Incapaz de diferenciar claramente entre palabras y objetos,
el salvaje imagina, por lo general, que el eslabón entre un nombre
y el sujeto u objeto denominado no es una mera asociación arbitraria
e ideológica, sino un verdadero y sustancial vínculo que
une a los dos de tal modo que la magia puede actuar sobre una persona
tan fácilmente por intermedio de su nombre como por medio de
su pelo, sus uñas o cualquiera otra parte material de su persona.
De hecho, el hombre primitivo considera su nombre propio como una parte
vital de sí mismo, y, en consecuencia, lo cuida. Tenemos por
ejemplo los indios norteamericanos, que "consideran su nombre no
como un mero marbete, sino como una parte definida de su personalidad,
de la misma manera que lo son sus ojos o sus dientes y cree que le resultará
dañoso el manejo malintencionado de su nombre tan seguramente
como una herida que se le inflija en cualquier parte de su organismo
físico. Esta creencia se he encontrado entre las diversas tribus
desde el Atlántico al Pacífico y ha sido causa de muchas
y curiosas regulaciones respecto al ocultamiento y cambios de los nombres".
Algunos esquimales toman nombres nuevos cuando ya son viejos, esperando
por este motivo conseguir un nuevo crédito de vida. Los tolampos
de Célebes creen que si uno escribe el nombre de una persona,
puede con ello llevarse su alma. Muchos salvajes en el día de
hoy consideran sus nombres como partes vitales de sí mismos y
por ello se toman grandes trabajos para ocultarlos, temerosos de que
los manejen personas mal dispuestas hacia ellos, para perjudicar a sus
dueños.
Así, comenzando con los salvajes que están en lo más
bajo de la escala social, se nos dice que el secreto en que los aborígenes
australianos tienen guardados sus nombres personales del conocimiento
de los demás, "nace de gran parte de la creencia de que
si algún enemigo conociera su nombre podría de algún
modo usarlo mágicamente en su detrimento". "Un negro
australiano dice otro autor está siempre muy renuente
a decir su verdadero nombre y no es dudoso que su repugnancia a decirlo
se funde en el miedo de que le puedan hacer daño los hechiceros
mediante su nombre". En las tribus de Australia central, todos
los hombres, mujeres y niños, además de su nombre personal,
que es de uso corriente, tienen otro nombre secreto o sagrado que les
es conferido por los mayores poco después del nacimiento y que
sólo conocen los miembros totalmente iniciados del grupo. Este
nombre secreto no se menciona nunca, excepto en las ocasiones más
solemnes; pronunciarle o ser oído por mujeres u hombres de otro
grupo es el delito más grave como el más flagrante caso
de sacrilegio entre nosotros. Cuando es ineludible mencionar el nombre,
se cuchichea solamente y no sin tomar las más extraordinarias
precauciones posibles para que no puedan oír más que los
miembros del grupo. "Los indígenas piensan que un forastero
que conozca sus nombres secretos tiene poder especial para dañarles
por medios mágicos".
Creemos que el mismo temor condujo a una costumbre de la misma estirpe
entre los antiguos egipcios, cuya civilización comparativamente
alta estaba extrañamente refrenada y sojuzgada por reliquias
del más bajo salvajismo. Cada egipcio recibía dos nombres,
conocidos respectivamente como el nombre verdadero y el nombre "onomástico",
o el nombre grande y el pequeño; mientras el "onomástico"
o pequeño era público, el verdadero o grande parece que
se ocultaba cuidadosamente. Un niño brahamán recibe dos
nombres: uno de uso común y el otro secreto que sólo sus
padres conocen. Este último nombre sólo es usado en ceremonias
tales como la matrimonial. Se entiende que la costumbre es para proteger
a las personas contra la magia, pues un hechizo no puede llegar a ser
eficaz más que en combinación con el nombre verdadero.
Similarmente, los indígenas de la isla Nias imaginan que los
demonios pueden dañar a las personas cuando oyen pronunciar sus
nombres. Por esto, los nombres de los niños, que por serlo están
especialmente expuestos a los asaltos de los espíritus diabólicos,
nunca se pronuncian, y por razones parecidas las personas se abstienen
de llamarse unas a otras por sus nombres en sitios encantados, tales
como las profundidades sombrías de la selva, las orillas de un
río o junto a un manantial burbujeante.
Los indios de la isla de Chiloe guardan sus nombres en secreto y les
disgusta que se digan en alta voz; dicen que hay hadas y duendes en
la tierra firme y en las islas vencidas que si conocen los nombres de
la gente la dañarán, pero que mientras no los conozcan
esos espíritus malévolos son impotentes. Los araucanos
difícilmente dan su nombre a una persona extraña, pues
temen que de hacerlo adquiera poder sobrenatural sobre ellos. En cierta
ocasión, un forastero que ignoraba estas supersticiones le pidió
su nombre a un araucano y éste le respondió: "Yo
no tengo ninguno". Cuando a un indio ojebway le piden su nombre,
mira a otro que esté presente y le dice que conteste su nombre
por él. "Esta renuencia se deriva de la impresión
que reciben cuando jóvenes de que si repiten sus propios nombres
se impedirán ellos mismos el crecimiento y quedarán de
baja estatura. Respecto a esta mala disposición a decir su nombre
propio, han imaginado muchos extranjeros que "o no tenían
nombre o lo habían olvidado". En este último caso,
no parece que sientan escrúpulos en comunicar sus nombres y no
parecen temer malos efectos como consecuencia de divulgarlos; el peligro
sólo existe cuando un hombre se dice por el mismo que lo lleva.
¿Por qué es esto así? ¿Por qué, en
particular, se piensa que impide el crecimiento la pronunciación
del propio nombre? Podemos conjeturar que los salvajes actúan
y piensan así porque creen que el nombre personal es una parte
de sí mismo cuando se pronuncia por el aliento propio; pronunciado
por el aliento ajeno, de otros, no tiene conexión vital con él
y ningún daño puede acarrearle. Por cuanto, podrían
argüir estos filósofos primitivos, que, cuando un hombre
deja pasar a través de sus labios su nombre, se desprende con
éste de una parte de sí mismo, y persiste descuidadamente
en ello, terminará seguramente por disipar sus energías
y destrozar su constitución física. Muchos quebrantos
por el vicio, muchas constituciones débiles consumidas por las
enfermedades, pueden haber sido alegadas por estos moralistas sencillos,
ante sus discípulos aterrorizados, como ejemplos espantosos del
destino que más pronto o más tarde atrapa al libertino
que se consiente a sí mismo el hábito inmoderado, aunque
agradable, de pronunciar su propio nombre.
Cualquiera que sea la explicación, el hecho es ciertamente que
muchos salvajes demuestran la más fuerte repugnancia a pronunciar
su nombre propio, mientras que al mismo tiempo no oponen objeción
alguna a que los demás lo pronuncien, y aun invitan a hacerlo
con objeto de satisfacer la curiosidad de un forastero preguntón.
En Madagascar es tabú para una persona decir su nombre, pero
su esclavo o ayudante responderá por ella. La misma inconsecuencia
extraña, como la podemos creer nosotros, se recuerda de algunas
tribus de indios americanos. Así, sabemos que "el nombre
de un indio americano es una cosa sagrada y no para ser divulgada por
su propietario sin la debida consideración. Se puede preguntar
al guerrero de una tribu que diga su nombre y la pregunta tropezará
con una negativa categórica o con la evasiva, más diplomática,
de no poder entender lo que desean. En el momento en que se aproxima
un amigo, el guerrero primeramente interrogado le cuchicheará
su deseo y el amigo podrá decir el nombre del otro, recibiendo
la reciprocidad de su cortesía". Esta exposición
general se aplica, por ejemplo, a las tribus indias de la Columbia Británica,
de quienes se dice que "uno de sus más fuertes prejuicios,
y que parece preocupar por igual a todas las tribus, es su negativa
a decir sus nombres, así que nunca se tiene
el verdadero nombre por el mismo que lo lleva, pero dirán los
nombres de los demás sin hacerse rogar.1
En todo el archipiélago malayo la regla es la misma y, en general,
nadie pronunciará su propio nombre. Inquirir cuál es su
nombre es una pregunta muy poco delicada en la sociedad nativa. Cuando
en el curso de los quehaceres administrativos o judiciales se le pide
el nombre a un nativo, en lugar de contestar mirará a su camarada
para indicar que responda por él, o le dirá sin rodeos:
"Pregúnteselo a éste". La superstición
es corriente en toda la Malasia sin excepción y se encuentra
también en las tribus motu y motumotu, los papuas de Finch Haven
en el norte de la Nueva Guinea holandesa y los nufures, así como
entre los melanesios del archipiélago de Bismarck y muchas tribus
del África del Sur, que los hombres nunca mencionan sus nombres
y las mujeres, si pueden encontrar a quien lo haga por ellas, mas no
se niegan en absoluto si no hay más remedio.
Algunas veces la inhibición en los nombres personales no es permanente,
sino que está condicionada por las circunstancias, y cuando éstas
cambian, cesa de actuar. Así, cuando los hombres de la tribu
Nandi están lejos en alguna correría, nadie en casa pronuncia
los nombres de los guerreros ausentes; deben referirse a ellos como
si fueran aves. Si un niño olvida esto y se refiere a uno de
los ausentes por su nombre propio, la madre le amonestará diciendo:
"No hables de las aves que están en el cielo". Entre
los baganla del Alto Congo, mientras un hombre está de pesca
o volviendo de ella, su nombre queda en suspenso y nadie puede mencionarlo.
Cualquiera que sea el nombre del pescador, será llamado mwele
sin distinción. La razón es que el río está
lleno de espíritus que si oyeran el verdadero nombre del pescador
podrían obrar contra él para que no pescase más
que algún pez o ninguno. Aun después de pescar y traer
los pescados, el comprador no se dirigirá al pescador por su
nombre propio, sino que simplemente le llamará mwele,
pues aún entonces, si los espíritus oyen su nombre propio,
se lo reservarán para usarlo otro día o para echarle a
perder la pesca y que gane poco con ella. Por esto, el pescador puede
exigir indemnización de daños y perjuicios a cualquiera
que mencione su nombre, u obligar a los atolondrados charlatanes a comprarle
el pescado a un precio tan alto que le devuelva la suerte. Cuando los
sulka de Nueva Bretaña están cercanos al territorio de
sus enemigos los gaktei, tienen cuidado de no mencionarles a ellos por
su nombre propio, pues si lo hicieran, creen que el enemigo les atacaría
y mataría. En estas circunstancias, por eso, hablan de los gaktei
como o lapsiek, que es "los troncos de árbol podridos",
e imaginan que dándoles ese apodo conseguirán que los
miembros de sus terribles enemigos se vuelvan pesados y toscos como
leños. Este ejemplo ilustra el concepto extremadamente materialista
que estos salvajes dan a la naturaleza de las palabras; suponen que
la pronunciación de una expresión significativa de tosquedad
afectará homeopáticamente con tosquedad los brazos y piernas
del enemigo lejano. Otra ilustración de este curioso y erróneo
concepto la provee la superstición de los cafres ante la posibilidad
de ser modificable el carácter de un ladronzuelo si se grita
su nombre sobre un puchero de agua hirviendo y con "medicina",
y después se tapa el puchero y se deja el nombre macerándose
en el agua durante siete días. No es necesario que el ladrón
sea sabedor del uso que se está haciendo de su nombre y a sus
espaldas; la reforma moral se efectuará sin su consentimiento.
Cuando se juzga necesario mantener secreto el nombre verdadero, con
frecuencia se le suele llamar, como hemos visto, por su sobrenombre
o apodo. Estos nombres secundarios y distintos de los verdaderos o primarios,
son ciertamente estimados como no participantes del nombre mismo, por
lo que pueden usarse libremente y divulgarlos por todas partes sin que
por ello peligre su seguridad. Otras veces, para evitar el uso del nombre
propio, usan el de sus hijos. Así, sabemos que "los negros
gippsland en modo alguno querían dejar que nadie fuera de la
tribu conociera sus nombres, temiendo que sus enemigos los aprendieran
e hicieran de ellos vehículo de sortilegios quitándoles
la vida con éstos. Como se cree que las criaturas no tienen enemigos,
acostumbran hablar de un hombre `como el padre, el tío o el primo
del fulanito´, nombrando a un niño. Pero en toda ocasión
se abstienen de mencionar el nombre de una persona adulta". Los
alfures de Poso, en Célebes, no pronuncian sus nombres propios;
en consecuencia, si se desea averiguar un nombre personal, no deberá
preguntarse al hombre mismo, sino que se averiguará por otros
y si es imposible (por ejemplo, cuando no hay nadie más cerca),
le preguntará el nombre de su hijito y después se dirigirá
a él como "padre de fulanito". Hay más: estos
alfures son cautelosos hasta para pronunciar los nombres de sus hijos,
así que si su niño o niña tiene un sobrino o sobrina,
se dirigen a ellos como "tío de menganito "o"
tía de menganita". En una sociedad malaya pura, sabemos
que a un hombre jamás se le pide el nombre, y el uso de nombrar
a los padres sirviéndose de los hijos está adoptado como
un medio de evitar el empleo de los nombres paternos. El escritor que
hace esta relación añade en corroboración de ello
que las personas sin hijos son nombradas por los nombres de sus hermanos
menores. Las criaturas de los dayakos de tierra, cuando crecen, son
nombradas según su sexo, como el padre o la madre de un hijo
o hija del hermano más joven de su padre o madre, que es llamarles
el padre o madre de lo que nosotros denominamos primo carnal o primos
hermanos Los cafres creían que era descortés llamar a
una novia por su nombre propio, así que la nombraban como "la
madre de perenganito", aun cuando ella solamente estuviera prometida
y muy lejos de ser esposa y madre. Entre los kukis y zemis, o kacha
nagas del Asam, los padres abandonan sus nombres cuando nace una criatura
y se llaman desde entonces el padre y madre de fulanito. Las parejas
sin hijos llevan el nombre de "el padre sin hijos", "la
madre sin hijos", "el padre de nadie" o "la madre
de nadie". La costumbre tan extendida de nombrar a un padre por
su hijo se ha supuesto en ocasiones que brotaba de un deseo por parte
del padre de aseverar su paternidad, indudablemente como medio de obtener
ese derecho sobre su hijo, que había estado previamente en poder
de la madre, bajo un sistema matriarcal. Pero esta explicación
no resuelve la costumbre paralela de nombrar a la madre por su hijo,
la que creemos coexiste simultánea y comúnmente con la
costumbre de nombrar al padre por su hijo también. Todavía
menos, si fuera posible; puede aplicarse a la costumbre de nombrar a
las parejas estériles, el padre y la madre de criaturas que no
existen, de nombrar a la gente por sus hermanos más jóvenes
y de designar a niños como tíos y tías de fulanito
o como padres de sus primos carnales. Pero todas estas prácticas
se explican de un modo sencillo y natural si suponemos que se originan
en la repugnancia a pronunciar los nombres personales verdaderos de
las personas a quienes se dirigen o se refieren directamente. Esta renuencia
está basada, probablemente, en parte en el temor de atraer a
los malos espíritus y en parte en el temor de descubrir el nombre
a los hechiceros, que mediante ello obtendrían un medio de dañar
al poseedor del nombre.
1 Quizá
la presentación es una reminiscencia de ello en la sociedad culta,
y resulta muy extraño y de mal gusto presentarse por sí
mismo.
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