FRANCISCO I. MADERO

LOS h�roes, lo mismo si surgen de la realidad que si viven en la fantasía, son siempre hijos del alma de los pueblos. Propiamente hablando, nunca hubo héroes falsos: los hombres que se toman héroes son siempre héroes, independientemente de su capacidad real y de sus actos y sus ideas. Por esto los héroes no se discuten, o se discuten sólo dentro de su heroicidad. Acaso se diga: ¿Cuál es la virtud esencial del héroe? ¿Cómo se le conoce? ¿Quién la descubre? A estas preguntas responde apenas el instinto de los pueblos, y, naturalmente, no con un avaloramiento preciso ni un análisis, sino de manera sintética e imperativa: con la fama. La fama es el atributo heroico inconfundible.

Francisco I. Madero es un héroe. Héroe lo hizo el pueblo de México desde el primer momento. Desconociendo en él esta esencia, a menudo se le ha discutido como a simple mortal, y de allí que nadie haya separado hasta hoy a Madero héroe de Madero hombre, sino que, confundiendo al uno con el otro, se persista en el equívoco de engrandecer o destruir al primero con las cualidades o los defectos mortales del segundo. En Madero, héroe inmortal e intangible, el pueblo de México ha querido simbolizar —encarnar más bien, haciéndolos particularmente humanos y activos— muchos anhelos vagos, muchas esperanzas contra sus dolores. Madero es para México la promesa donde se encierra cuanto a México falta en el camino de la tranquilidad y la ventura; el hombre que nos hubiera salvado; el héroe que nos salva en nuestra imaginación; el recipiente de la generosidad trascendental y del poder extrahumano que necesitan los pueblos ya sin esperanza.

Todo eso es Madero, y de ello hay que partir cuando de él se trate, aceptando el dato inicial como se acepta un axioma. No quiere ello decir que Madero carezca de significación modestamente humana y transitoria: su significación en la historia política de México. Este 20 de noviembre es el sexto aniversario de la revolución iniciada por él. En el desarrollo de este movimiento social Madero fue, y sigue siendo, el valor más importante. Para explicarse la parte más noble de la Revolución quizás no haya mejor camino, ni camino más corto, que el de reducir la Revolución a la esencia y los atributos del carácter de Madero. Madero significa, dentro de nuestra vida pública, una reacción del espíritu, noble y generoso, contra la brutalidad porfiriana; una reacción del liberalismo absoluto, el liberalismo que se funda en la cultura, contra la tiranía inherente a los pueblos incultos, tiranía oligárquica unas veces, demagógica otras. Lo mismo los revolucionarios vociferadores de 1911 y 1912, que los reaccionarios de 1913, vieron siempre en Madero un ser incapaz (tan sólo porque no recurría a los excesos ni a la violencia), y así se explica que algunos de los primeros se hayan unido a los segundos en la hora del crimen. Así se explica también el fracaso de Madero en la obra transitoria de dominar a su pueblo, inculto y excesivo. La verdadera revolución iniciada por Madero, esencialmente del espíritu, fue obra incomprendida por los mexicanos dirigentes, aunque sentida por las masas populares. Todavía hoy, después de seis años de sangre, de ira, de incapacidad cultural, y a medida que la veneración por Madero crece y se entiende menos en su significación profunda.

Madero por su valor, por su bondad, por su mansedumbre, por su confianza en los procedimientos justicieros y humanos; en una palabra, por su moralidad inquebrantable, es la más alta personificación de las ansias revolucionarias de México. El pueblo de México presintió en él la fuerza generosa y moralizadora, dispuesta al sacrificio y enemiga del crimen, que México espera hace mucho tiempo.