ARDEN las hachas turbias
sangrando el paredón del fusilado.
As de espadas cristiano de la muerte.
Arrancado, cruzar la puerta entonces;
cruzar la puerta sin querer,
y salir, y mirar entredormido.
Esto es: lo mezclado, lo sin límite
cierto; la vertiente salobre
por donde baja el tigre a la pupila.
El castigo que asciende para el crimen,
vagamente sonámbulo, ejercido;
como el ojo de yeso que te mira,
como la mano en ti bajo las sábanas,
o la almendra finísima, que alumbra
sobre tu corazón cuando respiras.
(¿De dónde a dónde, pues; en qué ha quedado
al fin; quién convalece
bajo la espuma roja de estos párpados?
Si alguien pudiera convencerme
de que estabas allí; de que tú eras,
aquella vez, tú misma, resguardada
por el olor que cada día,
como clima de tallos no visibles,
se me aparece en torno, en cualquier parte,
cuando menos lo espero.)
Furia de ser feliz, hoguera
de señales en la costa vacía;
amor, mirada pura conservada
entre las hojas secas de algún libro.
Y de pronto, qué voz, y qué terrible
máscara disimula al entre sueños
condenado a salir, al descuajado
a tirones; qué fondo de raíces
encanecidas por la noche.
Por muros permeables ofrecido,
sin defensa, al avance
de comunicaciones corrosivas;
madeja de acueductos capilares
hacia la sed inconfesada.
Hora penúltima, imprecisa
pulpa, manzana universal, recinto
del terror opulento: madrugada
de quien despierta sentenciado.
Y el lamento de un tren de pasajeros
arrastrando su vida, y la distancia
de un perro maltratado, y el ladrido
de los tambores en el viento,
a goterones llagan la conciencia. |