FRANCESES

Descansé algunos días, y habiéndome acordado de que los franceses son en todo diametralmente opuestos a los ingleses, inferí que pues me había ido tan mal en la cabeza de un inglés, me iría perfectamente en la de un francés; pero, amigo mío, hice la cuenta sin la huéspeda, y conocí por mi propia experiencia que todos los extremos son malos. El día que me fastidié de hallarme en la atmósfera inglesa, que fue muy pronto, porque el humo del carbón de piedra, los vapores del Támesis, y las nieblas diarias, la hacen tan densa, que positivamente se masca; di un brinco, atravesé el canal de la Mancha, y heme aquí en la atmósfera de la turbulenta Francia.

Elegí un cuerpo bien formado, y me metí dentro de él. En mi vida me he visto en una agitación más continua que en el cerebro de un francés. Para que me puedas entender, me explicaré en la frase que usan ustedes los mortales, y te diré que cuando Dios me hizo el gran favor de sacarme de aquel presidio, no tenía un hueso sano, y me estuve más de un año acostada en un rincón de la atmósfera, descansando de tantas fatigas como sufrí con mi patrón. Los franceses lo emprenden todo, se mezclan en todo, y lo que es peor, disputan de todo.

Su pronunciación es muy fuerte, su idioma muy nasal; cada francés habla más que ocho locos: dos franceses disputando meten más ruido que diez perros que siguen a una perra. La comparación entre éstos y los franceses es exacta, por lo que respecta a su modo de ladrar y hablar; pues así como los perros cuando se pelean mantienen un gruñido constante, que interrumpen de trecho en trecho con un ladrido agudo; así los franceses mantienen un sonido confuso y nasal constante, que cuando se exaltan en la conversación, interrumpen con unos gritos capaces de taladrar, no diré los oídos de un animal de carne, sino los de uno de bronce, como el del caballo que conservan ustedes en su Universidad.

No había ópera, comedia, concierto, paseo ni espectáculo público que yo no presenciará y concurriera con mi contingente de vivas, aplausos y aun versos: porque no hay nación debajo de las estrellas más propensa a la diversión que la francesa. Y ¿qué diré de la galantería? Jamás pierde un francés la ocasión de requebrar a una dama, aunque siempre todo el gasto lo hace la lengua y ninguno la bolsa: Beaucoup de bons mots y point d'argent. Y ahí me tiene usted continuamente aguzándome para ministrar bastante material a la tarabilla de mi patrón, a fin de que pudiera enamorar a cuantas cómicas, operistas, casadas, viudas frescas y doncellas encontraba al paso. Yo misma reía unas veces, y otras me escandalizaba de las enormes mentiras con que procuraba interesarlas en su correspondencia. Son naturalmente afectuosos, y cuando están apasionados, no hay hipérboles que les parezcan exageradas, ni promesas que juzguen impracticables.

Los franceses en su mayoría, no sólo aman, sino que veneran con cierta especie de fanatismo a Napoleón, principalmente si alguno de ellos ha tenido la imponderable dicha de servir, aunque haya sido de pito o de tambor en el ejército imperial. Julio César, en concepto de cualquiera de éstos, no pasaría en las filas de Bonaparte de un cabo de escuadra, y Alejandro Magno de un sargentón. Ésta fue precisamente la causa de la muerte de mi huésped. Tuvo acerca de su héroe una disputa con un inglés, que para aquí entre nos, pensaba lo mismo que yo, que el tal Napoleón había sido en sustancia un malvado con fortuna, que deslumbró con apariencias, como todos los conquistadores afortunados. A pocas palabras se exaltaron nuestros disputadores, y concluyó la cuestión por el desafío de costumbre. Disparó el francés, erró; la bala del inglés pasó el corazón de mi huésped, y yo volví a los aires a descansar de la movilidad continua en que me tenía mi desgraciado huésped.