EL MAL EJEMPLO DE LA UNIVERSIDAD

NO EXISTE hoy en México —afirmábamos días pasados— un solo educador, un solo maestro capaz de medirse con la magnitud de las cuestiones nacionales. Lo decíamos no por satisfacer (como muchos supondrán totalmente) algún deseo morboso de apocar a los actuales educadores mexicanos, sino para señalar la más cruel de las llagas que afligen a nuestro país: la indiferencia de sus clases mentoras ante los problemas primeros de la patria, y cuando no la indiferencia, la falsedad y el extravío de los actos de esas mismas clases.

Otra vez tendremos ocasión de extendernos sobre lo inepto de tal actitud y veremos que ella hace perder íntegramente para todo fin generoso, lo mismo nacional que individual, las energías de los pensadores de México. Veremos cómo por no dedicarse estas energías (siempre esenciales para que un pueblo o una raza trace su camino) a la construcción de la patria, que es la obra de donde hay que partir, los intelectuales mexicanos fracasan en su labor de filósofos, de sabios, de literatos, de artistas, o, al menos, la debilitan enormemente. En otras palabras, veremos cómo por egoísmo no cumplen ellos del todo su papel ni hacen una patria para que sus hijos realicen el suyo.

Nuestro objeto es ahora más reducido. Acabamos de recibir y leer el primer volumen del Boletín de la Universidad de México, y en sus páginas creemos encontrar una confirmación de nuestro juicio sobre los maestros mexicanos. Y no es que echemos de menos en la publicación mencionada tales o cuales detalles técnicos en materia de enseñanza; ni que nos parezcan malas las reformas universitarias de que el Boletín habla; ni que estimemos en poco los esfuerzos con que las diversas facultades y los institutos pugnan por llenar mejor su cometido. Sobre todo eso no podríamos, desde aquí, opinar con acierto. Tampoco queremos decir que falten en el Boletín muestras halagadoras del saber académico mexicano y del empeño con que los discípulos siguen a los profesores: hay en el Boletín disertaciones y notas, ya de catedráticos, ya de alumnos, bien dignas de elogio. Nos referimos al espíritu que domina en las páginas generales del órgano de la Universidad, a las tendencias, inmorales desde un punto de vista educativo, que en esas páginas se practican y se enseñan.

Lamentaríamos ser injustos, y, así, preferimos no aventurar cargos individuales. ¿Es responsable de lo que se dice en el Boletín el rector de la Universidad de México? ¿Lo es el Consejo Universitario? ¿Son responsables los cuerpos de profesores de las escuelas que integran la Universidad? Como quiera que sea, los lectores del Boletín atribuirán a la Universidad de México —a la Universidad como cuerpo, como institución— las ideas contenidas en las páginas de que hablamos y la forma en que las ideas se expresan. Ahora bien, lo que allí se dice señala justamente, y nada menos que con el ejemplo, el camino opuesto al que la obra educativa de México debiera seguir.

Llevar a cabo la educación del pueblo mexicano, mejor diremos, de la nación mexicana, es empresa harto difícil, y por eso México necesita un gran educador. Para esta obra quizás se requieran aparte de las dotes sagradas del maestro, que son como fuego que los dioses ponen en un hombre para que ilumine el camino de los otros, tamaños verdaderos de apóstol y de héroe. Madero realizó, fragmentariamente, en cierto sentido, el tipo del mentor que a México hace falta: alma de apóstol y de héroe había en él, pero no alma de maestro; su palabra era la ardiente palabra del predicador, y su grandeza la del hombre que va al sacrificio; pero su evangelio, su luz, resultaron incompletos. Fue, en una palabra, el Bautista de la redención mexicana, cuyo Cristo acaso exista ya entre nosotros, o acaso esté aún por nacer.

Pero si es difícil dar cima a la tarea educativa de México, no lo es tanto plantear ahí el problema de la educación. Los mexicanos sólo se resienten de un apocamiento en sus calidades humanas, con particularidad en aquellas que son indispensables para organizar y desenvolver la vida social democrática: les falta aptitud para mirarse y analizarse valientemente; no saben evitar los abusos de los hombres que llegan al poder; no aciertan a enfrentarse con la disolución que de esos abusos se deriva. Y tal falla del carácter, originada en raíces primordialmente educativas, se manifiesta entre ellos de varios modos: por el miedo civil (miedo individual y colectivo), por el apego a la ficción nacional, y por la tendencia a la deformación del juicio político, adulatoria unas veces, denigrante otras. Son presa del miedo cívico todos los mexicanos conscientes que eluden pensar sin ambages la historia patria y aquellos que se abstienen de intervenir en la cosa pública, bien que finjan indiferencia, disgusto o pesimismo. Se hallan enfermos de ficción nacional los mexicanos instruidos glorificadores no de las virtudes reales, aunque medio ocultas, que existen en el pueblo de México, sino de cierta forma de ser, oropelesca y postiza, dentro de la cual nos gusta contemplarnos nacionalmente aunque sepamos que es falsa. Y, por último, padecen deformación del juicio político cuantos mexicanos lisonjean, por simple urgencia adulatoria, al gobernante malo, o torpe, o iluso, a sabiendas de que lo es, y quienes, inversamente, atacan y difaman inmisericordes a los gobiernos probos y bien intencionados y respetuosos de las leyes y las libertades —en ocasiones nos los depara la suerte—, sin otro móvil que dar pábulo a la pasión denigratoria acogiendo, fomentando y adulando las villanías que se incuban en la malicia callejera. He ahí, íntegro y básico, el problema de la educación mexicana.

Los caciques han asesinado y despojado en México durante cien años, y los gobernantes abusado y corrompido a su sabor, gracias a la cobardía cívica, a la mentira y a la adulación ambientes. ¿Qué puede esperarse de un hombre normal (habitualmente inferior a lo normal) a quien a diario se le dice que él es el salvador del villorrio, o de la ciudad, o de la región, o del país, sino que a la postre lo crea él también y tome por mera encarnación del crimen a quien tal cosa niegue? A este hombre, que se siente el salvador del villorrio, de la ciudad, de la región o del país, porque los otros se lo aseguran y nadie lo pone en duda, como no sean los réprobos, no se le puede negar el derecho absoluto sobre vidas y conciencias. Rosas, recuérdese, pedía la suma del poder público argentino. Tampoco ha de exigirse que un caudillo aprenda por sí mismo a respetar los derechos de los demás si nadie se atreve nunca a decirle: "Señor, éste es mi derecho". La República Mexicana en masa decía, por miedo y por adulación, menos cuando hablaba para que nadie la oyera, que Porfirio Díaz era el salvador de México. Esto lo decían los ministros de Díaz, los senadores y los diputados de su régimen, los gobernadores de los estados, los profesores de las escuelas; los maestros, los poetas, los oradores; los comerciantes. Y Díaz, por lo mismo que no era un gran hombre, sino tan sólo un hombre, un hombre endiosado y glorificado, sacrificó a su mentida misión salvadora todo cuanto había que sacrificar: desde la vida de sus enemigos hasta la dignidad de sus amigos. En cambio, cuando surgió Madero, apóstol del civismo y la verdad, se confabularon contra él la pasión de mentir y la de adular, adular a las clases que habían sido dirigentes hasta 1910 y que ahora rezumaban despecho y odio.

Sin ser precisamente nuevas estas reflexiones, lo que ellas implican no ha cristalizado nunca, como factor consciente, en el alma mexicana. Ninguna regla de conducta nacional, ni de clase, ni de grupo, anuncia en México un esfuerzo dirigido a extirpar de los espíritus el miedo cívico ni la proclividad a la mentira deformante de la política y a la adulación. Prueba evidente es el hecho de que los mismos educadores de la juventud mexicana no sólo no enseñan a ésta a defenderse del terrible mal, sino que lo propagan en público y con el ejemplo.

"Sería irrespetuoso y contrario a la ecuanimidad — leemos en el órgano universitario— no consignar en las primeras páginas de este Boletín la trascendental labor educativa del ilustre ciudadano que hoy se encuentra al frente de los destinos nacionales."

Y tras estas líneas, que serían aceptables si después de ellas se hiciera un análisis mesurado y serio, aunque entusiasta, de la gestión educativa del actual presidente de México, se dirigen a dicho funcionario adulaciones como la siguiente:

Si mucho nos esforzáramos escudriñando con gran escrúpulo las páginas de nuestra historia para encontrar un ejemplo que coincida con el de este hombre extraordinario, resultarían vanos nuestros empeños y frustráneas nuestras intenciones.
Ni pretendemos decir con esto que en nuestra galería de virtuosos y eminentes ciudadanos no se destaquen figuras gloriosas por su carácter y altísimas dotes; queremos decir solamente... que no encontraremos en las páginas de nuestra historia, ni antigua ni contemporánea, un hombre que con la sorprendente fuerza del señor Carranza, teniendo ante sus ojos la visión completa de la patria, y sin descuidar las cuestiones vitales de resolución inmediata, pusiera tanto afán y cariño tanto en solucionar el más fundamental de todos los problemas: el de la escuela mexicana.

Los conceptos anteriores serán todos los respetuosos que la Universidad de Mexico quiera en lo que hace al presidente de la Republica. A nosotros nos parecen, ante todo, indignos de la severidad adecuada a un documento universitario, destructores del principio que debiera guiar a la educacion mexicana e irrespetuosos de la historia.
Y no huelga aquí una declaración: nuestro ánimo no es rebajar el concepto, justo o injusto, en que algunas personas tengan al presidente de México, de lo cual, lo diremos con franqueza, no se nos da un comino. Si Sócrates, y no es pedir poco, ocupara ahora la silla presidencial mexicana, no variaríamos estas observaciones. La gravedad del problema de México no radica en la relativa grandeza o pequeñez de sus presidentes, sino en la pequeñez de los mexicanos. (¿De qué sirvió el alma grande de Madero en medio de tanta ruindad? Imbéciles hay que todavía lo acusan de no haber matado o amordazado a la prensa.)

Lo que nos interesa es la interpretación que da a su deber la Universidad de México. ¿Saben los funcionarios de esa institución que lo esencial de su obra está en fortalecer el espíritu mexicano, tan lleno de abyecciones y cobardías? Si lo saben, ¿por qué hacer, con su ejemplo, gala del mismo mal que deben curar? Peor aún si lo que dicen del presidente de México es sincero. Nunca necesitaron los hombres verdaderamente grandes que se les hablara de su grandeza. ¿Saben los funcionarios de la Universidad — historiadores, filólogos, humanistas— que lo más sagrado de un pueblo es su historia? ¿Saben que la mayor de todas las realidades es siempre, en el alma popular, inferior a la menor de las tradiciones? Si lo saben, ¿por qué quitar su lustre a la historia y exponerla a que se transforme en una fuerza estéril rebajándola más acá de las medianías del presente?

Y esto, sin contar con que los párrafos citados encierran una falsedad absoluta tras su ridícula fraseología. Esfuerzos más grandes y más heroicos se hicieron por educar a México en los primeros años de la dominación española, más ilustres a fines del siglo XVIII y más efectivos después del triunfo de la Reforma, que todo lo intentado de 1870 a nuestros días. ¿O ignoran también los funcionarios de la Universidad que nada ha inventado México, en materia de enseñanza, comparable con la Escuela Nacional Preparatoria?

No para ahí todo. El Boletín dice en otra parte: "Hoy es cuando la Universidad, consciente de su trascendental misión en favor de la cultura patria, empieza —dirigida por espíritus luminosos— a echar en los surcos la semilla de una educación que encierra altísimas tendencias, con la esperanza propincua de coadyuvar eficazmente en el ideal supremo de nuestra exaltación definitiva".

Si lo primero era grave, esto es gravísimo y risible. No contentos con manosear —cosa distinta de ahondar y calibrar— la historia de México, los funcionarios de la Universidad se adulan a sí mismos y tienen el indecoro de autoproclamarse superiores a quienes les precedieron. ¡Ahora que estos señores dirigen la Universidad es cuando se encuentran al frente de ella "espíritus luminosos" y cuando empieza la institución a echar la semilla en el surco! ¿Tanto así han variado los tiempos y los hombres? No vemos, sin embargo, ninguna "luminosidad" que iguale a la de Justo Sierra, que fue el primer orientador de la nueva Universidad de México; ni comprendo tampoco por qué don Ezequiel A. Chávez y don Valentín Gama y don Antonio Caso y don Alfonso Pruneda han de despedir de sí menos luz que los actuales ilustres funcionarios de la Universidad. Si no nos engañamos, lo más del vigor espiritual que impulsaba a la Universidad de ayer es lo mismo que nutre a la de hoy. Hace cuatro años, los profesores más reputados de la Universidad de México eran don Jesús Díaz de León, entre los viejos, y don Antonio Caso, entre los jóvenes. En este día, los profesores más reputados de la Universidad son don Antonio Caso, entre los jóvenes, y don Jesús Díaz de León, entre los viejos. ¿Dónde, pues, el cambio de "luminosidades"? ¿Es una alusión al rector? Sería injusta: si distinguido profesor es el señor Macías, distinguido profesor es don Valentín Gama y distinguidísimo educador don Ezequiel A. Chávez.