| El hombre primitivo se crea 
          dioses a su propia imagen. Xenófanes señaló hace 
          tiempo3 que la tez de los dioses de 
          los negros era negra y su nariz chata; que los dioses de Tracia eran 
          rubicundos y de ojos azules, y que si los caballos, bueyes y leones 
          creyeran en dioses y tuvieran manos con que retratarlos, indudablemente 
          darían a sus deidades la forma de caballos, bueyes y leones. 
          Por eso, del mismo modo que el salvaje latebroso oculta su verdadero 
          nombre propio porque teme que los hechiceros puedan hacer un mal uso 
          de él, así también imagina que, de igual manera, 
          sus dioses deben guardar secreto su verdadero nombre, temiendo que otros 
          dioses y aun hombres aprendan su místico sonido y puedan conjurarles 
          con ellos. En ninguna parte se mantuvo más firme o más 
          plenamente desenvuelto este concepto tosco del misterio y la virtud 
          mágica del nombre divino que en el antiguo Egipto, donde las 
          supersticiones de un pasado ignoto se momificaron en los corazones de 
          la gente con tanta eficacia como los cadáveres de gatos, cocodrilos 
          y toda la serie de animales divinos en sus tumbas de roca viva. El concepto 
          está bien esclarecido en una leyenda que nos cuenta cómo 
          la astuta Isis consiguió de Ra, el gran dios egipcio del Sol, 
          su nombre secreto. Isis, según la leyenda, era una mujer de poderosa 
          palabra, hastiada del mundo de los hombres y ansiosa del mundo de los 
          dioses. Ella meditó en su corazón, diciéndose: 
          ¿Por qué no puedo, por la virtud del gran nombre de Ra, 
          hacerme diosa y reinar lo mismo que él en el cielo y en la tierra? 
          Porque Ra tenía muchos nombres pero el gran nombre que le daba 
          poder sobre todos los otros dioses y sobre los hombres sólo era 
          conocido por él mismo. El dios se iba haciendo viejo, su boca 
          baboseaba y la saliva caía al suelo.
 Así, Isis recogió el salivazo y tierra con él y 
          la amasó moldeando una serpiente que dejó en el sendero 
          por donde el gran dios pasaba todos los días a su doble reino 
          según los deseos de su corazón. Y cuando él llegó, 
          como de costumbre, seguido de toda la compañía de los 
          dioses, la serpiente sagrada le mordió y el dios abrió 
          la boca y su grito llegó al cielo. Los que le acompañaban 
          preguntaron: "¿Qué le duele?" Y la compañía 
          de los dioses dijo: "He aquí, mirad". Pero él 
          no podía responder; sus mandíbulas rechinaban, sus labios 
          temblaban, el veneno corría por su carne como el Nilo inundaba 
          el país. Cuando el gran dios hubo aquietado su corazón, 
          gritó a sus acompañantes: "Venid a mí, ¡oh 
          criaturas mías, nacidas de mi cuerpo! Soy príncipe, hijo 
          de príncipe, la estirpe divina de un dios. Mi padre inventó 
          mi nombre; mi padre y mi madre me dieron mi nombre y ha permanecido 
          oculto en mi cuerpo desde mi nacimiento para que ningún mago 
          pudiera tener poder mágico sobre mí. He ido a contemplar 
          lo que he creado. He paseado por los Dos Países,4 
          que yo hice y ¡ved! algo me ha mordido. ¿Qué era? 
          Yo no lo sé. ¿Era fuego? ¿Era agua? Mi corazón 
          arde, mi carne tiembla, todos mis miembros están convulsos. Traedme 
          todas las criaturas de los dioses con sus palabras saludables y sus 
          labios inteligentes, cuyo poder alcanza el cielo". Entonces llegaron 
          a él las criaturas de los dioses y todas estaban muy apenadas, 
          cuando llegó, con sus astucias, Isis, cuya boca 
          está llena de aliento de vida,5 
          cuyos conjuros alejan el dolor, cuya palabra hace revivir a los muertos. 
          Y dijo: "¿Qué es, divino padre? ¿Qué 
          es eso?" El sagrado dios abrió su boca y habló así: 
          "Iba por mi camino. Caminaba paseando a gusto por las dos regiones, 
          contemplando lo que he creado, cuando ¡he aquí que una 
          serpiente que no vi me mordió! ¿Es esto fuego? ¿Es 
          agua? Estoy más frío que el agua, estoy más abrasador 
          que el fuego; todos mis miembros sudan. Tiemblo, mi vista se desvanece, 
          no veo el cielo, la humedad baña mi cara como en el estío". 
          Entonces habló Isis: "Dime tu nombre, Padre divino, pues 
          vivirá aquel a quien se le llame por su nombre". Entonces 
          Ra respondió: "He creado los cielos y la tierra. He ordenado 
          surgir las montañas. He hecho el grande y ancho mar. He tendido 
          como una cortina los dos horizontes. Soy quien abre sus ojos, y hay 
          luz, y quien los cierra, y todo es oscuridad. A mi mandato, el Nilo 
          se desborda, pero los dioses no saben mi nombre; Khepera en la mañana, 
          Ra a mediodía, Tum en la tarde". Pero la ponzoña 
          no se le quitó; penetró aún más hondo y 
          el gran dios no podía andar. Entonces le dijo Isis: "No 
          es tu nombre el que me has dicho, ¡oh! dímelo para que 
          la ponzoña salga, pues vivirá aquel cuyo nombre sea pronunciado". 
          Ya el veneno quemaba como fuego; él estaba más ardiente 
          que las llamas del fuego. El dios dijo: "Consiento que Isis busque 
          dentro de mí y que mi Nombre pase de mi pecho al suyo". 
          Entonces el dios se ocultó de los demás dioses y su lugar 
          en la barca de la eternidad quedó vacío. Así le 
          fue quitado al gran dios su nombre e Isis la hechicera habló: 
          "Fluye fuera, ponzoña, ¡sal de Ra! Soy Yo, Yo misma 
          la que vence al veneno y lo tira al suelo; porque el nombre del gran 
          dios le ha sido arrebatado a él. Deja a Ra vivir y que muera 
          el veneno". Así habló la gran Isis, la reina de los 
          dioses la que conoce a Ra y su nombre verdadero.
 
 De esta leyenda se deduce que el verdadero nombre del dios, con el cual 
          estaba unido inextricablemente su poder, se suponía situado, 
          en sentido casi físico, en algún sitio de su pecho, del 
          que Isis lo extrajo por una especie de operación quirúrgica 
          y lo transfirió a sí misma con todos sus poderes sobrenaturales. 
          En Egipto, intentos semejantes a los de Isis para apropiarse el poder 
          de un gran dios, apoderándose de su nombre, no fueron únicamente 
          leyendas referentes a los seres míticos de un pasado remoto; 
          cada mago egipcio aspiraba a ejercer poderes semejantes por medios similares. 
          Se creía que el que poseyera el verdadero nombre propio, poseía 
          al verdadero ser del dios o del hombre y podría forzar incluso 
          a una deidad a que obedeciera como un esclavo obedece a su amo. Así 
          el arte del mago consistió en obtener de los dioses una revelación 
          de sus nombres sagrados y no dejar sin mover una sola piedra hasta conseguirlo. 
          Cuando en un momento de debilidad o de olvido comunicaba la deidad al 
          hechicero su pasmoso secreto, la deidad no podía hacer ya otra 
          cosa que someterse humildemente al hombre o pagar la penalidad de su 
          contumacia.
 
 La creencia en la virtud mágica de los nombres divinos fue compartida 
          por los romanos. Cuando emprendían el asedio de una plaza, los 
          sacerdotes romanos se dirigían a la deidad guardiana de la ciudad 
          con oraciones o conjuros, invitándola a abandonar la ciudad sitiada 
          y venir a los romanos, que la tratarían tan bien o mejor que 
          pudiera haberlo sido en su antigua patria. Por eso, el nombre de la 
          deidad protectora de Roma se conservaba en profundo secreto, por miedo 
          a que los enemigos de la república pudieran atraerla de igual 
          modo que los romanos habían inducido a muchos dioses a desertar 
          como ratas, en días de desgracia, de las ciudades que los habían 
          acogido en días de fortuna. No sólo el nombre verdadero 
          de la deidad protectora, sino el nombre de la ciudad misma quedaban 
          guardados en el misterio y no podían ser nunca pronunciados ni 
          aun en los ritos sagrados. Un tal Valerio Sorano, que se atrevió 
          a divulgar el secreto inapreciable, fue muerto o terminó de mala 
          manera. De igual modo, parece que los antiguos asirios tenían 
          prohibida la mención de los nombres místicos de sus ciudades 
          y hasta los tiempos modernos los cheremis del Cáucaso mantienen 
          secretos, por motivos supersticiosos, los nombres de sus aldeas comunales.
 
 Si el lector ha tenido la paciencia de seguir esta investigación 
          de las supersticiones relativas a los nombres personales, convendrá 
          en que el misterio en el que los nombres de las personas reales están 
          ocultos con tanta frecuencia no es un fenómeno aislado, ni arbitraria 
          expresión de servilismo y adulación cortesana, sino la 
          simple aplicación particular de una ley general del pensamiento 
          primitivo que incluye dentro de su esfera tanto al pueblo en general 
          y a sus dioses como a los reyes y sacerdotes.
 
 
 3 Seis siglos a. 
          C. y algún tiempo antes que Feuerbach afirmase que el hombre 
          venera en Dios su propia naturaleza.
 
 4 Alto y Bajo 
          Egipto.
 
 5 Génesis, 
          II: 7:"... y alentó en su nariz soplo de vida".
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