Alí Chumacero pertenece a la generación
en los círculos literarios de México se conoce por Tierra
Nueva. Los terranovistas se han caracterizado por su juventud y por la
decidida vocación literaria de que han venido investidos. En su
revista literaria Tierra Nueva (más de catorce bellos números)
dejaron huella de su claro talento y de la seriedad que debe caracterizar
a toda generación literaria en todo cuanto concierne al cultivo
decoroso de las bellas letras. De este grupo quedan cuatro nombres: dos
poetas, un crítico y un filósofo. Los poetas son Alí
Chumacero y Jorge González Durán; el crítico, José
Luis Martínez; el filósofo, Leopoldo Zea. Más que
nombres constituyen cuatro realidades dentro del intenso engranaje literario
del gran país mexicano. La obra de cada uno de ellos ya ha adquirido
jerarquía dentro de los valores espirituales de la cultura novomundana.
Chumacero es dentro de la poesía donde
nos ha mostrado las más ricas esencias de una depurada sensibilidad
y de un fino talento lírico. Aun cuando también cultiva
la crítica literaria, es en la poesía donde nosotros le
sentimos en plenitud. La vida intensa y errabunda de Alí le distingue
y le reviste de cierta aureola alucinante. Nada le reconcentra ni le atrae
tanto como la poesía. Es ella, únicamente, la que consigue
rescatarle y acrecentarle de su eterna nostalgia. Pocos rostros he visto
en México que me hayan mostrado tantas reconditeces como éste.
Lleno de paradojas, vive en medio de un círculo de amigos de toda
índole: literatos unos, totalmente aliteratos otros... Pero es
de este medio antitético de donde Chumacero, con lentitud apasionada
y constante, va extrayendo el material poético con que enriquece
su lirismo, "la dura soledad de sus sentidos".
Si en su vida mundana, privada, el poeta podría
parecernos indisciplinado, en cuanto llega al terreno órfico del
poema, se arma de certeras flechas, las cuales dan en el blanco nos entrega
poemas de gran maduración, de un acabado sentido de la forma, de
temperatura mantenida y sostenida a todo trance. Es el suyo un espíritu
exigente en cuanto a la armonización y ordenación perfecta
del poema: armonización y ordenación que en nada descuidan
lo oculto, lo no fácil, lo puro y mágico que todo poema
lleva en su vientre. Porque eso es en último término su
poesía: hechizo, magia hecha palabra, mensaje dolido, esperanzado
y humanísimo.
Alí Chumacero se da a la poesía
con la naturalidad de la flor entregada al aire de su orilla: todo él
se sumerge en la realidad para que ella también lleve su oscuro
hálito, su nombre y eco más altivo y herido. Alí,
aventurero del mundo, de la poesía, vive en la aventura poética
su más alto goce, su deslumbrador deleite: ella condiciona todo
su mundo, toda su entrega angustiada y palpitante. Alí, poeta,
mira al mundo y viéndolo lo recrea en su más remota entraña.
Las cosas más triviales y a menudo desvalorizadas de la
realidad hallan en él a un contemplador absorto, a un amante tenaz,
directo y hechizado. El poeta es el hijo pródigo de la realidad:
la abandona, para luego retornar a ella más rendido y enternecido.
Y lo maravilloso es que este drama él lo vive, por medio de su
gracia poética, día a día, noche a noche. Para el
auténtico poeta, cada amanecida (ya se ha dicho) es la primera
amanecida del mundo, de la creación; cada noche, su misterio, su
vuelta al origen, su retorno. México tiene en Alí Chumacero
a un poeta admirable. Y no todos lo saben: no todos (ni aun muchos de
sus amigos) han sabido mirar en su aspecto real a este ángel caído,
baudelaireano y terrible. Alí Chumacero no pertenece a esa moderna
casta de los esnobs literarios: poetas mientras están en escena,
para luego, en casa, volverse y mostrarse individuos totalmente ausentes
a lo que la poesía es y significa. Alí es poeta en escena
y fuera de ella: en la vida real.
En Chumacero, en su poesía, lo angélico
y lo diabólico parecen reconciliarse: tan pronto su visión
es adánica, pura, de creación, como luego su voz y su eco
más íntimo parecen mostramos un mundo en agonía,
en desintegración, donde los términos "muerte",
"destrucción", "derrumbe" y muchos otros que
expresan angustia y aniquilamiento le son absolutamente familiares. No
sabemos de otro poeta mexicano que mantenga su poesía (el espíritu)
rescatada en medio de tales contradictorias corrientes. No parece sino
ser un nuevo y aherrojado Adán vuelto a la vida, quien al lado
de la primavera y del amor, tiene que situar, indefectiblemente, a las
otras fuerzas ciegas y terribles, milenarias, las que condicionan la vida
del hombre moderno.
Acaso sin proponérselo (guiado por el
puro subconsciente), el poeta mexicano realiza en este poemario mucho
del sueño ambicioso y alucinante de Blake: el matrimonio del cielo
y del infierno. La vida pura y magnífica de la poesía que
tiene que vivir y alimentarse de experiencias cada vez más profundas,
dolorosas y humanas, cercada por el sino adverso que sitúa al poeta
en un mundo que desprecia y desdeña, ignorándolas, las labores
más leales, desinteresadas y altas de la inteligencia. El poeta,
atormentado y hostilizado por una sociedad imbécil, se ve en el
trance de rehuir la realidad despreciable de esas gentes; se ve obligado
a sumergirse ansiosamente en el propio mar de su soledad interior, y allí,
en ese páramo de sueños, explorarse el alma y los
sentidos doloridos. De todo esto nos dará testimonio en esos sentidísimos
poemas intitulados "Amor entre ruinas", donde se complace en
reconciliar esas dos tendencias que siempre han angustiado el rebelde
sueño del hombre: la del ángel y la del demonio. Poesía
a ratos luzbélica y a ratos adánica, llena siempre de sed
inextinguible de eternidad.
En Alí Chumacero la poesía se resuelve
siempre en un retomo: en "retornar al hombre desgarrado". Poesía
del desgarre podrían titularse estos cantos. En todos ellos hay
cierta suma de angustia, de dolor sin salida, de muerte. ¿Será
un signo de los tiempos el que hoy los poetas modernos sientan y expresen
ansiosamente una mayor predilección, una especie de embriaguez,
por el tema de la muerte? Las palabras encendidas y tiernas de muchos
de estos poemas se ejercitan en la destrucción, se hacen conmovida
canción al árbol de la muerte:
Si acaso el ángel me mirara,
abierta ya la niebla de mi carne,
sin nubes, sin estrellas,
sin tiempo en que mecer la luz de mi agonía,
encontraría tan sólo a ti, oh muerte,
llevándome a tu lado, fiel;
te encontraría tan sola a ti sin mí,
ya sin cuerpo ni voz,
sin angustia ni sueños,
te hallara entonces pura, oh muerte mía.
Alí Chumacero es de los poetas más
responsables con que cuenta hoy México. Éste su primer
libro lo destacó en los primeros lugares (Paz, Huerta, Beltrán)
de la modernísima poesía de su país. Quien conozca
Páramo de sueños tendrá oportunidad de recrearse
en un ambiente de poesía real, consciente, indudable.
RAÚL LEIVA
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