Siniestras fueron las consecuencias de la derrota de Padierna:
era el aniquilamiento de la veterana división del norte y la
pérdida de las fortificaciones de San Antonio que ya no tenían
objeto, por poderlas envolver el enemigo, con el camino de San Ángel
abierto a éste.
Santa Anna desde la noche previó tales desastres que pudo
haber evitado ordenando desde luego que su división evacuara
San Ángel al amanecer, rumbo a Panzacola, disponiendo que se
abandonase San Antonio, destruyendo sus atrincheramientos para concentrarse
en la segunda línea de defensa. La brigada ligera, a las órdenes
del general Pérez, se retiró por Coyoacán al puente
de Churubusco, para seguir luego a la Candelaria, lo mismo que la brigada
de reserva del general Rangel, quien contramarchó rumbo a la
Ciudadela, entrando por la garita del Niño Perdido. El jefe mexicano
quedó a retaguardia con su estado mayor. Los regimientos de húsares,
ligero de Veracruz y los restos de caballería de la división
del norte, en las primeras horas de la mañana se habían
incorporado a las tropas que salían de San Ángel.
Los norteamericanos emprendieron una furiosa persecución contra
éstas, por el camino de Coyoacán, molestando con sus descargas
la retaguardia y los últimos rezagados que eran muertos o hechos
prisioneros. En este último punto hizo alto el general presidente
para organizar sus diversas tropas, y cuando todas estuvieron reunidas,
prosiguió la retirada hacia Churubusco en cuyo convento estaban
de guarnición los cuerpos de guardia nacional, Independencia
y Bravos, al mando de los generales Rincón y Anaya.
Al mismo tiempo que llegaban de Coyoacán las fuerzas de Santa
Anna al puente de Churubusco con las tropas que se retiraban de San
Ángel, desembocaban también, en confusa retirada, las
que defendían las fortificaciones de San Antonio, perseguidas
por la columna norteamericana del general Worth.
Este jefe tuvo orden del general Scott para que saliera de Tlalpan con
una fuerte división sobre el frente de San Antonio, en tanto
que las divisiones Pillow y Twiggs, desprendidas del campo de Padierna,
se aproximaban por la retaguardia para envolver la posición.
Bien sabía Scott que tomado San Antonio tenía un camino
hacia la capital, corto y practicable para sus trenes.
El general don Nicolás Bravo era jefe del punto donde había,
antes de la llegada de los cuerpos de guardia nacional, Hidalgo y Victoria,
algunas fuerzas veteranas o activas procedentes del sur, unas y otras
en número de más de 2 000 hombres; los cuerpos de guardia
nacional constaban de 1 200 plazas y se trasladaron con los demás
de la brigada Anaya, al mando del general Rincón, del Peñón
a Churubusco, el 18 de agosto, de donde avanzaron a San Antonio el 19.
A las siete y media de la mañana del funesto 20 de agosto, recibió
el general Bravo la orden de retirarse, abandonando la posición
y destruyendo sus fortificaciones. Dos horas después emprendió
dificultosamente la marcha, cubriendo la retirada el mismo jefe con
su estado mayor y las fuerzas del sur. Momentos después apareció
por el Pedregal una de las brigadas de Worth, cuyas avanzadas rompieron
el fuego sobre la columna en marcha, que se fue batiendo con brío
y orden hasta el puente de Churubusco, donde, como hemos dicho, se encontró
con la columna que se retiraba de San Ángel, originándose
entonces una gran confusión.
Santa Anna, que organizaba la defensa del puente, hizo que las tropas
que venían de San Antonio continuaran su marcha hasta las garitas
de la capital, no obstante las instancias que sus jefes hicieron por
quedarse a defender el puente o el convento de Churubusco.
En Xotepingo y las inmediaciones de San Antonio, quedaron algunas tropas
conteniendo el avance de los norteamericanos, y resistieron con denuedo
hasta quedar cortadas por el enemigo en cuyo poder tuvieron que dejar
algunos carros con municiones y piezas de artillería, que iban
obstruyendo la calzada y que fueron muy útiles a la columna de
Worth, pues tras ellos se parapetaron al avanzar sobre el puente de
Churubusco.
El general Santa Anna ordenó verbalmente a los generales Rincón
y Anaya, que defendían el convento, que a toda costa y hasta
el último trance sostuvieran la posición, para cubrir
la retirada de sus tropas y de las de San Antonio, las que, como ya
se indicó, siguieron por la calzada de Tlalpan a México.
Sin embargo, poco después, viendo que la división Worth
se disponía a embestir el puente y sus inmediaciones con las
brigadas de su división, fraccionando varias columnas de ataque,
hizo volver el jefe mexicano a los cuerpos ligeros del general Pérez,
para que violentamente reforzaran el puente de Churubusco en cuya cabeza
había colocado poco antes una batería de cinco cañones,
apoyada por las compañías de San Patricio y el batallón
de Tlapa.
Mientras tanto, otras columnas norteamericanas desprendidas de Coyoacán
avanzaban resueltamente sobre el convento de Churubusco que dominaba
el camino, apenas fortificada la posición con defensas en cuadro
en torno del sólido edificio del convento, construidas aquéllas
con trincheras de tierra floja revestidas de adobes, y defendido todo,
como ya dijimos, apenas por dos cuerpos de guardia nacional: Independencia
y Bravos.
Era que el general Scott, convencido de que la columna de Worth iba
a arrollar San Antonio, prosiguiendo su empuje por el sur de la capital,
observando sus movimientos desde lo alto de la torre de Coyoacán,
lanzaba por el camino de éste hacia Churubusco, la división
de Twiggs para que atacase el convento.
Instantes después, el general en jefe norteamericano, bien informado
por sus hábiles ingenieros de la dirección de nuestras
tropas en retirada, sostenida ésta, brava, pero difícilmente,
por la épica resistencia del puente y convento de Churubusco,
ante cuyas defensas se estrellaba el ímpetu de las diversas columnas
de Worth y Twiggs, las que reforzadas a tiempo podían pasar adelante,
tarde o temprano, mandó que otra división compuesta de
cuerpos voluntarios, al mando del general Shilds, vadease el río
y fuera a cortar la retirada de las tropas mexicanas, apoderándose
de las importantes posiciones La Troj y Portales, un poco a la derecha
y a espalda del convento de Churubusco.
Formada ya una idea general del plan del enemigo para perseguir nuestras
tropas y envolverlas, prosiguiendo por otra parte su avance hacia la
capital, contemplemos un instante el magnífico espectáculo
de la defensa del puente de Churubusco, mientras a retaguardia de este
punto el convento asaltado a su vez, inmortalizaba su digna guarnición
a costa de prodigios heroicos.
El puente de Churubusco tendíase sólidamente, a caballo
sobre el álveo profundo de escarpados ribazos del río
que corta perpendicularmente la calzada. En la cabeza del puente se
construyó una obra en herradura, apoyada en los mismos relieves
del terreno y circundada por un foso con agua, teniendo en sus extremos
baluartes que a última hora se artillaron, debiendo advertirse
que ni dicho puente ni el convento formaban parte de línea de
defensa, siendo puntos aislados que de súbito se improvisaron
en obras defensivas para detener unas horas al enemigo.
La división Worth, parapetándose tras de los carros que
habían abandonado nuestras mismas tropas y destacando a su frente
derecha e izquierda extensas líneas de tiradores, ocultándose
entre las espesas milpas, principió su ataque sobre las trincheras
del puente y los ribazos de la margen opuesta, desde cuyas asperezas
brotó el fuego graneado de los fusiles mexicanos, en tanto que
de la cabeza del puente nuestra gruesa artillería lanzaba tremendas
descargas barriendo la calzada de Tlalpan y sus dos flancos.
Por desgracia, el enemigo había aprovechado sagazmente los carros
abandonados en la calzada, y tras ellos contestaban el tiroteo, sufriendo
menos de lo que hubiera tenido que experimentar si se hubiera acercado
sin tan gratuita ventaja. No obstante, los proyectiles mexicanos de
cañón y fusil, siembran la muerte en las filas norteamericanas.
Ordénase en éstas una carga decidida contra nuestros parapetos,
y una columna avanza por el centro del camino, en tanto que otra a su
derecha va contra las escarpas de la margen del río, intentando
flanquear la posición; pero los cañonazos de ella detienen
un instante el ímpetu del adversario; va a reanudar la acometida,
cuando estallan ante nuestras baterías, con formidable estruendo,
dos carros de municiones que habían quedado abandonados en la
calzada produciendo estragos terribles...
Vuelven a rehacerse los norteamericanos, bajo una nube de tiradores
suyos, que intentan quebrantar la resistencia de los defensores del
puente, y uno de los cuerpos de su derecha, animado por los fuegos nutridos
que envuelven a lo lejos el convento que a su turno resiste desesperadamente,
se echa sobre las trincheras mexicanas, calando la bayoneta...
Para resistir la nueva embestida, el coronel Gayosso anima a los cuerpos
ligeros, gritando vivas a México y mandando tocar diana a las
bandas, en cuyo instante cae atravesado por una bala.
Precisamente cuando más angustiosa era la situación de
los defensores del puente, Santa Anna, a la retaguardia, atento a las
peripecias de este combate y el que aún sostenía el convento
y al que había mandado parque que se le pidió con urgencia,
Santa Anna, decimos, se lanzó entonces a contener la amenazadora
maniobra que el enemigo intentaba, cortando nuestra retirada. Al efecto,
el general mexicano dirigió por sí mismo el 4º ligero
y parte del 11º de línea hacia la hacienda de Portales,
un cuarto de legua a retaguardia, para contener la división de
los voluntarios de Shilds, trabándose un recio combate de fusilería
en las inmediaciones de aquel punto hasta que habiéndose sabido
que los defensores del puente de Churubusco, rechazados por fin a la
bayoneta después del último asalto, se retiraban por la
calzada que sigue a México, tuvieron que abandonar también
Portales, dejando cortadas a todas las tropas, con gran pánico
de ellas, al que se unió el profundo abatimiento que produjo,
poco después, la caída heroica del convento de Churubusco.
Contemplemos ahora el sublime panorama que presenta entre tan lúgubres
acontecimientos el edificio conventual de Churubusco, rechazando aislado
entre apacibles huertas, sementeras, bosques y arroyuelos, defendido
por un puñado de valientes no acostumbrados al fuego de las batallas,
con escaso parque y poca artillería el triple empuje de
un invasor robusto y engreído con triunfos anteriores y emulando
obtener otros iguales a los que simultáneamente verificábanse
en el sur del Valle de México.
El amplio y fuerte edificio del convento, a 400 metros del puente, presentaba
a las columnas invasoras su barda de mampostería aspillerada
en gran parte, rodeándole atrincheramientos ligeros, ante los
que corría un foso, dominando la improvisada fortificación
una chaparra torre.
Desde el instante en que el general Rincón se hizo cargo del
mando del punto el día 18, había activado la conclusión
de las fortificaciones, formando al poniente y al sur, que estaban descubiertos,
atrincheramientos, de frente a los caminos de Coyoacán y Tlalpan,
sin que pudieran terminarse las obras de la derecha ni de la azotea
del convento, circunstancia que en gran parte aceleró su pérdida.
En un principio no había en el fuerte sino un cañón,
pero en la madrugada del día 20 se recibió una pieza de
a cuatro con su correspondiente dotación, llegando después
otros seis cañones de diversos calibres que fueron colocados,
enfilando respectivamente los caminos de Coyoacán y TIalpan.
Los generales Rincón y Anaya, que tenían orden de resistir
en el puesto a toda costa, distribuyeron en defensa los cuerpos Independencia
y Bravos en los puntos por donde se suponía el ataque del enemigo,
hacia el camino de Coyoacán. Previamente se había mandado
hasta esta villa un destacamento de exploración a las órdenes
del teniente coronel Peñúñuri, en observación
de aquel paraje; mas los acontecimientos que completaron la derrota
de Padierna hicieron que aquel cuerpo se replegara al convento de Churubusco,
donde se esperó al norteamericano, después de haber visto
pasar la división en retirada, de Santa Anna, que volvía
de San Angel, y allá, más a lo lejos, la fuerza que abandonaba
San Antonio, perseguidas estas y aquellas tropas, por las columnas enemigas
a las que debían resistir heroicamente el puente y el convento
de Churubusco.
El general Scott había encomendado el ataque del convento a la
división de Twiggs, compuesta de dos brigadas al mando de los
generales Smith y Riler, más una batería de campaña.
La primera brigada formó en columna para tomar el lado izquierdo
o sur del convento, el que estaba también amenazado por los fuegos
de las columnas de Pillow y Worth, que en aquellos instantes atacaban
el puente. Frente al convento se estableció la batería
que rompió sus descargas contra las nuestras, en tanto que la
brigada de Riler amagaba por la derecha. A retaguardia, desde la calzada
misma de Tlalpan, la batería de Duncan que no pudo ser aprovechada
contra el puente, cooperó al ataque, cerrando el círculo
de fuego de rifle y cañón que envolvió al convento
antes de que las columnas de infantería dieran sus definitivos
asaltos.
La columna de Smith, a la izquierda, intentó acercarse después
de nutridas descargas que el fuerte no contestó; mas cuando estuvo
a muy corta distancia, una salva de fusilería, bala rasa de cañón
y metralla detuvo a los asaltantes. Reanimáronse; pero otros
tiradores de reserva hicieron fuego entonces, volviendo a contener la
columna que respondió al fuego con el de sus rifles, en tanto
que la batería norteamericana apoyaba el ataque. Por fin, el
batallón Bravos y las compañías de San Patricio,
que ocupaban los redientes y cortinas del frente y de la izquierda,
pudieron hacer retroceder la columna de Smith, al mismo tiempo que por
la derecha, la brigada Riler emprendía el asalto, esparciendo
su gente con el objeto de poder cargar por las incompletas obras de
la extrema derecha; pero allí también esta columna fue
detenida por el batallón de Independencia, que cubría
las alturas y algunas obras avanzadas. Poco tiempo después de
empezado el ataque general al convento, Santa Anna enviaba de refuerzo
los piquetes de Tlapa, Chilpancingo y Galeana que ocuparon la parte
de la derecha, que carecía de parapetos.
Durante una hora el convento vomitó luego por sus cuatro costados,
conteniendo las sucesivas cargas que el enemigo encarnizado intentó
varias veces; y en torno de aquel centro de heroísmo, fuego y
muerte, fuese estrechando un círculo de hierro, estruendoso y
terrible, en tanto que allá, no muy lejos, a la izquierda y retaguardia,
tronaban los últimos disparos del puente contra las columnas
de Worth y Pillow, detenidas a su vez por la bravura de los cuerpos
ligeros de la brigada Pérez.
Mas cuando allí fue imposible la defensa, y la bandera de las
estrellas ondeó sobre la posición mexicana, lo más
fresco de las victoriosas tropas asaltantes contra el puente, cargaron
sobre la retaguardia del convento, volviendo contra él los mismos
cañones nuestros. Ante este terrible refuerzo que duplicaba las
tropas enemigas, lejos de menguarse la resistencia del reducto, creció
en proporción....... Nuestros valientes que tenían las
manos negras y quemadas por la pólvora, lanzaron ¡vivas!
a la patria, y, olvidando la fatiga, siguieron sembrando la muerte sobre
el enemigo agigantado. Por desgracia, las municiones escaseaban y el
general Rincón, que había mandado infinidad de ayudantes
a Santa Anna pidiendo parque, sólo recibió un carro, que
con la precipitación que fue remitido, no se observó su
calibre, resultando ser mayor del que se necesitaba. ¡Qué
desesperación para aquellos valientes que pedían, con
ansia noble, parque para seguir batiéndose, y que al tenerlo,
resultaba inútil, por una vergonzosa torpeza de quien pudo haber
hecho aquella resistencia de Churubusco mucho más terrible y
tremenda al adversario y aún más gloriosa para la patria!
Sólo los soldados de San Patricio, bravos irlandeses que espontáneamente
defendieron nuestro estandarte, pasando a las filas mexicanas por simpatía
de ideales y religión, pudieron servirse de aquellas municiones,
continuando con mayor brío sus descargas, hasta que las del enemigo,
en apretada lluvia, daban muerte a tan bizarros tiradores.
Los oficiales y jefes corrían a todos los puestos de mayor peligro,
animando a la tropa con sus gritos vibrantes de entusiasmo, dando ejemplo
de abnegación y virilidad en lo más desesperado y recio
del combate. El general Anaya, en un instante de cólera, al ver
que dentro de poco tendrá que agotarse la defensa por falta de
parque, se lanza a caballo sobre la explanada; manda cargar una pieza
a metralla, y apuntando personalmente sobre la cabeza de una columna
que va a desprenderse sobre el parapeto, da fuego. Mas por desgracia,
una de las chispas de la mecha incendia el parque próximo, poniendo
fuera de combate al capitán Oleary y cuatro o cinco artilleros
que servían la pieza, sufriendo el mismo general varias quemaduras.
No por eso se desanimó, y firme y denodado, continuó dando
sus órdenes, lo mismo que el general Rincón, hablando
paternalmente a los defensores, comunicando a todos su mismo temple
de bronce heleno.
Y es que el valor que suele salvar las batallas, que es la gloria de
un ejército, aun en derrota, lo mismo que el miedo y el pánico
que las pierde siempre y es la mengua de una milicia, se comunica de
un modo asombroso a las colectividades por medio del ejemplo.
Así fue como en aquella magnífica jornada, los episodios
de heroísmo se multiplicaron, y puede decirse que fueron comunes
a todos los que se encontraban en aquel recinto, cercado por casi todo
el ejército norteamericano, sin que hubiera un solo defensor,
jefe, oficial, soldado o paisano que no hubiese tenido un rasgo de bizarría
marcial.
Hubo allí ciudadanos que, no habiendo jamás usado un cortaplumas,
ni disparado una escopeta de caza, y existiendo cañones que no
se usaban por falta de artilleros, se aprestaron a cargar y disparar
las piezas como pudieron, con gravísimo peligro de sus vidas.
Otros sirvieron de ayudantes de los jefes, y hubo padres que hacían
fuego en el parapeto al lado de sus hijos...
Tres horas y media, sin un instante de mengua, duró el combate
de fuego, terminando al fin por la falta de parque; y sin embargo, antes
de rendirse, los jefes resolvieron, con entusiasmo, cargar a la bayoneta.
Pero comprendiéndose lo inútil y temerario de semejante
tentativa, ordenaron el abandono de las defensas exteriores, replegándose
las fuerzas al interior del convento, no sin que algunos valientes,
como Peñúñuri, hubieran avanzado con el intento
de seguir el combate al arma blanca: ¡al dar los primeros pasos,
a pecho descubierto, cayó herido de muerte aquel gran mexicano!
Espantoso silencio siguió al estruendo de la lucha, permaneciendo
los nuestros a la expectativa, tristes y sombríos por no poder
seguir batallando. El enemigo comprende entonces que ha llegado el asalto
decisivo y envía sus columnas a la bayoneta sobre los parapetos
en los que nota con alegre sorpresa que no se le recibe a metralla como
en las anteriores cargas. El capitán Smith, uno de los primeros
que, espada en mano, coronan las obras, viendo que no se le hace resistencia,
enarbola por sí mismo la bandera blanca, impidiendo que los suyos
se entreguen a bárbara carnicería en venganza de los estragos
que en sus filas causaran los valientes defensores del convento de Churubusco.
A las tres y media de la tarde había terminado todo en el sombrío
Monasterio, habiendo tenido nuestras fuerzas una pérdida de 139
muertos y 99 heridos, la mayor parte artilleros, quedando en poder del
enemigo tres generales, 104 oficiales y 1 155 soldados prisioneros;
habiendo perdido aquél, entre muertos y heridos, 21 oficiales
y 245 soldados.
Poco después de que cayó Churubusco, la división
de voluntarios Shilds, que se había dirigido sobre Portales,
tomaba este punto, después de un desesperado combate, retirándose
sus escasos defensores rumbo a la garita de San Antonio Abad, donde,
horas antes, habían llegado parte de las tropas de Santa Anna
y los restos que defendían el puente. Las tropas norteamericanas
perseguidoras continuaron su avance victorioso por la calzada, hasta
aproximarse a la garita, donde las contuvo el fuego de nuestros infantes,
retrocediendo la columna a incorporarse con el grueso del ejército
norteamericano.
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