HAY noches en que tiemblan
agua ciega, inestable las paredes
de las casas. Cerradas noches
de la sangre en vigilia, de taladros
minuciosos de ascendente lumbre
torcida en caracol y sin descanso.
Las noches de esos días en que pájaros
que en invierno comen de la mano,
se quiebran combatiendo
su alambrada prisión; feroces, húmedos
en la cáscara ardiente de su oscuro
cuerpecillo insaciado.
Hay noches iracundas; hay las noches
en que esos mismos pájaros,
dormidos ya, vivos de muerte, cantan.
Y el canto yérguese, anhelando
como rabia de víbora; se yergue
con las fauces rabiosas muy arriba;
desjaulado, oscilante, estremeciendo
su marea de víboras; hinchando
una sonora nube emponzoñada;
rajando la panza de la nube,
y se deja rodar inquebrantable
como un sol giratorio, como lluvia
circular de relámpagos,
y sacude por dentro, hasta que gimen,
trajes, rincones últimos, vidrieras.
Hay las noches voraces en que el año
se viene encima con la furia
de su pesada primavera, en llamas
de sudor polvoriento;
cuando los perros encogidos abren
oculares violetas,
y el chillar de los gatos, prolongándose,
pone, en un vuelco, el corazón de punta.
Y las gentes.
en dónde estás, qué luz, qué está muriendo?)
Hay las noches de las casas inermes,
en que no queda cerradura entera
ni puerta de ladrón a salvo.
Y la sangre y la sombra, con el canto
incontenible del dormido
y la oreja tendida del insomne.
Donde rezuma la presencia
de un rumor de rameras que en hoteles
involuntariamente gozan;
de entrelazadas piernas en calientes
cuartos de vecindad; de gritos
que en hospitales libran condenados
a muerte con dolor; de calabozos
que sigilan hombres que se tocan;
de sábanas suicidas. |