cualquier otro representante. Por esta razón, una vez que se ha erigido un poder soberano, no puede existir otro representante del mismo pueblo, sino solamente para ciertos fines particulares, delimitados por el soberano. Lo contrario seria instituir dos soberanos, y que cada hombre tuviera su persona representada por dos actores que al oponerse entre sí, necesariamente dividirían un poder que es indivisible, si los hombres quieren vivir en paz; ello situaría la multitud en condición de guerra, contrariamente al fin para el cual se ha instituido toda soberanía. Por esta razón es absurdo que si una asamblea soberana invita al pueblo de sus dominios para que envíe sus representantes, con facultades para dar a conocer sus opiniones o deseos haya de considerar a tales diputados, más bien que a la asamblea misma, como representantes absolutos del pueblo; e igualmente absurdo resulta con referencia a una monarquía. No me explico cómo una verdad tan evidente sea, en definitiva, tan poco observada: que en una monarquía quien detentaba la soberanía por una descendencia de 600 años, era solamente llamado soberano, poseía el título de majestad de cada uno de sus súbditos, y era incuestionablemente considerado por ellos como su rey, nunca fuera, sin embargo, considerado como representante suyo; esta denominación se utilizaba, sin réplica alguna, como título peculiar de aquellos hombres que, por mandato del soberano, eran enviados por el pueblo para presentar sus peticiones y darle su opinión, si lo permitía. Esto puede servir de advertencia para que quienes son los verdaderos y absolutos representantes de un pueblo, instruyan a los hombres en la naturaleza de ese cargo, y tengan en cuenta cómo admiten otra representación general en una ocasión cualquiera, si piensan responder a la confianza que se ha depositado en ellos.

La diferencia entre estos tres géneros de gobierno no consiste en la diferencia de poder, sino en la diferencia de conveniencia o aptitud para producir la paz y seguridad del pueblo, fin para el cual fueron instituidos. Comparando la monarquía con las otras dos formas podemos observar: primero, que quien represente la persona del pueblo, o es uno de los elementos de la asamblea representativa, sustenta, también, su propia representación natural. Y aun cuando en su persona política procure por el interés común, no obstante procurará más, o no menos cuidadosamente, por el particular beneficio de sí mismo, de sus familiares, parientes y amigos; en la mayor parte de los casos, si el interés público viene a entremezclarse con el privado, prefiere el privado, porque las pasiones de los hombres son, por lo común, más potentes que su razón. De ello se sigue que donde el interés público y el privado aparecen más íntimamente unidos, se halla más avanzado el interés público. Ahora bien, en la monarquía, el interés privado coincide con el público. La riqueza, el poder y el honor de un monarca descansan solamente sobre la riqueza, el poder y la reputación de sus súbditos. En efecto, ningún rey puede ser rico, ni glorioso, ni hallarse asegurado cuando sus súbditos son pobres, o desobedientes, o demasiado débiles por necesidad o disentimiento, para mantener una guerra contra sus enemigos. En cambio, en una democracia o en una aristocracia, la prosperidad pública no se conlleva tanto con la fortuna particular de quien es un ser corrompido o ambicioso, como muchas veces ocurre con una opinión pérfida, un acto traicionero o una guerra civil.

En segundo lugar, que un monarca recibe consejo de aquél, cuando y donde le place, y, por consiguiente, puede escuchar la opinión de hombres versados en la materia sobre la cual se delibera, cualquiera que sea su rango y calidad, y con la antelación y con el sigilo que quiera. Pero cuando una asamblea soberana tiene necesidad de consejo, nadie es admitido a ella sino quien tiene un derecho desde el principio; en la mayor parte de los casos los titulares del mismo son personas más bien versadas en la adquisición de la riqueza que del conocimiento, y han de dar su opinión en largos discursos, que pueden, por lo común, excitar a los hombres a la acción, pero no gobernarlos en ella. Porque el entendimiento no se ilumina, antes bien se deslumbra por la llama de las pasiones. Ni existe lugar y tiempo en que una asamblea pueda recibir consejo en secreto, a causa de su misma multitud.

En tercer lugar, que las resoluciones de un monarca no están sujetas a otra inconstancia que la de la naturaleza humana; en cambio, en las asambleas aparte de la inconstancia propia de la naturaleza, existe otra que deriva del número. En efecto, la ausencia de unos pocos, que hubieran hecho continuar firme la resolución una vez tomada (lo cual puede suceder por seguridad, negligencia o impedimentos privados) o la apariencia negligente de unos pocos de opinión contraria hace que no se realice hoy lo que ayer quedó acordado.

En cuarto lugar, que un monarca no puede estar en desacuerdo consigo mismo por razón de envidia o interés; en cambio puede estarlo una asamblea, y en grado tal que se produzca una guerra civil.

En quinto lugar, que en la monarquía existe el inconveniente de que cualquier súbdito puede ser privado de cuanto posee, por el poder de un solo hombre, para enriquecer a un favorito o adulador; confieso que es, éste, un grave e inevitable inconveniente. Pero lo mismo puede ocurrir muy bien cuando el poder soberano reside en una asamblea, porque su poder es el mismo, y sus miembros están tan sujetos al mal consejo y a ser seducidos por los oradores, como un monarca por quienes lo adulan; y al convertirse unos en aduladores de otros, van sirviendo mutuamente su codicia y su ambición. Y mientras que los favoritos de los monarcas son pocos, y no tienen que aventajar sino a los de su propio linaje, los favoritos de una asamblea son muchos, y sus allegados mucho más numerosos que los de cualquier monarca. Además, no hay favorito de un monarca que no pueda del mismo modo socorrer a sus amigos y dañar a sus enemigos, mientras que los oradores, es decir, los favoritos de las asambleas soberanas, aunque piensan que tienen gran poder para dañar, tienen poco para defender. Porque para acusar hace falta menos elocuencia (esto va en la naturaleza humana) que para excusar; y la condena más se parece a la justicia que la absolución.

En sexto lugar, es un inconveniente en la monarquía que el poder soberano pueda recaer sobre un infante o alguien que no pueda discernir entre el bien y el mal; ello implica que el uso de su poder debe ponerse en manos de otro hombre o de alguna asamblea de hombres que tienen que gobernar por su derecho y en nombre suyo, como curadores y protectores de su persona y autoridad. Pero decir que es un inconveniente poner el uso del poder soberano en manos de un hombre o de una asamblea de hombres, equivale a decir que todo gobierno es más inconveniente que la confusión y la guerra civil. Por consiguiente, todo el peligro que puede presumirse ha de surgir de la disputa de quienes pueden convertirse en competidores respecto de un cargo de tan gran honor y provecho. Para demostrar que este inconveniente no procede de la forma de gobierno que llamamos monarquía, imaginemos que el monarca precedente ha establecido quién ejercerá la tutela de su infante sucesor, bien sea expresamente por testamento, o tácitamente, para no oponerse a la costumbre que es normal en este caso. Entonces el inconveniente, si ocurre, debe atribuirse no ya a la monarquía, sino a la ambición e injusticia de los súbditos, que es la misma en todas las formas de gobierno en que el pueblo no está bien instruido en sus deberes y en los derechos de la soberanía. O bien el monarca precedente no ha tomado disposiciones para esa tutela, y entonces la ley de naturaleza ha provisto la norma suficiente, de que la tutela debe corresponder a quien por naturaleza tiene más interés en conservar la autoridad del infante, y a quien menos beneficio puede derivar de su muerte o menoscabo. En efecto, si consideramos que cada persona persigue por naturaleza su propio beneficio y exaltación, poner un infante en manos de quienes pueden exaltarse a sí mismos por la anulación o daño del niño, no es tutela sino traición. Así que cuando se ha provisto de modo suficiente contra toda justa querella respecto al gobierno durante una minoría de edad, si se produce alguna disputa que da lugar a la perturbación de la paz pública, no debe atribuirse a la forma de monarquía, sino a la ambición de los súbditos y a la ignorancia de su deber. Por otra parte, no existe un gran Estado cuya soberanía resida en una gran asamblea, que en las consultas relativas a la paz y la guerra, y en la promulgación de las leyes, no se encuentre en la misma condición que si el gobierno estuviera en manos de un niño. En efecto, del mismo modo que un niño carece de juicio para disentir del consejo que se le da, y necesita, en consecuencia, tomar la opinión de aquel o de aquellos a quienes está confiado, así una asamblea carece de la libertad para disentir del consejo de la mayoría, sea bueno o malo. Y del mismo modo que un niño tiene necesidad de un tutor o protector, que defienda su persona y su autoridad, así también (en los grandes Estados) la asamblea soberana, en todos los grandes peligros y perturbaciones, tiene necesidad de custodes libertatis; es decir, de dictadores o protectores de su autoridad, que vienen a ser como monarcas temporales a quienes por un tiempo se les confiere el total ejercicio de su poder; y, al término de ese tiempo, suelen ser privados de dicho poder con más frecuencia que los reyes infantes, por sus protectores, regentes u otros tutores cualesquiera.

Aunque las formas de soberanía no sean, como he indicado, más que tres, a saber: monarquía, donde la ejerce una persona; democracia, donde reside en la asamblea general de los súbditos, o aristocracia, en que es detentada por una asamblea nombrada por personas determinadas, o distinguidas de otro modo de los demás, quien haya de considerar los Estados que en particular han existido y existen en el mundo, acaso no pueda reducirlas cómodamente a tres, y propenda a pensar que hay otras formas resultantes de la mezcla de aquéllas. Por ejemplo, monarquías electivas, en las que los reyes tienen entre sus manos el poder soberano durante algún tiempo; o reinos en los que el rey tiene un poder limitado, no obstante lo cual la mayoria de los escritores llaman monarquías a esos gobiernos. Análogamente, si un gobierno popular o aristocrático sojuzga un país enemigo, y lo gobierna con un presidente procurador u otro magistrado, puede parecer, acaso, a primera vista, que sea un gobierno democrático o aristocrático; pero no es así. Porque los reyes electivos no son soberanos, sino ministros del soberano; ni los reyes con poder limitado son soberanos, sino ministros de quienes tienen el soberano poder. Ni las provincias que están sujetas a una democracia o aristocracia de otro Estado, democrática o aristocráticamente gobernado, están regidas monárquicamente.

En primer término, por lo que concierne al monarca electivo, cuyo poder está limitado a la duración de su existencia, como ocurre en diversos lugares de la cristiandad, actualmente, o durante ciertos años o meses, como el poder de los dictadores entre los romanos, si tiene derecho a designar su sucesor, no es ya electivo, sino hereditario. Pero si no tiene poder para elegir a su sucesor, entonces existe otro hombre o asamblea que, a la muerte del soberano, puede elegir uno nuevo, o bien el Estado muere y se disuelve con él, y vuelve a la condición de guerra. Si se sabe quién tiene el poder de otorgar la soberanía después de su muerte, es evidente, también, que la soberanía residía en él, antes: porque ninguno tiene derecho a dar lo que no tiene derecho a poseer, y a conservarlo para sí mismo si lo considera adecuado. Pero si no hay nadie que pueda dar la soberanía, al morir aquel que fue inicialmente elegido, entonces, si tiene poder, está obligado por la ley de naturaleza a la provisión, estableciendo su sucesor, para evitar que quienes han confiado en él para el gobierno recaigan en la miserable condición de la guerra civil. En consecuencia, cuando fue elegido, era un soberano absoluto.

En segundo lugar, este rey cuyo poder es limitado, no es superior a aquel o aquellos que tienen el poder de limitarlo; y quien no es superior, no es supremo, es decir, no es soberano. Por consiguiente, la soberanía residía siempre en aquella asamblea que tenía derecho a limitarlo; y como consecuencia, el gobierno no era monarquía, sino democracia o aristocracia, como en los viejos tiempos de Esparta cuando los reyes tenían el privilegio de mandar sus ejércitos, pero la soberanía se encontraba en los éforos.

En tercer lugar, mientras que anteriormente el pueblo romano gobernaba el país de Judea, por ejemplo, por medio de un presidente, no era Judea por ello una democracia, porque no estaba gobernada por una asamblea en la cual algunos de ellos tuvieron derecho a intervenir; ni por una aristocracia, porque no estaban gobernados por una asamblea a la cual algunos pudieran pertenecer por elección; sino que estaban gobernados por una persona, que si bien respecto al pueblo de Roma era una asamblea del pueblo o democracia, por lo que hace relación al pueblo de Judea, que no tenía en modo alguno derecho a participar en el gobierno, era un monarca. En efecto, aunque allí donde el pueblo está gobernado por una asamblea elegida por el pueblo mismo de su seno, el gobierno se denomina democracia o aristocracia, cuando está gobernado por una asamblea que no es de propia elección, constituye una monarquía, no de un hombre, sino de un pueblo sobre otro pueblo.

Como la materia de todas estas formas de gobierno es mortal, ya que no sólo mueren los monarcas individuales, sino también las asambleas enteras, es necesario para la conservación de la paz de los hombres, que del mismo modo que se arbitró un hombre artificial, debe tenerse también en cuenta una artificial eternidad de existencia; sin ello, los hombres que están gobernados por una asamblea recaen, en cualquier época, en la condición de guerra; y quienes están gobernados por un hombre, tan pronto como muere su gobernante. Esta eternidad artificial es lo que los hombres llaman derecho de sucesión.

No existe forma perfecta de gobierno cuando la disposición de la sucesión no corresponde al soberano presente. En efecto, si radica en otro hombre particular o en una persona privada, recae en la persona de un súbdito, y puede ser asumida por el soberano, a su gusto; por consiguiente, el derecho reside en sí mismo. Si no radica en una persona particular, sino que se encomienda a una nueva elección, entonces el Estado queda disuelto, y el derecho corresponde a aquel que lo recoge, contrariamente a la intención de quienes instituyeron el Estado para su seguridad perpetua, y no temporal.

En una democracia, la asamblea entera no puede fallar, a menos que falle la multitud que ha de ser gobernada. Por consiguiente, en esta forma de gobierno no tiene lugar, en absoluto, la cuestión referente al derecho de sucesión.

En una aristocracia, cuando muere alguno de la asamblea, la elección de otro en su lugar corresponde a la asamblea misma, como soberano al cual pertenece la elección de todos los consejeros y funcionarios. Porque lo que hace el representante como actor, lo hace uno de los súbditos como autor. Y aunque la asamblea soberana pueda dar poder a otros para elegir nuevos hombres para la provisión de su Corte, la elección se hace siempre por su autoridad, y es ella misma la que (cuando el bienestar público lo requiera) puede revocarla.

La mayor dificultad respecto al derecho de sucesión radica en la monarquía. La dificultad surge del hecho de que a primera vista no es manifiesto quién ha de designar al sucesor, ni en muchos casos quién es la persona a la que ha designado. En ambas circunstancias se requiere un raciocinio más preciso que el que cada persona tiene por costumbre usar. En cuanto a la cuestión de quién debe designar el sucesor de un monarca que tiene autoridad soberana, es decir, quién debe determinar el derecho hereditario (porque los reyes y príncipes electivos no tienen su poder soberano en propiedad, sino en uso solamente) tenemos que considerar que o bien el que posee la soberanía tiene derecho a disponer de la sucesión, o bien este derecho recae de nuevo en la multitud desintegrada. Porque la muerte de quien tiene el poder soberano deja a la multitud sin soberano, en absoluto; es decir, sin representante alguno sin el cual pueda estar unida, y ser capaz de realizar una mera acción. Son, por tanto, incapaces de elegir un nuevo monarca, teniendo cada hombre igual derecho a someterse a quien considere más capaz de protegerlo; o si puede, a protegerse a sí mismo con su propia espada, lo cual es un retorno a la confusión y a la condición de guerra de todos contra todos, contrariamente al fin para el cual tuvo la monarquía su primera institución. En consecuencia, es manifiesto que por la institución de la monarquía, la designación del sucesor se deja siempre al juicio y voluntad de quien actualmente la detenta.

En cuanto a la cuestión, que a veces puede surgir, respecto a quién ha designado el monarca en posesión para la sucesión y herencia de su poder, ello se determina por sus palabras expresas y testamento, o por cualesquiera signos tácitos suficientes.

Por palabras expresas o testamento, cuando se declara por él durante su vida, viva voce, o por escrito, como los primeros emperadores de Roma declaraban quiénes habían de ser sus herederos. Porque la palabra heredero no implica simplemente los hijos o parientes más próximos de un hombre, sino cualquier persona que, por el procedimiento que sea, declare que quiere tenerlo en su cargo como sucesor. Por consiguiente, si un monarca declara expresamente que un hombre determinado sea su heredero, ya sea de palabra o por escrito, entonces este hombre, inmediatamente después de la muerte de su predecesor, es investido con el derecho de ser monarca.

Ahora bien, cuando falta el testamento o palabras expresas, deben tenerse en cuenta otros signos naturales de la voluntad. Uno de ellos es la costumbre. Por tanto, donde la costumbre es que el más próximo de los parientes suceda de modo absoluto, entonces el pariente más próximo tiene derecho a la sucesión, porque si la voluntad de quien se hallaba en posesión de la soberanía hubiese sido otra, la hubiera podido declarar sin dificultad mientras vivió. Y análogamente, donde es costumbre que suceda el más próximo de los parientes masculinos, el derecho de sucesión recae en el más próximo de los parientes masculinos, por la misma razón. Así ocurriría también si la costumbre fuera anteponer una hembra: porque cuando un hombre puede rechazar cualquier costumbre con una simple palabra y no lo hace, es una señal evidente de su deseo de que dicha costumbre continúe subsistiendo.

Ahora bien, donde no existe costumbre ni ha precedido el testamento debe comprenderse: primero, que la voluntad del monarca es que el gobierno siga siendo monárquico, ya que ha aprobado este gobierno en sí mismo. Segundo, que un hijo suyo, varón o hembra, sea preferido a los demás; en efecto, se presume que los hombres son más propensos por naturaleza a anteponer sus propios hijos a los hijos de otros hombres; y de los propios, más bien a un varón que a una hembra, porque los varones son, naturalmente, más aptos que las mujeres para los actos de valor y de peligro. Tercero, si falla su propio linaje directo, más bien a un hermano que a un extraño; igualmente se prefiere al más cercano en sangre que al más remoto, porque siempre se presume que el pariente más próximo es, también, el más cercano en el afecto, siendo evidente, si bien se reflexiona, que un hombre recibe siempre más honor de la grandeza de su más próximo pariente.

Pero si bien es legítimo para un monarca disponer de la sucesión en términos verbales de contrato o testamento, los hombres pueden objetar, a veces, un gran inconveniente: que pueda vender o donar su derecho a gobernar, a un extraño; y como los extranjeros (es decir, los hombres que no acostumbran a vivir bajo el mismo gobierno ni a hablar el mismo lenguaje) se subestiman comúnmente unos a otros, ello puede dar lugar a la opresión de sus súbditos, cosa que es, en efecto, un gran inconveniente; inconveniente que no procede necesariamente de la sujeción a un gobierno extranjero, sino de la falta de destreza de los gobernantes que ignoran las verdaderas reglas de la política. Esta es la causa de que los romanos, cuando habían sojuzgado varias naciones, para hacer su gobierno tolerable, trataban de eliminar ese agravio, en cuanto ello se estimaba necesario, dando a veces a naciones enteras, y a veces a hombres preeminentes de cada nación que conquistaban, no sólo los privilegios, sino también el nombre de romanos, llevando muchos de ellos al Senado y a puestos prominentes incluso en la ciudad de Roma. Esto es lo que nuestro sapientísimo rey, el rey Jacobo, perseguía, cuando se propuso la unión de los dos reinos de Inglaterra y Escocia. Si hubiera podido obtenerlo sin duda hubiese evitado las guerras civiles que hacen en la actualidad desgraciados a ambos reinos. No es, pues, hacer al pueblo una injuria, que un monarca disponga de la sucesión, por su voluntad, si bien a veces ha resultado inconveniente por los particulares defectos de los príncipes. Es un buen argumento de la legitimidad de semejante acto el hecho de que cualquier inconveniente que pueda ocurrir si se entrega un reino a un extranjero, puede suceder también cuando tiene lugar un matrimonio con extranjeros, puesto que el derecho de sucesión puede recaer sobre ellos; sin embargo, esto se considera legítimo por todos.