LA INMORALIDAD DEL CRlOLLO


El mal de origen

Tan ajena es la política mexicana a sus propias realidades (nuestras instituciones son importadas; nuestra especulación política —vaga y abstracta— se informa en las teorías extranjeras de moda, etcétera), y tan sistemática la inmoralidad de sus procedimientos, que no puede menos que pensarse en la existencia. de un mal congénito en la nación mexicana. Así es, efectivamente. En el amanecer de nuestra vida autónoma —en los móviles de la guerra de Independencia— aparece un verdadero defecto de conformación nacional (inevitable por desgracia): los mexicanos tuvimos que educar una patria antes de concebirla puramente como ideal y sentirla como impulso generoso decir, antes de merecerla.

He ahí la fuente inagotable del desconcierto. Si nuestro primer paso hubiera sido una adivinación, o un avaloramiento frío y concienzudo, o un cálculo egoísta, pero claramente definido, la vida nacional mexicana gozaría de las excelencias de lo primero, de la marcha segura y moderada de lo segundo o de la firme estrechez de lo tercero; mas como, al revés, nuestro primer acto participó de lo ciego, de lo irreflexivo y de lo vago, por lo uno y lo otro habremos de padecer largamente. Este mal de origen en nuestra carne primera, el punto de partida de nuestra individualidad como pueblo y como nación; él ha trazado nuestra vida y nuestro carácter, él nos explica. Nacimos prematuramente, y de ello es consecuencia la pobreza espiritual que debilita nuestros mejores esfuerzos, siempre titubeantes y, desorientados.

Dos son los momentos de nuestra historia en los que, con mejor fruto, podemos asomarnos al alma política mexicana —al alma de aquella clase, integrada con cierta unidad, que dirige los acontecimientos sociales de México—: la Independencia y la paz porfiriana. Entre estas dos etapas, la Reforma crece, da frutos casi malogrados, se desvirtúa y se pierde al fin en la Paz.


La Independencia

Obra fue, en su origen, de una vieja querella, de una vaga exaltación literaria y de una oportunidad.

Hasta México refluyó, tardía ya y casi extinta, la onda de revolución espiritual que había conmovido a Europa y Norteamérica en la segunda mitad del siglo XVIII. Su influencia no fue entre nosotros de aquellas que simplemente aceleran los efectos de un anhelo largo tiempo alimentado y contenido, sino de las que producen un estado de exaltación artificial sobre bases engañosas. El grupo de la sociedad mexicana que se creyó entusiasmado por la idea de libertad pertenecía a la clase opresora y no a la clase oprimida de la Nueva España; no era el material más a propósito para inflamarse al contacto de las nuevas ideas francesas. Pero éstas, y el ejemplo de los Estados Unidos, llegaron en sazón para prestar un motivo de noble desahogo al viejo —y quizás justo— rencor de los criollos por los españoles, y a encauzarlo confusamente hacia una posibilidad atrevida y lisonjera: la Independencia.

Añádase a lo anterior la oportunidad incitante de la invasión napoleónica en España, y todo quedará explicado.

Nuestra guerra de Independencia no fue un movimiento nacional. No lo fue ni por los hombres que intervinieron en la lucha, ni por el espíritu de ella, ni por sus resultados. Nada hay más turbio que la intriga jurídica de 1808, encabezada por el virrey Iturrigaray, falso para los unos y los otros; el noble arranque de Hidalgo es típico de lo improvisado y azaroso; la visión revolucionaria y el genio militar no se conjugan en Morelos con recursos políticos adecuados a los resortes sociales de aquella hora; Iturbide es el símbolo mexicano de la componenda política fraudulenta y de la inmoralidad militar.


La Reforma

Muy trabajosamente había llegado por fin a encarnar en la Reforma lo que al principio fue vaga idea de que la Independencia sólo tenía sentido como un rompimiento interno del regimen colonial. Medio siglo había necesitado el alma criolla para ver la luz. La revolución de Ayutla traía, con los eternos embelecos constitucionales, la verdad circunscrita y adulta de la acción reformadora. Sobre la maleza teorizante de siempre dominaba la humilde confesión de una decadencia de los espíritus en las clases directoras, y la necesidad de regenerarlos. Se llegó hasta fundar una gran escuela para forjar las nuevas almas.


La paz porfiriana

No hubo tiempo. Sobrevino el régimen de Díaz, el régimen de la paz como fin y de las petulancias sociológicas, el cual, vuelto contra la corriente natural de nuestra historia, soltó de las manos la obra espiritual comenzada apenas, la única verdadera. Los directores de la vida social mexicana, a partir del 70, ignoraron el sentido histórico de su época y mataron en su cuna la obra fundamental que iba a hacerse. Después de la Reforma y la lucha contra la intervención francesa, que dio a aquélla un valor nacional, la única labor política honrada era la obra reformadora, el esfuerzo por dar libertad a los espíritus y moralizar a las clases gobernantes, criolla y mestiza. El régimen de la Paz hizo criminalmente todo lo contrario. Instituyó la mentira y la venalidad como sistema, el medro particular como fin, la injusticia y el crimen como arma; se miró en El Imparcial periódico inmoral e infame; engendró todos los Íñigos Noriegas de nuestros campos, los lord Cowdrays de nuestras industrias, los Rosalinos Martínez de nuestro ejército.

Ante esta acusación, en quien menos ha de pensarse es en Porfirio Díaz. ¿Qué vale el error o la incapacidad de un solo hombre comparados con la incapacidad y el error de la nación entera que los glorificaba? No. Piénsese en el amplio grupo que vivía a la sombra del caudillo y que creyó entender las necesidades de la patria, o lo fingió al menos, de modo propicio al enriquecimiento personal. Piénsese en toda la clase dirigente de entonces, en los jóvenes de 20 años del 70, en los intelectuales maduros de 1890, en los venerables sesentones que recalentaron sus carnes al sol del centenario. Todos éstos, herederos directos de la obra informe, pero generosa, de los reformadores —las excepciones, algunas de ellas preclaras, no cambian el cuadro—, ¿qué hicieron por su patria? ¿Dónde esta el acto o la palabra que los vincula con sus antepasados? ¿Qué esfuerzo hicieron ellos para acabar con la abyección política nacional, con la ruindad política y la mentira política nacionales, con la injusticia nacional, con la profunda, profundísima inmoralidad política mexicana? Tiempo y ocasiones les faltaron para sonreír al dictador y sumirlo más en su creencia miope de que salvaba a la patria; tiempo les faltó para cortejar a los hombres de la camarilla presidencial, o a sus amigos, o a sus criados, a caza de concesiones, favores y empleos. ¿Habrá nada más definitivo, para un valoramiento de la inmoralidad política de mestizos y criollos que el espectáculo de aquellos cientos y cientos de ciudadanos que durante siete lustros no faltaron nunca al dictador para colmar los asientos de las cámaras y las legislaturas? ¡Legiones de ciudadanos conscientes y distinguidos, la flor de la intelectualidad mexicana, prestándose a la más estéril de las pantomimas políticas que han existido! Entre estas glorias mexicanas —que no tienen siquiera la disculpa de la cobardía, pues, lejos de ser obligados, faltaban puestos para los solicitantes—, entre estas glorias figuraban nuestros maestros...

Nuestras agitaciones armadas, con ser tan elocuentes, nada nos dicen de nuestra dolorosa verdad junto a las enseñanzas crueles de la paz de 35 años.