MEXICANOS

Determiné quedarme en este país, pues aunque los consideraba todavía en la época de las revoluciones, que siempre preceden a la consolidación de un gobierno, y más en una nación nueva, en que la falta de experiencia es preciso que la haga incurrir en mil defectos en política; como tenía, y en efecto conservo, una alta idea de la generosidad, de la hospitalidad, del desinterés, de la dulzura del carácter de los mexicanos, supuse que con una poca de constancia, y amaestrados por la experiencia de vuestras mismas aberraciones, llegaría el día en que ocupaseis en el mundo civilizado, el distinguido lugar que merecéis por vuestras virtudes, y por los elementos de vuestro suelo, cuyo desarrollo promete una prosperidad sin límites. He aquí mi historia hasta llegar a vuestras costas.

—Muy agradable me ha sido oírla —le respondí—; pero falta sin duda una gran parte de ella. Si mi curiosidad no te es molesta, querría saber ¿por qué motivo te has metido en el cuerpo de este gallo, pudiendo haber elegido otra mejor habitación?

—Esto es lo que yo no quería decirte, porque ya sabes que yo soy muy ingenuo. Adular sería para mí un gran crimen: hablarte la verdad me parece impolítica, porque estoy muy obligado a las almas de tus paisanos, y no querría saliese de mi boca la menor palabra que pudiera interpretarse en contra vuestra; por lo que te suplico me dispenses de continuar mi narración. Por otra parte, si tuvieras la imprudencia de publicar algunos pasajes de nuestra conversación, podrías acarrearte el odio de algunas personas; porque los malvados, que de todo se espantan, y en las palabras más sencillas, y vertidas sin la más ligera intención de zaherir a persona determinada, encuentran alusiones y tal vez retratos perfectos de sus vicios, creen que el autor no ha tenido otro ánimo que satirizarlos, cuando ellos mismos son los que se aplican el cuadro que el autor trazó en un puro ideal; de suerte que sus mismos defectos son los que les ajustan el saco que les viene, no porque el escritor lo cortó expresamente para ellos. Si fueran virtuosos no se encontrarían retratados; así como no se encuentran en las sátiras de Horacio, Percio, Juvenal, Quevedo, padre Islas, Bioleau o Amato Benedicto, los que no han incurrido en las faltas que estos autores critican.

—No creo —respondí— que mis paisanos sean tan necios; saben que en todas las clases del estado son siempre, y en todas las naciones del mundo, más los malos que los buenos; y así, cuando se escribe contra una clase en general, ya se sabe que se habla de sus malos respectivos, no de toda la clase, ni mucho menos de los buenos que hay en ella. ¡Dios nos libre de que si se hablara como habla Quevedo contra los jueces, los abogados y los médicos, encontraran su retrato perfectamente acabado, todos y cada, uno de nuestros jueces, abogados y médicos; que sí se trata de malos patriotas o funcionarios, no hubiera uno solo de nuestros patriotas o funcionarios que no pudiera ponerse el vestido como si se lo hubieran cortado a su medida! Así que, bien saben mis paisanos que esas sátiras generales tienen muchas excepciones, y ¡dichoso aquel a quien su conciencia lo incluye en la excepción y no en la regla general!

Conque, bajo este aspecto, no seas tan escrupuloso. Respecto de tu delicadeza para no hablar conmigo de los defectos de mis paisanos, a quienes te confiesas muy obligado, tampoco debes tener escrúpulo, porque a más de que yo conozco sus faltas, quizá esta conversación servirá a muchos de lección para que las corrijan, y sean como deben ser y no como son. Ya ves que en lugar de hacerles con tus verdades un agravio, les haces un gran servicio; porque ¿qué mayor puede hacérsele a un hombre que volverlo bueno, de malo que era?

—Tienes razón —me contestó—; y confiando en el buen juicio de tus paisanos, continuaré la relación de mi historia. Me quedé, como te decía, en la atmósfera de tu república: anduve vagando algunos días por aquí y por allí, hasta encontrar el lugar en que se hallaban juntas las almas de los que mueren en este país, esperando cuerpos en que volver a introducirse. Llegué por fin a donde estaban y me recibieron con tanta cortesía, afabilidad y dulzura, que cuanto había oído acerca de la generosidad de los mexicanos me pareció poco en comparación de lo que yo misma experimentaba, y a sus consejos debo hallarme en este cuerpo de gallo.

—¡Cómo así! —le interrumpí—, pues qué, ¿no encontraron otra habitación más digna de ti que proporcionarte?

—No te precipites —me respondió—; escucha y no empieces a culpar a mis queridas amigas las almas de tus paisanos.

Jamás he visto tanta multitud de almas reunidas como en la atmósfera de México: no pude menos que preguntar la causa. Consiste, me dijo una alma de un aspecto interesante, pero que manifestaba estar poseída de un grave dolor, en que nosotros parece que hemos dedicado todos nuestros conatos a destruirnos, más bien que a reproducirnos. Oaxaca, Tolomé, la Acordada, los Pozos del Carmen, el Gallinero, el Alamo; San Jacinto, la gloriosa jornada del 15 de julio de 1840, la regeneración de 1841, etc., etc., han poblado de almas este lugar; de suerte que si nos convirtiéramos en pesos al salir de nuestros cuerpos, la hacienda pública de México tuviera cada año un superávit en vez de un déficit. Yo, que naturalmente soy pacífica, lamento la suerte de los mexicanos, y pido a Dios con ansia que venga un gobierno que no piense en soldados, sino en labradores y artesanos, y que no se ocupe de la guerra, sino de la población y colonización: mientras que esto no suceda, ha de haber un remanente de almas que en cada revolucioncita se ha de aumentar, y llegará el caso de que hasta nosotras nos pronunciemos unas contra otras, para apoderarnos del primer cuerpecito que veamos formado.

—Triste idea me das de tu país —le respondí—, y poca esperanza me queda de colocarme en algún cuerpo. —Eso no —me contestó—; nosotros los mexicanos somos muy generosos. A más de que apreciamos mucho a los extranjeros y acaso más de lo regular, principalmente si vienen de Londres o París. Tú serás preferida, te cederemos el lugar, te acomodarás primero que nosotras, aunque nos quedemos en el aire per omnia saecula saeculorum; y no sólo esto, sino que te cedemos la elección. Escoge el cuerpo que más te agrade, y desde ahora te lo cedemos.

Di gracias a una alma tan generosa, y a las demás, que convinieron con toda sinceridad en lo que ella me había ofrecido, y en seguida les dije: almas nobles, que acreditáis el concepto que en todas partes se tiene de la generosidad y beneficencia de los mexicanos; ya que tan bien dispuestas estáis en favor de este extranjero, que ningún mérito tiene para hacerse recomendable a vosotras, yo os suplico y os conjuro por vuestra misma bondad, que me sirváis de consejeras para buscar habitación. He llevado muchos chascos en los cuerpos donde he vivido, por haberme entrado de rondón en el que según las apariencias, o el juicio que había formado de su nación, me parecía excelente. Pero ¡cuánto va de lo vivo a lo pintado! No quisiera que me volviese a suceder lo mismo en vuestra república, por lo que os insto de nuevo para que os dignéis servirme de guía.

—Con mucho gusto —respondieron todas nemine discrepante, protestándome que no abusarían de la confianza que yo hacía de ellas, y que me dirían ingenuamente la verdad, aun cuando fuera en contra de sus propios paisanos. Con esta seguridad me expliqué en estos términos: —Sería yo una ingrata si no procurara en cuanto esté en mi arbitrio corresponder a vuestras bondades. Advierto que estoy en un país en que acaba de sembrarse la semilla de la libertad: es preciso cultivarla y protegerla, para que algún día produzca óptimos frutos. Elijo por tanto el cuerpo de un guerrero, para ayudaros con mi valor y esfuerzos a defender vuestra naciente libertad.