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No es la condición individual el incivismo aparentemente
congénito entre los mexicanos lo que explica en México
la cotidiana violación de la ley. No. Contravenir el mandato
legal ha llegado a ser entre nosotros una costumbre, pero tan sólo
una costumbre, y ello a fuerza de aprender en la práctica que
del lado de la evasión de la regla sancionada es donde están
las menores molestias y las más seguras facilidades para la
vida. Quien haya visto de cerca a los emigrados mexicanos que pueblan el
sur de los Estados Unidos emigrados que suelen formar allá
hasta villas y ciudades totalmente mexicanas quizás se
hayan asombrado de cómo la ley impera en esos lugares. La sola acción de un ambiente diverso, el saber que allí
la justicia humana se impone al fin, como que devuelve a nuestros
compatriotas otro modo social de ser, un modo liberado de nuestros
vicios. Desgraciadamente, esa influencia de una atmósfera saludable
y propicia a la vida de las instituciones civiles no han podido sentirla
hasta hoy más que unos cuantos hijos de nuestro suelo, los
que se trasladan al país vecino por el hambre o los acasos
de la política; y, así, no ha redundado en nada permanente
o apreciable. Más aun, en la gran mayoría ,de los casos
acontece que nuestros mexicanos vueltos, por virtud de su estancia
en los Estados Unidos, a un modo de entender la vida más culto
y ecuánime, de regreso entre nosotros recobran sus viejos hábitos
de no acatamiento a la ley a semejanza de lo que sucedía
con algunos misioneros negros: que al ir a predicar al Congo, tierra
de sus antepasados, los reasimilaba el ambiente. Cuando se piensa en los pequeños grupos de compatriotas nuestros
que, reducidos por la excelencia de la industria y la enseñanza
norteamericanas, van a los Estados Unidos, y a los pocos años
retornan a México maestros de su arte o en su profesión,
ocurren muy amargas reflexiones. Estos estudiantes, esos obreros,
no olvidan aquí su ciencia o su arte, porque nada contraria
en ellos el saber adquirido; todo lo contrario, siembran en nuestro
suelo la semilla que consigo traen. Pero, a la vez que eso sucede,
tan pronto como los mismos estudiantes, los mismos obreros, repasan
la frontera, se les olvida, como por encanto, la más preciada
adquisición que hicieron allá: el hábito de obediencia
a la ley, la fe en las instituciones humanas. Lucha en México, contra todo intento moralizador de las relaciones
entre los hombres, la tendencia general a torcer despiadadamente esas
relaciones en beneficio propio, y por eso resulta aquí más
útil desviarse que ser recto. Lucha en los Estados Unidos contra
todo intento destructor de la equidad social, la tendencia dominante
a mantener incólumes los sabios principios en que debe fundarse
la vida de una colectividad feliz y culta. He ahí la diferencia. De muy atrás ha despertado admiración sincera en los
mexicanos la grandeza material de los Estados Unidos, y, asimismo,
comenzamos ahora a corregir las falsas nociones que teníamos
sobre su ciencia, su literatura y su arte. Pero ¿nos hemos
percatado ya de que el asiento fundamental de tanta grandeza material
y espiritual arranca, principalmente, de una organización colectiva
inspirada para ellos, ya que no para los otros en la distinción
de lo justo y lo injusto? Las manifestaciones de la iniciativa individual son grandes dondequiera
que está asegurado el derecho a la propia conquista y no hay
esperanzas de alcanzar el bienestar gracias al ajeno esfuerzo. Pero
nada tan común entre nosotros como el tipo del detentador o
el trastornador que de la noche a la mañana llega a la holgura
o a la opulencia más cabales. ¿Sería este tipo
impunemente posible en la República Norteamericana? 9 de mayo de 1919. |