COTORRONAS * |
—Pues almas amigas y señoras mías,
ya que en ninguna clase de vuestra sociedad puedo tener cabida de una
manera que os sirva de algo, me contentaré con ser padre de familia
y nada más. Quiero ser casado: porque a la verdad la vida de
un solterón es muy insípida, y más para una alma
como yo, que fui afecta a la sociedad y a ser de cualquier modo útil
a mis semejantes, y por eso viajé por todas las naciones cultas
de mi tiempo, estudié, aprendí y enseñé
cuanto pude; pero como la prudencia, más bien que el gusto ha
de arreglar nuestros matrimonios, estoy resuelto a meterme en el cuerpo
de un simple particular y buscar para casarme una mujer, que ya esté
en una edad madura, v. g., entre los treinta y cinco y cuarenta años;
me dedicaré al cuidado de mi mujer y de mis hijos, y me quitaré
de camorras. Pero, ¿qué más camorra que una cotorrona? me dijo el alma de un joven, que sin embargo de serlo, manifestaba el abatimiento de un viejo. Mírame prosiguió hecho víctima de una de esas harpías. Estoy rabiando por volver al mundo, para andar gritando por las calles sin cesar de día y de noche: Ad mea, decepti juvenes, praecepta venite.** ¡Oh jóvenes sin experiencia, escuchad mis sabios consejos!
¡Si tú supieras lo que son estas cotorronas! Cuarenta
muchachas de quince años no tienen tantas ganas de casarse
como cualquiera de ellas: no pienses que no se casan por virtud, sino
por necesidad, porque no encuentran con quien casarse. De aquí
es que están siempre como las arañas, atisbando si cae
algún mosquito en la red. Ya la tienden por aquí, ya
por allí, y ¡miserable del joven que llega a caer en
ella!, son peores que los molinos de azúcar, que metiendo un
dedo entre los cilindros se va irremediablemente todo el cuerpo por
entre ellos. Comienza la tal nana señora a obsequiar al joven; trencitas
de pelo para el reloj, pañuelos blancos con puntas bordadas
para la mano, corbatas de moda, almuerzos de guajolote y pulque de
piña, meriendas, paseos en Ixtacalco. El joven, que no conoce
el fin, ni la intención de estos regalos, se muestra agradecido,
y este agradecimiento lo va dirigiendo sabiamente la cotorrona hasta
convertirlo en estimación, que es lo más a que puede
extenderse un joven, pues eso de amor es una cosa contra la naturaleza.
Cuando ya la cosa se halla en este punto, procura la vieja dar la
última mano a su obra y avanzar hacia el matrimonio. Unas veces hace presente a su pretenso que su honor ha padecido demasiado,
porque sus amigas, vecinas y conocidas han creído que hay algún
compromiso ilegítimo entre los dos; que separarse sería
dar más en que maliciar; continuar visitándola, fortificar
la sospecha; la consecuencia es que sería mejor un enlace legítimo.
En otras ocasiones se queja de que no tiene quien cuide sus intereses,
y que necesita indispensablemente de un hombre de bien; pero por temor
a las malas lenguas, no puede encargar sus asuntos a ninguno,
que no tenga el título de su marido. Con estos y otros ardides
ataca diariamente al joven hasta que logra que, tal vez por política,
profiera alguna palabra que pueda interpretarse en favor de la aceptación
del matrimonio. Al punto recoge aquella palabra la cotorrona y la fecunda con su
astucia: se divulga el casamiento de mi señora doña
fulana con zutanito, y el pobre se ve comprometido ante el público,
casi sin saber por qué motivo. Pero ya es tarde, ya no puede
volver atrás: una palabra inconsiderada lo ha perdido, y no
hay arbitrio para recogerla sin exponerse a pasar por un bribón,
que falta a sus promesas, engañando con ellas a las señoras
honradas. Sus amigos le dicen: ¿hombre, en qué piensas?
¿Conque te vas a casar con ese cotorrón? Vaya: buen
viaje has echado: ¡que siendo tan joven hayas ido a caer con
esa vieja! El pobre, casi con las lágrimas en los ojos, responde:
Qué he de hacer, amigos, voy a ser infeliz para toda mi vida:
en mala hora se me escapó una palabra... Pero soy hombre de
honor y no puedo dejarlo en descubierto. Ténganme lástima
y no me imiten. Se verifica el casamiento: ¡anda con mil diablos! Ahora sí
que la cotorrona afianzó lo que quería: ya logró
tener marido, y joven. Sería bueno que se contentara con tenerlo,
y nada más; pero aún falta lo mejor del cuento. ¡Si
las vieras qué mononas! Se hacen chiquititas, chiquititas:
quieren que se les trate con un amor, con una pasión, con un
ardor como si fueran unas niñas de trece años. Son más
celosas que la diosa Juno. Apenas detiene la vista el marido en una
hermosa joven un par de minutos, cuando la maldita vieja está
hecha ascuas; y para colmo del descaro, en las agrias reconvenciones
que le hace, le echa en cara que la sedujo, que le hizo perder su
tranquilidad, que ella jamás había querido casarse,
hasta que por su desgracia se rindió a sus instancias. ¿Habrá
paciencia para sufrir estas imposturas, cuando el seducido, el engañado
y el dado a Barrabás ha sido el joven marido? Esto es, señora mía, lo que pasa diariamente en la
República Mexicana, y si no lo quisieres creer, dígalo
el hijo de mi madre. Aquí me tienes que yo fui uno de esos
mentecatos, víctima de una cotorrona; poco más o menos
mi casamiento se verificó por los trámites que te he
contado: yo era de veintidós años, mi amada mitad de
treinta y ocho largos de talle; y después que fue mi mujer,
en lugar de dar a luz un hijo, me dio treinta y ocho quintales de
celos, de imprudencia y de capricho; me mortificó en grado
heroico, y ahí tienes que me avejenté antes de tiempo;
me melancolicé; y me morí, de lo que me alegré
mucho por salir de aquella maldita vieja. Tú dirás si
con bastante razón, cuando yo vuelva al mundo, no deberé
en caridad estorbar esos casamientos disparatados. Yo te aseguro que
cuando vea a algún joven que está para caer en la red
de una vieja, así como el pajarito atraído por el hálito
venenoso de la serpiente, le gritaré con más fuerza
que Laocoonte a los troyanos: Equo ne crédite Teucri.
¡Oh joven incauto, no te fíes de ese cotorrón!. * Así se llaman vulgarmente a las mujeres de edad madura. ** Ovidio: Remedium amoris. |