MILITARES

-¡Loables deseos! —me respondió una alma, en cuyo semblante se dejaban ver todavía algunos rasgos de la desesperación con que había salido del último cuerpo en que habitó—; pero ¿sabes lo que pretendes? ¿Crees por ventura que nuestros guerreros son de la raza de tus Leónidas, Epaminondas y Temístocles? No les falta valor y disposiciones para imitarlos; pero la corrupción de las costumbres difícilmente les permitirá conseguirlo. Aquí la estrategia está reducida a la intriga. El que limpio juega, limpio se va a su casa, o lo que es peor, limpio y desnudo queda muerto en el campo de batalla. Dígalo mi último patrón, que por meterse a héroe y pelear con espada blanca, fue muerto por sus mismos soldados.

—¿Cómo así? —le pregunté asustada—. ¿Pues de qué modo se hace la guerra entre vosotros? —Del siguiente —me contestó—. Aunque entre nosotros hay diversos partidos, siempre los beligerantes se encierran en dos, el gobierno y los pronunciados: cada uno de éstos procura engrosar el suyo, fundiendo en él aquellos con quienes tiene más simpatías, y procurando neutralizar los contrarios. Si las oportunidades son favorables al gobierno, ganó éste; pero si son favorables a los pronunciados, perdió indefectiblemente, aunque lo venga a sostener el mismo Aquiles. Nuestra estrategia se pone en obra más bien en los preliminares que en la campaña abierta. Me explicaré.

Se comienza por desacreditarse mutuamente en los periódicos ministeriales y de oposición. Así que se logra que uno de ellos haya perdido el prestigio, comienzan las intrigas: se seduce a la tropa prometiendo grados y empleos; se reparte el dinero que se puede entre los agentes subalternos y emisarios, para lo que los agiotistas abren sus arcas, aunque con el moderadísimo premio de un 5 o 6 por ciento mensual. Luego que está la cosa frita y cocida, como suele decirse; que se sabe a punto fijo los jefes y cuerpos de tropa que se han de pasar, la hora en que se han de pronunciar los sargentos (alféreces o tenientes in fieri), y han de amarrar a su comandante si no quiere seguir su partido; entonces arma, arma, guerra, guerra; a ellos, a ellos, valeroso Cortés. Se forma una escaramuza en la que bailan una contradanza los que se pasan de un partido a otro, y victoria por Federico.

Al día siguiente, primera remesa de premios, que consiste en grados. Los sargentos aparecen de alféreces, los alféreces de tenientes, éstos de capitanes, etc.; las barrigas que ayer no tenían color, aparecen hoy rojas, las rojas verdes, y las verdes azules. A continuación se hace una iniciativa a la cámara para que apruebe los grados, reconozca la deuda contraída con los señores agiotistas, y que además conceda una cruz o un escudo para los que se han distinguido en la campaña. Todo se concede como lo pide, y queda formada la segunda remesa de premios.

Agraciados de este modo los que prestaron un servicio positivo de armas, entran las solicitudes de los altiqueños, que componen la tercera remesa. Yo estaba en el ministerio y revelaba las órdenes y disposiciones más reservadas, por lo que el pobre gobierno no podía hacer letra; yo intercepté un correo muy interesante; yo remití al partido vencedor tantos fusiles, seduje tal número de tropa; yo hice esto; yo hice aquello. A cada uno se va dando su premio según sus obras. He aquí nuestra estrategia. ¿Qué te parece?

—Horrible, ciertamente —respondí—. No sé cómo tienen ustedes tan poca filantropía (perdóname, alma noble; este lenguaje), que se premien por haber teñido sus manos en la sangre de sus hermanos en guerras civiles. Luto deberían ponerse los vencedores, y exequias fúnebres deberían celebrarse, en vez de Te Deum y repiques. Pero lo que más me hace fuerza es que se premie al crimen, y a un crimen tan detestable como el de faltar a la confianza de sus superiores y vender sus secretos. Es verdad que en la guerra, alguna ocasión es necesaria esta medida; pero el alma baja que sirve de instrumento, conténtese con dinero, satisfágase su codicia en lo reservado; mas nunca aparezca en público como un mérito lo que es un positivo y feo delito. —Pues amiga mía— me dijo el alma de aquel desgraciado guerrero— aquí no se conoce otra estrategia. —Siendo eso así —contesté—, jamás me veréis en las filas de vuestros militares. Elijo el cuerpo de un patriota, para formar una junta de excelentes patriotas, pronunciarme por la verdadera libertad, y enseñar a vuestros paisanos a ser republicanos, a ser héroes, y merecer, no parches ni grados, sino coronas cívicas y laureles que nunca se marchitan.