El gallo pitagórico

Señores editores del Siglo XIX.— Muy señores míos: Ustedes sabrán muy bien, como tan instruidos que son, que hubo en la antigüedad un filósofo llamado Pitágoras, inventor del sistema de la trasmigración de las almas. Esta doctrina se reducía a que nuestros espíritus, después de nuestra muerte, quedan algún tiempo en el aire, y vuelven a animar otros cuerpos. Hasta hoy nadie ha habido que no tenga por ridículo semejante sistema. Yo era uno de los que más me burlaba de él; pero me ha hecho suspender mi juicio acerca de su verdad o falsedad cierto caso que me ha ocurrido, y que paso a referir a ustedes por si quisieren insertarlo en su apreciable periódico, quedando de ustedes servidor afectísimo.— Erasmo Luján.— Abril 12 de 1842.

Paseaba yo una tarde por la Viga, y por casualidad me detuve junto de un corral, en donde había algunas gallinas y un gallo. Me divertía con ver a aquéllas y a éste pepenar los restos de unas coladuras de maíz, cuando observé que el gallo se encaraba hacia mí, con una expresión que no pudo menos de llamar mi atención. Olvidó su comida y sus gallinas, y manifestaba como que quería reconocerme. Por fin se puso de un brinco sobre la punta de un palo en que yo estaba recargado, y me dijo con voz clara y terminante: —¿Eres tú Erasmo Luján? Ustedes, señores editores, se harán cargo de mi sorpresa al oír hablar al gallo. Maquinalmente y sin saber lo que decía, le respondí: —Yo soy el mismo, un servidor de usted. A lo que me contestó: —Yo lo quiero ser tuyo, y aun tu amigo, si me lo permites: no te espantes de que me oigas hablar, cómprame, llévame a tu casa, y cuando aclares este misterio, cesará tu sorpresa.

A pesar de esta protesta, yo acá para mí creí que tenía al diablo en el cuerpo; pero la curiosidad pudo más que el miedo. Me informó él mismo de quién era su dueño: le supliqué me lo vendiera: se hizo del rogar por vendérmelo a buen precio: en efecto, se lo pagué bien en clase de gallo: aguardé a que oscureciera, tomé mi gallo debajo del brazo, y marché con él a mi casa. Lo coloqué en mi propio gabinete: le puse una cazuelita con maíz, y otra llena de agua limpia, y en el silencio de la noche cuando ocupa el dulce sueño a los mortales* me contó su historia en los términos siguientes:

—Dentro de este gallo que tienes delante, está encerrada el alma de Pitágoras. ¡A ver si ahora ríes de mi sistema! Ustedes los ignorantes siempre se burlan de lo que no entienden.
—¿Pues cómo —le dije— has venido a dar a este país?
—Te lo diré brevemente —me respondió—. Cansado de animar cuerpos de griegos, viéndolos que ya ni aun sombra son de lo que fueron mis contemporáneos, determiné viajar por la Europa culta, —habitando en cuerpos de individuos de varias naciones. En efecto, pedí licencia al Mónade para pasar a Europa, y me la concedió. Oí decir que los ingleses eran los mayores filósofos de estos tiempos modernos; pues aquí entra bien mi oficio, como decía vuestro don Quijote; heme aquí encajada en el cerebro de uno de los más cogitabundos ingleses, que me hacía pensar bastante todos los momentos, que no eran pocos, que no estaba con la chispa.

* Cervantes: El curioso impertinente