II

No es la condición individual —el incivismo aparentemente congénito entre los mexicanos— lo que explica en México la cotidiana violación de la ley. No. Contravenir el mandato legal ha llegado a ser entre nosotros una costumbre, pero tan sólo una costumbre, y ello a fuerza de aprender en la práctica que del lado de la evasión de la regla sancionada es donde están las menores molestias y las más seguras facilidades para la vida.

Quien haya visto de cerca a los emigrados mexicanos que pueblan el sur de los Estados Unidos —emigrados que suelen formar allá hasta villas y ciudades totalmente mexicanas— quizás se hayan asombrado de cómo la ley impera en esos lugares.

La sola acción de un ambiente diverso, el saber que allí la justicia humana se impone al fin, como que devuelve a nuestros compatriotas otro modo social de ser, un modo liberado de nuestros vicios.

Desgraciadamente, esa influencia de una atmósfera saludable y propicia a la vida de las instituciones civiles no han podido sentirla hasta hoy más que unos cuantos hijos de nuestro suelo, los que se trasladan al país vecino por el hambre o los acasos de la política; y, así, no ha redundado en nada permanente o apreciable. Más aun, en la gran mayoría ,de los casos acontece que nuestros mexicanos vueltos, por virtud de su estancia en los Estados Unidos, a un modo de entender la vida más culto y ecuánime, de regreso entre nosotros recobran sus viejos hábitos de no acatamiento a la ley —a semejanza de lo que sucedía con algunos misioneros negros: que al ir a predicar al Congo, tierra de sus antepasados, los reasimilaba el ambiente.

Cuando se piensa en los pequeños grupos de compatriotas nuestros que, reducidos por la excelencia de la industria y la enseñanza norteamericanas, van a los Estados Unidos, y a los pocos años retornan a México maestros de su arte o en su profesión, ocurren muy amargas reflexiones. Estos estudiantes, esos obreros, no olvidan aquí su ciencia o su arte, porque nada contraria en ellos el saber adquirido; todo lo contrario, siembran en nuestro suelo la semilla que consigo traen. Pero, a la vez que eso sucede, tan pronto como los mismos estudiantes, los mismos obreros, repasan la frontera, se les olvida, como por encanto, la más preciada adquisición que hicieron allá: el hábito de obediencia a la ley, la fe en las instituciones humanas.

Lucha en México, contra todo intento moralizador de las relaciones entre los hombres, la tendencia general a torcer despiadadamente esas relaciones en beneficio propio, y por eso resulta aquí más útil desviarse que ser recto. Lucha en los Estados Unidos contra todo intento destructor de la equidad social, la tendencia dominante a mantener incólumes los sabios principios en que debe fundarse la vida de una colectividad feliz y culta. He ahí la diferencia.

De muy atrás ha despertado admiración sincera en los mexicanos la grandeza material de los Estados Unidos, y, asimismo, comenzamos ahora a corregir las falsas nociones que teníamos sobre su ciencia, su literatura y su arte. Pero ¿nos hemos percatado ya de que el asiento fundamental de tanta grandeza material y espiritual arranca, principalmente, de una organización colectiva inspirada —para ellos, ya que no para los otros— en la distinción de lo justo y lo injusto?

Las manifestaciones de la iniciativa individual son grandes dondequiera que está asegurado el derecho a la propia conquista y no hay esperanzas de alcanzar el bienestar gracias al ajeno esfuerzo. Pero nada tan común entre nosotros como el tipo del detentador o el trastornador que de la noche a la mañana llega a la holgura o a la opulencia más cabales. ¿Sería este tipo impunemente posible en la República Norteamericana?

9 de mayo de 1919.