ECLESIÁSTICOS

-Poco a poco —me dijo un alma hipocondríaca que lo había sido de un eclesiástico ilustrado—. ¿Sabes —me preguntó— algo de la disciplina eclesiástica, de teología dogmática y de historia? —¡Y cómo que si sé! —le respondí—. Con mi inglés cursé la universidad de Edimburgo, con mi francés los principales colegios y la universidad de París, con mi angloamericano los establecimientos de los Estados Unidos del Norte: en la cabeza del primero sostuve muchas disputas de controversia entre los pontificios y los protestantes: en la del segundo, aprendí las libertades de la Iglesia galicana: en la del tercero, tuve conocimiento de la infinita multitud de religiones que hay en su país.

Entre todas ellas, aunque yo en mi principio fui gentil, me he inclinado siempre a la Iglesia católica romana, porque es en la que encuentro el verdadero modo de cumplir con toda perfección aquellos principios que me enseñó la luz natural, y que consigné en mis Versos dorados de que antes me has hablado. Ya te acordarás que comienzan de esta manera: "Reverencia a los dioses inmortales, ésta es tu primera obligación. Hónralos como la ley manda. Respeta el juramento. Respeta a tu padre, a tu madre y a tus parientes próximos". Si yo cuando era gentil, y que apenas vislumbré la existencia de un Dios creador único y soberano del mundo, establecí por el primero de mis principios que se le tributase el homenaje debido, y aun a los demás dioses subalternos que venerábamos entonces, ¿cómo no querré adorar ahora a aquel Dios que me ha enseñado la religión cristiana?

Confiésote ingenuamente que a pesar de los librotes que me hacían estudiar mi inglés y mi angloamericano, desde que leí la Historia de las variaciones de las iglesias protestantes, escrita por el gran Bossuet, no me quedó la menor duda de que la única religión verdadera es la católica romana, y las demás no son otra cosa que extravíos de la razón, ocasionados por el interés personal, el capricho o las pasiones. Lo que yo deseo vivamente es que aquella santa religión quede purificada de ciertas opiniones, que llamamos ultramontanas, que ya en el día no hay hombre instruido que no las impugne, y que supongo que no tendrán cabida en una república libre e ilustrada como la tuya.

—Pues amiga mía —me contestó—, si eso es no más lo que quieres, ten sabido que has venido a caer en el costal de las aleznas. Aquí los eclesiásticos no sólo han de ser ultramontanos, sino plusquam ultramontanísimos. Cualquiera que siga las opiniones... ¿Qué digo seguir las opiniones? Cualquiera que siquiera lea por encima del forro a Pedro de Marca, Van Espen, Cavalario, la Defensa de la declaración del clero galicano por el señor Bossuet; cualquiera que bajo algún aspecto pueda considerarse poco favorable a los jesuitas, ¡pobre de él! Será llamado, tenido y declarado por un hereje, cismático, impío, incrédulo, materialista, diablo asado y, lo que es peor que todo, jansenista.

Para el cismontano jamás hay cátedras, curatos, vicarias de monjas, canonjías, ni obispados. Los que obtengan estos empleos han de ser ultramontanos en toda la extensión de la palabra; porque has de saber que aquí el ultramontanismo no admite parvedad de materia; así como el que quebranta uno de los diez mandamientos de la ley de Dios se condena, aunque guarde perfectamente los demás; así sucede respecto de las opiniones ultramontanas: el que creyere, enseñare y defendiere la más pequeña.

Nunquam in gremio Doctorum intrare merescit.*

* Iriarte: Metrifico invectibalis contra studia modernorum.