Ante la capital

Nada ofrecía ya seguridades de
luchar de un modo apropiado
con el enemigo. El gobierno y el
Congreso contemplaron en toda
su desnudez la ineptitud de aquel
general de arranques momentáneos,
con los que fascinó siempre a
la gente impresionable; y en medio
de la falta de fe y de esperanza
de todos, nadie no obstante,
se atrevía a hablar de negociaciones
de paz


General BERNARDO REYES

Ante el desastre de Cerro Gordo, la capital de la República enardecida como siempre por la efervescencia de los odios políticos que la dividían, sintió por fin que la estocada del fuerte enemigo norteamericano le atravesaba el flanco con ímpetu de muerte. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer cuando lo mejor del ejército que Santa Anna había llevado a la batalla estaba aniquilado, salvándose apenas la división de caballería y tales cuales trozos de batallones mal reunidos en torno de Orizaba, Chalchicomula y Puebla?

El presidente interino, Anaya, hizo esfuerzos prodigiosos por verificar la unión de todos los partidos políticos para lograr una resistencia patriótica, defendiendo heroicamente la ciudad de México, pues Santa Anna había tenido que abandonar Puebla, la invicta Puebla que sugestionada por el clero, abatida por el pánico que le produjo el derrotado ejército mexicano, abrió sus puertas al invasor.

Sin embargo, tenemos que consignar que, ante la inminencia del peligro, la capital olvidó de repente sus enconos y lides fratricidas, y por fin hubo unión en todos los ciudadanos, comprendiendo, aunque muy tarde, que sólo una absoluta liga de todas las voluntades y energías podía hacer fructífera y gloriosa, digna y épica, la resistencia de la hermosa ciudad ante el poderoso enemigo. Reuniéronse entonces los cuerpos de la guardia nacional, en tanto que los principales jefes comenzaban las más esenciales obras de fortificación en torno de la ciudad.

En el interior del gobierno se multiplicaban los planes de defensa nacional, por la diplomacia y la astucia, ya concertando un golpe de mano sobre la guarnición americana de Puebla, sorprendiéndola instantáneamente en combinación con 3 000 irlandeses que habrían de desertar de las filas del invasor, pasándose a nuestro campo, volviendo sus armas contra nuestros enemigos; ya optando por la mediación del cónsul inglés que podía, en la vía diplomática, hacer dar tregua a las hostilidades de los beligerantes, ganándose tiempo para la prosecución de la campaña.

Pero todo fracasó... ¡Un huracán de catástrofe abatía heroísmos y resistencias, y los pocos esfuerzos que se atrevían a erguirse eran desmoronados por aquel soplo!

Después de Cerro Gordo, el patriotismo de los hijos de la costa oriental hizo brotar innumerables guerrillas de bravos mexicanos que dispersándose por entre los montes, las barrancas, encrucijadas y desfiladeros y en caminos, principiaron a hostilizar los convoyes del enemigo, sorprendiendo sus exploradores y avanzadas, cayendo de súbito sobre sus grandes guardias, atacando en terribles albazos sus columnas, incendiando los pastos y los bosques por donde habrían de pasar, y rodándoles enormes rocas y pedruscos por las vertientes a pico; hasta el fondo de las hondonadas por donde tendrían precisamente que desfilar...

Gravísimos fueron los perjuicios que sufrieron los norteamericanos con aquellos golpes que les asestaban las susodichas guerrillas, y más de una vez tuvieron la pérdida de centenares de carros con bagajes arrebatados de pronto por magníficos golpes de mano en que los nuestros, a lanza y machete, dispersaban las escoltas de los ricos trenes, capturando espléndido botín.

Muchas de esas guerrillas de la costa, dispersas en una gran extensión por las regiones de Tamaulipas, Veracruz y Tabasco, pusieron en alarma al ejército de Scott, amenazando seriamente sus comunicaciones y dando lugar a infinidad de combates vivísimos y a trágicas escaramuzas, bien teñidas de roja sangre en los campos y pueblos, donde no escasearon las odiosas represalias.

En la capital de la República, después de la llegada del general Santa Anna con los restos del ejército destrozado en Cerro Gordo, se formó una guarnición de fuerzas heterogéneas con cuerpos veteranos de línea, ligeros y activos y la guardia nacional, cuyos soldados manifestaron completa decisión y ánimo robusto para lanzarse al combate, dispuestos a la muerte.

No obstante los inconvenientes, las imposibilidades casi de efectuar algunas obras de fortificación, siquiera las más elementales y ante los puntos más expuestos, principiaron diversos trabajos de defensa, entre las que sobresalió la del Peñón, por donde se creía que el enemigo había de aparecer y comenzar sus ataques.

Mientras se ejecutaban esas obras se había hecho venir el ejército del norte que había permanecido en San Luis; dándosele el mando al general Gabriel Valencia, quien había estado separado del servicio activo por orden de Santa Anna, después de las diferencias surgidas entre ambos generales a causa de la protesta del último contra la orden de no hostilizar a los norteamericanos a su paso por Tula de Tamaulipas, en donde, como ya hemos dicho, pudieron haber sido destrozados. ¡Iba a continuar la Odisea magnífica y dolorosa de estos valientes soldados del norte, encanecidos en las fatigas y en la sangre y el humo de tantos combates!

Los que desde 1836 habían peleado contra los rebeldes texanos y los mismos hijos del entonces agresivo norte, y después contra las hordas bárbaras de los desiertos fronterizos, los bélicos resistentes que sobrevivían a las catástrofes de Palo Alto, La Resaca, Monterrey y La Angostura, llegarían desde el alto septentrión hasta el centro y sur de la República, dejando un reguero de muerte a lo largo de los interminables caminos, para ir a batirse en las últimas batallas por la patria.


El plan del general Santa Anna para la defensa de la ciudad de México consistía en dejar aproximarse las columnas enemigas hasta cualquier punto del recinto donde habría de resistírseles al frente, en tanto que la división del norte, al mando del general Valencia, cargaría de flanco sobre el asaltante, cayendo sobre la retaguardia de éste la caballería mexicana, al mando del general Álvarez.

Al grado en que había llegado la situación de nuestra plaza capital, se imponía en efecto aquel plan sencillo y lógico, y que de haber sido dirigido con firmeza y talento, contando con la unidad de todas las tropas, pudo haber dado excelentes resultados, siempre que la línea de fortificaciones en torno de la plaza se hubiera terminado, aunque fuera provisionalmente.

Las obras del Peñón Viejo, cerca del aislado cerro, pretendían atravesar el camino de Puebla a México, habiéndose desplegado en ellas ingenuamente gran lujo de fortificaciones, en la creencia pueril de que el enemigo habría de atacar precisamente la posición nuestra más fuerte y más reforzada, cuando no había necesidad de pasar ante ella para la toma de la orgullosa capital de la República.

Hacia el sur se levantaron atrincheramientos por Mexicaltzingo, San Antonio y Convento y puente de Chumbusco; al suroeste los parapetos y cortaduras que cercaban Chapultepec, cuya artillería dominaba también el camino que iba por el oeste a la garita de San Cosme, la cual se había fortificado, lo mismo que la de Santo Tomás. Hacia el norte no habían ningunas obras de defensa, y apenas se practicaron ligeros atrincheramientos en las garitas de Nonoalco, Vallejo y Peralvillo.

El ejército del norte, como ya dijimos, encontrábase en la Villa de Guadalupe, a las órdenes del general Valencia, en espera de moverse, como lo efectuó, hacia Texcoco, de donde debía lanzarse sobre el flanco de la columna norteamericana que intentase atacar el Peñón, en tanto que la caballería del general Álvarez cargaba sobre la retaguardia del ejército enemigo.

Éste, mientras tanto, cada vez más orgulloso con sus triunfos, después de haber permanecido en Puebla algunos días, se puso en marcha contra la capital, y el día 14 aparecen sus avanzadas muy cerca de Texcoco, donde chocan con las de la caballería del general Álvarez, creyéndose que va a ser atacado el Peñón. Muévese entonces el general Valencia, y en un instante su aguerrida división del norte queda lista para lanzarse al combate. ¡Y sus valientes soldados emprendieron la marcha al paso veloz, cantando, dichosos por ir al triunfo, y a la venganza, y a la gloría de nuestras armas y banderas!...

—¡Viva México!

—¡Viva la República Mexicana!

—¡Viva el ejército del norte!

—¡Viva el general Valencia! ¡Viva México!

........................................................Así gritaban

entusiasmados y frenéticos, deseosos por ir a la lucha los heroicos veteranos que habían combatido tantas veces sin más aliciente que el recuerdo de sus viejos combates.. Pero al siguiente día se supo que el general Scott, evadiendo el Peñón burlando como era natural, todos los aprestos de defensa y todo el acumulamiento de fuerzas mexicanas allí aglomeradas con una infantil ignorancia del arte de la guerra, se había dirigido a su izquierda, rumbo a Chalco, para amagar la ciudad por el sur y poniente, haciendo quedar inútiles, contraproducentes, las obras emprendidas en tan opuestos rumbos.

En vista de estas maniobras, nuestro ejército del norte cambió de posición, pasando de Texcoco a Guadalupe Hidalgo, de donde, sin tomar descanso, siguió a México, atravesó la ciudad sin detenerse, y habiéndose reunido con la caballería que acababa de hostilizar a los norteamericanos cerca del pueblo de Ayotla, llegó a las once de la mañana del día 17, al pintoresco San Ángel.

Innumerables habían sido las fatigas que abrumaran a la digna división del norte que muchas veces tuvo que dejar abandonado su rancho, sin ver los oficiales y soldados a los seres queridos que estaban por visitarles, para ir del oriente al norte, del norte al centro y de aquí al Oeste, al bello San Ángel, desde donde creyó Santa Anna destrozar el flanco izquierdo del ejército enemigo cuando cambió la dirección de su ataque contra la capital.

El ejército del general Scott había marchado desde Puebla rumbo a México el día 7 de agosto, integrado por cuatro divisiones, en su mayor parte de infantería, con sus baterías respectivas, una brigada de caballería, un batallón de marinos agregados a la 4ª división y de un numeroso y selecto cuerpo de ingenieros. Las tres primeras divisiones eran de tropa regular o veterana, la última de voluntarios, sumando todo cerca de 12 000 hombres, 30 piezas de artillería y 600 carros con fuertes caballos y mulas de tiro, amén de innumerable personal de aventureros y comerciantes norteamericanos cosmopolitas que alargaba desmesuradamente su retaguardia, bien escoltada por cierto, por algunos escuadrones de caballería, secciones de infantes voluntarios y piezas ligeras.

El general Scott pulsó muy bien el estado de defensa en que se encontraba la ciudad de México; comprendió que se destacaba al oriente de ella el aislado cerro del Peñón, poderosamente fortificado en su cima y cuyos alrededores podrían ser fácilmente anegados, levantando las compuertas de lagos y canales próximos: en vista de lo cual cambió su plan de operaciones, rodeando las defensas orientales de la plaza, pasando al sur de los lagos de Chalco y Xochimilco hasta llegar a Tlalpan, desde cuyo punto intentó lanzar sus columnas sobre San Antonio y San Ángel.

Ya hemos visto que todos estos movimientos se ejecutaron con precisión, hostilizados de cuando en cuando por partidas de nuestra caballería, haciendo cambiar a su vez el plan de resistencia al general Santa Anna.

Los reconocimientos del adversario principiaron activamente, partiendo sus secciones de ingenieros de Tlalpan sobre los puntos avanzados de San Antonio, teniéndose conocimiento entonces de que se desprendía del camino carretero de Tlalpan, otro de herradura que atraviesa por el Pedregal, desembocando en la hacienda de Peña Pobre, cerca de Padierna, en el camino carretero de San Ángel al pueblo de Contreras.

La división del general Valencia que, como dijimos, había llegado violentamente a San Ángel, con orden del general Santa Anna de estar a la expectativa de la actitud del enemigo, amagando su flanco izquierdo, se movió decididamente hacia el rancho de Padierna, cuyo punto fue reconocido por el mismo Valencia.

A partir del día 17 se desarrolló un vergonzoso altercado entre el general presidente y Valencia, en virtud de órdenes sucesivamente contradictorias del primero al segundo, cosa muy en carácter de aquel cuya personalidad era todo vacilación y atrabancamiento, deshaciendo en un instante lo que se había ejecutado a gran costo. Primero, ordenó Santa Anna que Valencia permaneciera en Padierna, resistiendo al ataque del enemigo: Valencia contestó que estaba convencido de que no había campo donde poder maniobrar, no teniendo tiempo, por otra parte, de fortificar diversos puntos en los que desembocaban algunas veredas por donde el enemigo podía atacar, opinando por cambiar de posición al amanecer del 18, replegándose hacia Panzacola si estaba fortificado, o a otro punto donde pudiera maniobrar, si es que no se le enviaba un refuerzo de 2 000 hombres para cubrir las puertas de las veredas.

Santa Anna contestó estas indicaciones, ordenando que, no obstante, permaneciera en su posición, previniéndole al general Valencia de que cuando avanzara el enemigo se retirase a Tacubaya. Pero al día siguiente le envía otra orden mandándole que avance con todas sus fuerzas hasta Coyoacán, adelantando la artillería a Churubusco, en la creencia de que los norteamericanos avanzarían sobre San Antonio.

Sin embargo, Valencia juzgó con cierta perspicacia que era peligroso abandonar el punto que ocupaba y por donde el enemigo podría dirigirse hacia San Ángel y por eso el general mexicano rehusó abandonar aquella posición que el día anterior había declarado insostenible. Santa Anna no insiste ya; halaga su rencor de rivalidad contra el general Valencia, convencido de que será envuelto y hecho pedazos, prometiéndose el envidioso jefe gozar con la derrota de su compañero de armas a quien no había de auxiliar en el más apurado trance, aunque con tal auxilio se lograse infligir seria derrota al ejército invasor y dar un triunfo espléndido y decisivo a la patria, que tanto lo necesitaba.

Así pues, el general Valencia, obstinado en defender a todo trance su posición de Padierna, continuó sus reconocimientos, mandando ejecutar las fortificaciones pasajeras más indispensables y más urgentes.

Para mayor inteligencia de la batalla que iba a desarrollarse en los campos de Padierna, y teniendo en cuenta que el creciente progreso del Distrito Federal ha transformado en gran parte el aspecto y disposición topográfica de aquel paraje, tomamos este croquis literario a una obra de la época, que lo delinca clara y fielmente, refiriéndose a tan terrible tragedia militar:

Por el suroeste del fértil pueblo de San Ángel, distante de México cosa de tres leguas, hay un camino carretero, amplio y cómodo, que conduce a la fábrica de tejidos de la Magdalena y pueblo de Contreras. Al nacer el camino, y a su izquierda, parte la senda que va al pueblecillo de Tizapán, cubierto de árboles, y a sus orillas Mal-País: a la derecha, en varias direcciones, hay veredas que llevan a algunas posesiones de campo, entre las que se halla el molino del Olivar de los carmelitas; y más al Oeste, esto es, frente al rancho de Anzaldo, se ve por entre un pequeño bosque, blanquear la torre del pueblecito de indios llamado San Jerónimo, rodeado de lomeríos y barrancos desiguales y caprichosos que, dejando a trechos hoyos y planos reducidos, van a tocar la falda de los montes del suroeste del camino, que guía, por entre malezas y veredas incómodas, a la carretera de Cuernavaca.

A poco menos de una legua de San Ángel está Anzaldo, edificio cuadrado, no muy alto ni extenso cuya huerta toca la derecha del camino. Ascendiendo éste, se desvía al sureste una pequeña y empinada loma que los naturales llaman Pelón Cuauhtitla, y forma un punto eminente entre el camino, que subiendo, lleva a la Magdalena, y la vereda que abatiéndose al pie de las lomas, hundiéndose en el pedregal, tuerce su giro rumbo al este y conduce a la Peña Pobre, hacienda de las orillas de Tlalpan. Esta nueva senda está practicada en la lava volcánica del pedregal, la que esparcida en trozos desiguales, hace penoso el tránsito. El sur de ella lo limitan varios cerros que se encadenan hasta el camino de Cuernavaca, descollando al principio de ellos el de Zacatepec; y al norte se extiende el pedregal escabrosísímo, que descubre de trecho en trecho, entre ruines arbustos y yerba salvaje, más bien grietas que veredas, por donde más que transitan, trepan y suelen escurrirse los nativos de aquellos lugares. Sobre ese pedregal, después de una hondonada que forman las aguas de la Magdalena, al pie de las lomas de Pelón Cuauhtitla, se levanta el rancho de Padierna, con cuartos humildes, de adobe, y los más de los techos, de tejamanil. A los alrededores de este cuadro hay sembrados, y de distancia en distancia se descubren las haciendas, las fábricas, mansiones de la industria y del trabajo, embellecidas por una vegetación risueña y nuestro cielo espléndido y magnífico.

Sobre aquellos campos el general Valencia extendió su veterano y bravo ejército del norte con la intención estratégico-táctica de atacar el flanco izquierdo del enemigo, si caía éste desprendiéndose de Tlalpan sobre San Antonio, donde deberían encontrarse las tropas de Santa Anna, o de sostener un choque de frente contra las columnas norteamericanas, sobre cuya retaguardia o derecha podía el general en jefe mexicano destruir las filas enemigas, rechazandoal ejército del general Scott.