Una mañana gris de noviembre, el señor Tompkins
dormitaba en su cama cuando cayó en la cuenta de que no estaba
solo en la habitación. Mirando con mayor cuidado descubrió
que el profesor, su viejo amigo, estaba sentado en el sillón,
embebido en el estudio de un mapa desplegado sobre sus rodillas.
¿Viene usted? preguntó el profesor, alzando
la cabeza.
¿A dónde? el señor Tompkins estaba
perplejo al encontrar al profesor en su habitación.
A ver los elefantes y los demás animales de la selva cuántica.
Está bien claro. El propietario del billar que visitamos me reveló
hace poco el secreto de la procedencia del marfil usado para hacer sus
bolas de billar. ¿Ve usted esta región que he marcado
con lápiz rojo en el mapa? Parece ser que en ella todos los objetos
se hallan sometidos a leyes cuánticas con una constante sumamente
elevada. Los indígenas creen que la región está
habitada por demonios, así que me temo que nos va a resultar
casi imposible conseguir un guía. Pero si va usted a acompañarme,
le aconsejo que se levante cuanto antes. El barco sale dentro de una
hora, y tenemos que recoger a Sir Richard.
¿Quién es Sir Richard? preguntó el
señor Tompkins.
¿Es que nunca ha oído hablar de él? el
profesor parecía sorprendido. Es un famoso cazador de tigres,
y se decidió a venir con nosotros en cuanto le prometí
una cacería interesante.
Llegaron al muelle a tiempo de ver cómo subían al barco
una porción de cajas alargadas que contenían los rifles
de Sir Richard y las balas especiales, hechas de plomo extraído
por el profesor de unas minas próximas a la selva cuántica.
Estaba el señor Tompkins ordenando el equipaje en el camarote
cuando la monótona vibración del barco indicó que
había zarpado. La jornada por mar no tuvo nada de notable, y
el señor Tompkins no sintió pasar el tiempo hasta que
llegaron a una fascinante ciudad oriental, el paraje poblado más
próximo a las misteriosas regiones cuánticas.
Ahora indicó el profesor debemos comprar un
elefante para nuestro viaje tierra adentro. Como me parece que ningún
nativo querrá acompañarnos, tendremos que conducir nosotros
mismos el elefante, y de eso, querido señor Tompkins, tendrá
que encargarse usted. Yo estaré demasiado ocupado con mis observaciones
científicas y Sir Richard manejará las armas de fuego.
El señor Tompkins se sintió desdichado al llegar al mercado
de elefantes, en las afueras de la ciudad, y ver los enormes animales,
a uno de los cuales debería conducir. Sir Richard, que entendía
mucho de elefantes, escogió un animal de espléndido aspecto
y preguntó el precio al propietario.
Hrup hanweck ,o hobot hum. Hagori ho, haraham
oh Hohohohi dijo el nativo, mostrando sus dientes relucientes.
Quiere muchísimo dinero tradujo Sir Richard,
pero dice que es un elefante de la selva cuántica: por eso resulta
ser tan caro. ¿Lo compramos?
Desde luego explicó el profesor. Oí
en el barco que los nativos capturan a veces elefantes provenientes
de las regiones cuánticas. Son mucho mejores que los demás
y, en nuestro caso, representará una indiscutible ventaja, pues
el animal se sentirá a sus anchas en la selva cuántica.
El señor Tompkins examinó al elefante por los cuatro costados;
era un hermoso animal corpulento, pero no se comportaba diferente de
los elefantes que había visto en el zoológico. Se dirigió
al profesor:
Dice usted que es un elefante cuántico, pero no me parece
distinto de los demás elefantes, ni actúa de manera divertida,
como aquellas bolas de billar hechas con los colmillos de sus parientes.
¿Por qué, pues, no se dispersa en todas direcciones?
Manifiesta usted una comprensión peculiarmente lerda dijo
el profesor. No lo hace por la razón de que su masa es
considerable. Hace tiempo le expliqué a usted que toda incertidumbre
en la posición o en la velocidad depende de la masa: cuanto mayor
es ésta, tanto menor resulta la incertidumbre. De ahí
que las leyes cuánticas no se hayan observado, en el mundo ordinario,
ni siquiera en cuerpos tan diminutos como las partículas de polvo.
Se tornan importantísimas en los electrones, que son billones
de veces más ligeros que un grano de polvo. Pues bien, aunque
en la selva cuántica la constante cuántica es considerable,
no basta, con todo, para hacer que se manifiesten efectos notables en
un animal tan pesado como este elefante. La única manera de apreciar
la incertidumbre en la posición del elefante cuántico
es examinar de cerca sus contornos. Tal vez haya usted notado que la
superficie de la piel no es del todo definida, sino que aparece algo
confusa. Con el tiempo, esta incertidumbre va en lento aumento, lo cual
me parece el. origen de una leyenda de los nativos, según la
cual los elefantes muy viejos de la selva cuántica tienen pelo
largo. Espero, sin embargo, que todos los animales de menor tamaño
exhibirán efectos cuánticos notables.
Que suerte pensó el señor Tompkins que
no vamos a hacer la expedición a caballo, pues no habría
sabido si el animal estaba entre mis rodillas o andaba detrás
de cualquier cerro.
En cuanto el profesor y Sir Richard con sus fusiles hubieron trepado
a la cesta qué llevaba el elefante sobre el lomo, y el señor
Tompkins, en su nuevo papel de conductor, se hubo instalado en el cuello,
aguijón en mano, partieron hacia la selva misteriosa.
Los lugareños les informaron de que tardarían alrededor
de una hora en llegar, así que el señor Tompkins, esforzándose
por guardar el equilibrio, decidió aprovechar el tiempo aprendiendo
del profesor más detalles sobre los fenómenos cuánticos.
¿Tendría usted la amabilidad de explicarme preguntó,
volviéndose hacía él por qué
los cuerpos de masa pequeña se comportan en forma tan especial
y cuál es, a fin de cuentas, el significado de esa constante
cuántica a la que invoca usted a cada paso?
No es muy difícil de entender dijo el profesor.
El comportamiento divertido que observa en todos los objetos del mundo
cuántico se debe, sencillamente, a que usted los está
mirando.
¿Tan vergonzosos son? preguntó sonriendo el
señor Tompkins.
"Vergonzosos" no es la palabra justa fue la fría
respuesta. Lo que pasa es que, para efectuar cualquier observación
de un movimiento, es inevitable perturbarlo. En realidad, para percibir
algunas características de un cuerpo en movimiento es necesario
que éste ejerza cierta acción sobre los sentidos o sobre
el aparato empleado. En virtud de la igualdad de la acción y
la reacción, debemos concluir que el instrumento de medición
también ha actuado necesariamente sobre el cuerpo, que ha estropeado
su movimiento, por así decirlo, introduciendo una incertidumbre
tanto en su posici6n como en su velocidad.
Estoy de acuerdo dijo el señor Tompkins en
que si hubiera tocado la bola de billar cuántica con el dedo,
habría perturbado su movimiento. Pero no pasé de mirarla.
¿También eso la trastorna?
Por supuesto. Es imposible ver la bola en la oscuridad, pero si
se enciende la luz, los rayos reflejados por la bola (que son los que
la hacen visible) actúan sobre ella y "estropean" su
movimiento. "Presión de la luz" llamamos a este efecto.
Pero supongamos que utilizó aparatos sumamente delicados
y sensibles. ¿No puedo lograr así que la acción
de mis instrumentos sobre el cuerpo móvil se reduzca hasta lo
insignificante?
Tal era la opinión de la física clásica antes
del descubrimiento del cuanto de acción. A principios
del presente siglo hubo que reconocer que la acción de
cualquier objeto no puede ser inferior a cierto límite, representado
por la constante cuántica, la cual es designada por el símbolo
h. En el mundo ordinario, el cuanto de acción es diminuto;
en las unidades acostumbradas se expresa por un número con 27
ceros tras el punto decimal, de modo que sólo es importante en
partículas ligerísimas, como los electrones, que, gracias
a su minúscula, masa, son afectados por acciones muy pequeñas.
Pero vamos rumbo a la selva cuántica, donde el cuanto de acción
es enorme. Es un mundo tosco, donde son imposibles las acciones débiles.
Allí, si alguien intentara acariciar a un gatito, no sentiría
nada o lo desnucaría al primer cuanto de caricia.
Todo eso esta muy bien dijo el señor Tompkins, pensativo,
pero cuando nadie los esté mirando me imagino que los cuerpos
se comportarán normalmente, quiero decir: en la forma a que nos
tienen acostumbrados.
Cuando nadie mira dijo el profesor, nadie puede saber
lo que está pasando, de modo que su pregunta carece de sentido
físico.
¡Vaya, vaya! exclamó el señor Tompkins.
Francamente eso me suena a filosofía.
Llámelo así, si gusta el profesor evidentemente
se había ofendido. En realidad es el principio fundamental
de la física moderna: nunca hablar de aquello que no se puede
conocer. La totalidad de la teoría física moderna
se funda en este principio, que el filósofo suele pasar por alto.
Por ejemplo, Kant, el famoso filósofo alemán, dedicó
muchísimo tiempo a considerar las propiedades de los cuerpos,
pero no tal como se nos aparecen, sino como son "en sí".
Para el físico moderno sólo tienen sentido los "observables"
(propiedades observables, sobre todo), y la ciencia se basa en sus relaciones
mutuas. Las cosas imposibles de observar no sirven más que a
la especulación ociosa: puede usted inventarlas a placer, pero
jamás logrará confirmar su existencia o aplicarlas a cualquier
fin. Debo añadir que...
En aquel preciso instante resonó un rugido pavoroso y el elefante
dio tal respingo que el señor Tompkins estuvo a punto de caer
al suelo. Una nutrida banda de tigres acosaba al elefante por todas
partes. Sir Richard se echó el fusil a la cara y tiró
del gatillo, apuntando precisamente entre los ojos del tigre más
cercano. Inmediatamente el señor Tompkins le oyó murmurar
cierta palabrota que suelen usar los cazadores: había atravesado
la cabeza del tigre sin hacerle el menor daño.
¡Siga disparando! gritó el profesor.
¡Reparta el fuego alrededor, sin cuidarse de hacer blancos precisos!
No es más que un tigre, pero está disperso en torno a
nuestro elefante. ¡Nuestra única esperanza es alzar el
hamiltoniano!
El profesor cogió otro rifle y el estruendo de las descargas
se mezcló con los rugidos del tigre cuántico. Al señor
Tompkins le pareció que pasaba una eternidad. Finalmente, una
de las balas "acertó" y, para gran sorpresa del señor
Tompkins, el tigre (pues en uno se convirtió) salió por
el aire con tal ímpetu que, tras describir un arco, fue a caer
detrás de un palmar distante.
¿Quién es el hamiltoniano? preguntó
el señor Tompkins cuando volvió la calma. ¿Algún
famoso cazador que trató usted de sacar de la tumba para que
viniera en nuestra ayuda?
!Oh, lo siento de veras! explicó el profesor.
Excitado por el combate empecé a utilizar el lenguaje científico,
que usted no entiende. Hamiltoniana se llama a una expresión
matemática que describe la interacción cuántica
entre dos cuerpos. Toma el nombre de un matemático irlandés
Hamilton, quien fue el primero en aplicarla. Sólo quise decir
que disparando más balas cuánticas aumentaríamos
la probabilidad de interacción entre la bala y el cuerpo del
tigre. En el mundo cuántico, como acaba usted de ver, por cuidado
que se ponga al apuntar, es imposible contar con dar en el blanco. Como
la bala se dispersa, lo más que llega a alcanzarse es cierta
probabilidad finita de acertar, jamás la certidumbre. Hemos gastado
aproximadamente 30 balas para lograr un verdadero blanco sobre el tigre.
Lo mismo sucede en nuestro mundo de todos los días, pero en escala
mucho menor. Lo que pasa es que, como ya le he explicado, en el mundo
ordinario hay que investigar partículas diminutas, como los electrones,
para advertir estos efectos. Tal vez sepa usted que todo átomo
consta de un núcleo relativamente pesado, en torno al cual gira
determinado número de electrones. En un principio se creyó
que el movimiento de estos electrones en torno al núcleo era
del todo análogo al de los planetas alrededor del Sol hasta que
un análisis más profundo demostró que las nociones
ordinarias acerca del movimiento son demasiado groseras para los sistemas
de dimensiones atómicas. Las acciones que intervienen en los
átomos son del mismo orden de magnitud que el cuanto elemental
de acción; de ahí que el cuadro .se haga muy confuso.
El movimiento de un electrón alrededor de un núcleo atómico
es, en buena parte, análogo al del tigre por los alrededores
de nuestro elefante: parecía estar en todas partes a la vez.
¿Y alguien se dedica a disparar a los electrones, como
nosotros al tigre?
¡Naturalmente! El núcleo mismo emite en ocasiones
cuantos de luz de elevada energía, unidades elementales de acción
luminosa. Y también es posible disparar a los electrones desde
el exterior, iluminando el átomo con un rayo de luz. Sucede lo
mismo que con el tigre: muchos cuantos de luz atraviesan la zona ocupada
por el electrón sin afectarlo en lo más mínimo,
hasta que uno acaba por actuar sobre él, expulsándolo
del átomo. Es imposible perturbar levemente un sistema cuántico;
o no sucede nada o el cambio es decisivo.
Igual que el gatito que no puede ser acariciado en el mundo cuántico
sin perecer concluyó el señor Tompkins.
¡Miren, gacelas! ¡Son muchas! exclamó
Sir Richard alzando el fusil. Efectivamente, una manada de gacelas surgía
entre los bambúes.
Gacelas amaestradas dijo el señor Tompkins para sí.
Van tan bien formadas como los soldados en un desfile. Me imagino que
no se tratará de otro efecto cuántico.
El grupo de gacelas se acercaba velozmente al elefante y Sir Richard
estaba ya dispuesto a disparar cuando el profesor se lo impidió.
No desperdicie sus cartuchos recomendó es muy
poco probable hacer blanco en un animal cuando se está difractando.
¿Qué es eso de un animal? exclamó
Sir Richard. Por lo menos hay unas cuantas docenas.
¡En modo alguno! Es una sola gacelita, seguramente asustada,
que corre entre los bambúes. Ahora bien, la "dispersión"
de los cuerpos conduce a propiedades análogas a las de la luz
ordinaria, por lo cual al atravesar una serie ordenada de aberturas,
como las que separan a las cañas de bambú se produce el
fenómeno de la difracción, que quizá le hayan explicado
en la escuela. Por eso hablamos del carácter ondulatorio de la
materia.
Ni Sir Richard ni el señor Tompkins alcanzaban a explicarse el
significado de la misteriosa palabra "difracción",
y la conversación se interrumpió.
En su recorrido por las tierras cuánticas, los tres viajeros
tropezaron con innumerables fenómenos interesantes, como los
mosquitos cuánticos, dificilísimos de localizar, en virtud
de su reducida masa, y también algunos monos cuánticos
muy graciosos. Al fin vislumbraron lo que, según todas las apariencias,
era una aldea indígena.
No tenía noticia de que estas regiones estuviesen habitadas
dijo el profesor. El ruido me hace sospechar que celebran
una especie de festival. Escuchen el campanilleo.
Era casi imposible discernir por separado las siluetas de los nativos
que bailaban una danza salvaje alrededor de una enorme hoguera. A cada
instante se alzaban sobre la turba manos morenas que sacudían
campanas de todas dimensiones. Conforme se acercaban, todo, incluso
las chozas y los árboles frondosos, se empezó a confundir
y el tintineo de las campanillas llegó a hacerse insoportable
para los oídos del señor Tompkins. Tendió la mano,
agarró algo y lo tiró. El despertador dio en el vaso de
agua que tenia en la mesa de noche, y un chorro de agua fría
acabó de despertar al señor Tompkins. Se puso en pie de
un salto y empezó a vestirse a toda prisa. Media hora después
debería estar en el banco.
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Debido indudablemente a la tercera conferencia.
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