Resuelto el general Valencia a librar batalla con los norteamericanos,
cortándoles el camino que va de Tlalpan a San Ángel,
tomó posiciones en Padierna, colocando en la loma de Pelón
Cuauhtitla sus baterías, apoyadas por la división del
general Mejía, situada en el mismo rancho de Padierna, colocándose
otra de infantería hacia la izquierda con el cuerpo de San Luis
Potosí; y a la derecha los auxiliares y activos de Celaya, Guanajuato
y Querétaro, formando una brigada al mando del teniente coronel
Cabrera. En segunda línea, se tendieron los batallones 10º,
12º, Fijo de México y Guarda Costa de Tampico. En Anzaldo
se situó la reserva compuesta de los cuerpos de zapadores, mixto
de Santa Anna, y Aguascalientes, parte de la caballería con el
2º, 3º s y 8º de línea, y el activo de Guanajuato.
En la extrema derecha quedaron los regimientos 7º y San Luis.
Según un crítico militar, testigo presencial y actor en
la contienda de Padierna, la posición escogida por Valencia tal
vez hubiese sido buena teniendo los flancos bien apoyados, el frente
despejado y la línea de retirada perpendicular al centro, o al
menos a una de las alas de la batalla que allí se estableciera.
Pero ninguna de estas ventajas tenía. Colocado en un rincón
al suroeste del Valle, sus flancos quedaban descubiertos y el frente
obstruido por los sembrados de maíz y por árboles, arbustos
y rocas de lava en la parte que llaman el Pedregal, todo lo cual podía
ocultar las operaciones del enemigo y favorecer sus ataques, como sucedió
por fin, desgraciadamente.
La espalda quedaba cerrada por elevados montes, y la línea única
de retirada, hacia la izquierda, en la prolongación del frente
de batalla, estaba sobre un terreno accidentado: de suerte que si esta
línea era cortada por el enemigo, como lo procuraría indudablemente,
no había salvación posible, en caso de derrota.
Pero además de los defectos de la posición, se incurrió
en otros, en el modo de ocuparla sigue diciendo el crítico
citado; en vez de extender la línea hasta Anzaldo, apoyando
fuertemente el centro en el bosque de San Jerónimo donde podían
ocultarse parte de las fuerzas, el general Valencia formó en
escuadra su artillería, y colocó las tropas en varias
líneas sobre las lomas de Padierna; de manera que a nuestro adversario
le era muy fácil ver, desde alguna altura, su disposición,
valuar sus elementos y aun contar las tropas.
El emplazamiento de la artillería era por demás defectuoso,
pues en lugar de cruzar sus fuegos sobre el frente de la batalla, para
defenderla, hacía divergentes sus líneas de tiro y dispersaba
sus proyectiles.
Acaso la fuerza de que disponía aquel jefe no era bastante para
ocupar una línea tan extensa como la propuesta; pero, en tal
circunstancia, parecía más conveniente abandonar Padierna,
concretándose a defender las lomas de Anzaldo y el bosque de
San Jerónimo, que presentaban mejores elementos, con varios edificios
que podían prolongar la resistencia, hasta la llegada de refuerzos
que vendrían necesariamente por retaguardia; y en caso de desgracia,
las tropas hallarían modo de retirarse.
Mas al ocupar solamente las lomas rasas de Padierna, quedó libre
el enemigo para cortar nuestra línea de retirada, ocupando el
bosque de San Jerónimo, camino indicado para rodear nuestra posición
y atacarla por retaguardia.
Para comprender perfectamente lo que va escrito, bastará contemplar
un momento el croquis.
Ahora examinaremos los detalles del orden de batalla.
Su línea, como puede verse, era quebrada, aproximándose
al ángulo recto. A la derecha se situaron las dos piezas ligeras,
B, que ganó el ejército en La Angostura, sostenidas por
dos escuadrones.
Seguía la batería B, compuesta de cañones de 12
y de 16, la cual se quiso cubrir con un espaldón que sólo
llegó a ser rodillera, y fue la única obra de fortificación
que se intentó levantar en Padierna.
A la izquierda desplegaba un batallón en batalla, y después
una batería con tres obuses de 68.
Al pie de la loma, en el camino hondo que por allí pasa rumbo
a Contreras, se establecieron dos batallones D, que quedaban cubiertos
por una magueyera sembrada sobre un borde que les podía servir
de parapeto.
El ranchito de Padierna, que está situado a pocas varas al pie
de la loma, no fue ocupado seriamente.
Detrás de las baterías, en segunda línea, formaron
en línea desplegada tres batallones; y otro, a retaguardia del
flanco izquierdo como en reserva.
El resto de la artillería, E.E., se colocó como se
ha dicho, formando martillo, con el frente al norte, mirando hacia
el bosque de San Jerónimo, como si ya se hubiese consentido
en que lo ocupase el enemigo.
A las dos de la tarde, se avistaron sus tropas que en dos columnas
paralelas ascendieron a las altas lomas de Zacatepec, desde donde
nuestro campo era perfectamente dominado y sobre el que empezó
a hacer sus fuegos una batería ligera norteamericana, a la
que respondió con tiros inciertos por lo escabroso del terreno,
la artillería de Pelón Cuauhtitla. Las columnas enemigas
avanzaron a la carga sobre el rancho de Padierna, cuyas avanzadas
rompieron sobre aquéllas un vivísimo fuego de fusilería.
El general Valencia hizo llevar las reservas situadas en Anzaldo al
centro de la línea de batalla, abandonando, torpemente, aquel
punto que pudo haber sido defendido con energía y éxito,
por ser un edificio sólido y rodeado por defensas naturales
del terreno, punto tanto más importante cuanto que cerraba
la izquierda de nuestra línea.
El general Scott, con el intento de envolverla cortando la retirada
y cayendo a retaguardia de nuestras posiciones, hizo adelantar tropas
de infantería por el Pedregal, donde quedaron ocultas, yendo
luego a apoderarse de Anzaldo, para continuar en orden disperso su
movimiento envolvente a nuestra izquierda, hasta ocupar el bosque
de San Jerónimo, en el que parece increíble que no haya
fijado su atención el general Valencia. Los norteamericanos
fueron llegando a él lentamente, haciéndose fuertes
para amagar la retaguardia mexicana.
Entretanto las columnas norteamericanas asaltantes de Padierna, después
de un reñido combate en que cayó herido el general Parrodi,
hicieron retirarse en buen orden a la brigada mexicana que defendía
el rancho, cayendo éste que no había sido fortificado,
ni siquiera ocupado radicalmente, en poder del enemigo, quien lo aspilleró
al instante, rompiendo un fuego terrible tras de sus muros sobre las
lomas donde jugaba nuestra artillería.
En estos momentos, Valencia comprende el peligro que hay de que su
adversario siga ocupando el bosque de San Jerónimo; y manda
al regimiento de Guanajuato a que se apodere de él, desalojando
a los norteamericanos. Efectúase la carga. Pero un solo cuerpo
es impotente contra una posición tan difícil de ser
tomada por pequeña fuerza de caballería, y tras inútil
refriega, el regimiento tiene que volver grupas, diezmado por un fuego
espantoso. Entonces Valencia, tras este fracaso y notando que los
norteamericanos del bosque, orgullosos con su triunfo y aumentándose
su número cada vez más, intentan una salida para dar
un contragolpe, ordena al general Torrejón que cargue con toda
la caballería y tome el bosque a toda costa.
De nuevo envía también repetidos avisos al general Santa
Anna que se encuentra muy cerca con su fuerte división, comunicándole
ataque al enemigo por la retaguardia con lo que el triunfo sería
completo para las armas mexicanas, evitando, por otra parte, el peligro
inminente de una terrible derrota.
La segunda carga de nuestra caballería se realiza con vigoroso
ímpetu, recibiéndola la infantería norteamericana,
tras el bosque, con los nutridos fuegos de sus rifles. En el lindero
se traba un encarnizado combate, cayendo en las primeras filas, al
frente de sus jinetes, el general Frontera, lo mismo que otros valientes
oficiales que pagaron con su vida aquella desesperada tentativa heroica.
Nuestra caballería tuvo que retroceder imposibilitada en absoluto
de obrar en terreno quebrado y obstruido, sobre infantería
que, bien oculta en la espesura de un bosque, pudo aniquilar impunemente
a su adversario.
El obstinado Valencia, con anticipación al ataque de la caballería
sobre San Jerónimo, había destacado una batería
apoyada por dos batallones en el camino de San Ángel, para
batir el citado bosque, intentando impedir la llegada de nuevos refuerzos.
Cuando la batalla se había generalizado, en el preciso instante
crítico en que las baterías de las lomas batían,
sostenidas por cuerpos de infantería, el rancho de Padierna,
preparándose a recobrarlo por un esfuerzo supremo; cuando de
nuevo se rechazaba a las tropas norteamericanas ante los magueyales
del camino y se reformaba a nuestra retaguardia la caballería,
apareció como nuncio de salvación y victoria para el
ejército mexicano la división del general Pérez,
enviada por Santa Anna, desplegando en batalla sobre elevado y extenso
lomerío (H. H.), apoyando su extrema izquierda con una batería
ligera, que envió sobre San Jerónimo algunos proyectiles.
La presencia de aquellas fuerzas, frescas y numerosas, en las lomas
del Toro, por donde apareció el general Santa Anna amenazando
San Jerónimo e intentando unirse a Valencia, dividiendo así
al ejército norteamericano, de un modo fácil y decisivo
para la derrota del enemigo, produjo un júbilo indescriptible
en nuestros jefes, y el mismo general Valencia, que momentos antes
se aprestaba a enviar refuerzos a los puntos sobre los cuales creía
que se acercaban otras columnas enemigas, viendo las tropas de Santa
Anna, hizo resonar dianas alegres de victoria en toda su línea
de batalla, acompañadas con el unánime grito de ¡Viva
México! que en tono de triunfo lanzaron a la hora del crepúsculo
¡siniestro crepúsculo de muerte y derrota!
los regimientos mexicanos.
Era que Valencia creía que el general presidente viéndole
en aquel conflicto que al punto podía resolverse en victoria,
caería sobre el norteamericano, cortándole, como hemos
dicho, sin que pudiese ni siquiera escapar. (Y efectivamente, tan
crítica se hizo la situación del ejército invasor
al aparecer la división intacta y de refresco de Santa Anna,
a su retaguardia, que el general Scott, quien desde el cerro de Zacatepec
observaba todas las peripecias de la batalla, tuvo un ademán
de desesperación, y principió a ordenar su retirada,
comprendiendo la magnitud del peligro en que súbitamente lo
ponía la presencia hostil de la nueva división.)
Iba a consumarse de pronto la derrota del adversario después
de haber estado indeciso y aun adverso para nosotros el giro de la
batalla, y, cuando en el instante del crepúsculo todos los
nuestros esperan el ataque terrible de sus hermanos contra el enemigo
común, vese inmóvil, ¡criminalmente inmóvil,
frío espectador del tremendo drama! al general presidente,
delante de sus tropas, ¡oh, de aquellas tropas que pudieron
ser la salvación y la gloria de la patria!...
Oscurecía ya... El cielo encapotado fúnebremente presagiaba
recia tempestad, iluminando con relámpagos súbitos y
rojos el campo de batalla... hay confianza aún en las tropas
mexicanas en las que la voz de su bravo general Valencia hace vibrar
los viejos heroísmos de su raza... y entonces, a los toques
de ataque y diana, que se confunden en un solo himno de bravura magnífica,
se precipitan los batallones de las lomas, sostenidos por el fuego
de sus baterías, contra el rancho de Padierna, y tras los horrores
de sangrienta pelea, penetran entre los escombros del caserón,
recobrándolo a costa de inauditos esfuerzos, a bayoneta calada.
Al efectuarse este asalto, desaparecieron de las lomas del Toro las
fuerzas de la división de Santa Anna, y habiendo llegado la
noche, las tropas mexicanas quedaron en sus primitivas posiciones
en la firme y consoladora creencia de que al día siguiente
aquella reserva virgen completaría la derrota del enemigo.
Mas no fue así: apenas verificado el último glorioso
episodio de la batalla, la división que tanto pudo hacer por
decidir victoriosamente la jornada para orgullo de nuestras banderas,
se retiró rumbo a San Antonio, después de haber disparado
unos cuantos cañonazos sobre el bosque de San Jerónimo,
como una despedida que en el campo mexicano se tomó como rotunda
y sonora promesa de triunfo.
Durante la noche, tras las fatigas del combate, hubo en las tropas
acampadas la dicha y la satisfacción de haber contenido los
ataques del invasor con la fe magnífica de aniquilarle a la
mañana siguiente; y si en los soldados había tal satisfacción,
en el general Valencia y gran parte de su estado mayor, el regocijo
no tuvo límites. Así fue que el general en jefe redactó
pomposamente un parte al gobierno general, relatando su victoria y
proponiendo empleos, ascensos y condecoraciones a granel a quienes
más se habían distinguido en la jornada.
A las nueve de la noche, hora en que descendía copiosa lluvia
sobre el campamento, llegaron a la barraca que servía de tienda
al general Valencia algunos ayudantes y amigos de Santa Anna (quien
se albergaba en San Ángel) comunicándole de orden de
éste que se retirase a todo trance, aun abandonando su artillería
y trenes.
Valencia tuvo entonces la certeza de su abandono, viose por completo
aislado, cercado por fuerzas enemigas que le aplastarían del
todo, si no se abría paso vigorosa y denodadamente a través
de ellas.
Pero lo peor fue cuando la terrible noticia del abandono de la heroica
división cundió entre sus filas, en la noche lluviosa
y fatídica, llevando a los espíritus de tantos valientes
un hálito envenenado de abatimiento y desconfianza... ¡y
la eterna palabra sombría pasó con soplo de cólera
y vergüenza por sobre todo el ejército diseminado en las
ásperas lomas de Padierna, agobiado por el hambre y la fatiga
de la lucha, transido por la fría lluvia!... ¡oh! sí,
pasó de nuevo como en tantas otras catástrofes la maldita
frase: ¡traición! ¡traición!
Júzguese de la rabia que producirla en el impetuoso Valencia
la noticia de su abandono complicado con la orden de retirarse del
campo. A ésta no obedeció el bravo jefe, y reuniendo
en la madrugada a sus principales subalternos en un rápido
consejo de guerra, resolvieron todos resistir con brío y decoro
los ataques del enemigo por entre cuyas filas deberían abrirse
paso furiosamente, en el instante más oportuno.
Amaneció. Y el adversario que había hecho avanzar sus
fuerzas en gran número por nuestra izquierda, robusteciendo
San Jerónimo, envolviendo completamente todas las posiciones
de Valencia, lanzó tres columnas sobre ellas: una contra el
rancho de Padierna, otra sobre la retaguardia nuestra, y la última
sobre la derecha desbordando el camino de San Ángel.
Los jefes mexicanos que aún alentaban, al amanecer del día
20, ligera esperanza de que por aquel rumbo les llegara algún
auxilio, prepararon vigorosa resistencia, y cuando por fin tuvieron
el atroz convencimiento de su abandono, indignados y rabiosos, atacaron
las líneas norteamericanas cuyas columnas se iban estrechando
en tomo de nuestros batallones. Cuando a retaguardia de ellos tronaron
las descargas enemigas, la confusión fue espantosa; sin embargo,
gracias a la energía de heroicos capitanes, se hizo frente
a la avalancha que iba arrollando todo.,. Y el parque general cayó
en su poder, sin que pudiera impedirlo nuestra caballería,
incapaz de cargar en terrenos escabrosos, falta de dirección
y de unidad, con los jinetes y caballada exhaustos. No se utilizaron
ni algunos cuerpos de infantería por tener inútiles
sus municiones a causa del chubasco de la noche. En vano el general
Valencia trató de formar con lo más veterano de las
tropas una columna; todo fue inútil: ¡el pánico
desmembró los restos de su división y sólo algunas
secciones aisladas, a fuerza de temeridad y astucia, lograron escapar
a la persecución de la caballería norteamericana cuyos
recios sables se enrojecieron hasta la empuñadura en sangre
mexicana!...
¡El derrotado jefe tomó el camino de Toluca, por habérsele
advertido que Santa Anna, furioso por su desobediencia, pensaba fusilarle!
¡Quién sabe cuál de los dos caudillos merezca
más el anatema de la Historia!
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