30

SÓLO temblor ardiente, encandilando 
hasta el hueso orbital de la mirada, 
llamarada de pronto, las paredes 
fueron que me guardaban; y en el aire 
sólo espiga de pájaros mi torre. 

Parado al descubierto estoy, en medio 
de lo que fue la calle, en arrasado 
territorio de vida —ya ceniza, 
ya viento, ya vacío, ya camino 
sin comenzar, hacia los cuatro lados 
infinitos del círculo—. 

Con la sed soñolienta del minero 
descenso radical, con el anfibio 
lento acuático vuelo 
del nadador profundo, alucinado 
tras el pez de su rostro. 

Y si pregunto, no sé contestarme 
en qué estación de trenes, por vez última, 
no te encontré; qué instante ya caduco 
era para nosotros; conducida 
por qué veloz ventana miras; dónde, 
ya de espaldas a mí, me estás buscando, 
mientras quedé de espaldas al buscarte. 

Amiga, si tan sólo fuera 
dormir y verte, amiga de aquel tiempo. 

Venir al sitio de lo tuyo, 
al terror de no hallarte, a mis entrañas; 
al sospechoso tránsito sonoro 
como de pasos tuyos en tu alcoba, 
al olor de tu armario, a tus vestidos 
muertos o tus zapatos bostezando. 

Y memorias molares desfiguran 
el insustituible pan celeste, 
y el golpe me despierta: la implacable 
cerrazón ominosa 
del zaguán de salida que me abriste. 

Ámbito de la cita a que no llegas; 
la cita a la que acaso vas llegando 
cuando ya no te espero. Hemos perdido 
otra ocasión para morirnos juntos.

Índice Anterior Siguiente