Configuración exterior de la América del Norte

La América del Norte dividida en dos vastas regiones, una que desciende hacia el polo, otra hacia el ecuador — Valle del Misisipí — Huellas que en él se encuentran de las revoluciones del globo — Orillas del océano Atlántico, en que se fundaron las colonias inglesas — Diferente aspecto que presentaban la América del Sur y la América del Norte en la época del descubrimiento — Selvas de la América del Norte — Praderas — Tribus errantes de indígenas. Su exterior, sus costumbres sus lenguas — Huellas de un pueblo desconocido.

LA AMÉRICA DEL NORTE presenta, en su configuración exterior, rasgos generales que es fácil discernir al primer golpe de vista.

Una especie de ordenación metódica presidió allí la separación de las tierras y de las aguas, de las montañas y de los valles. Un arreglo tácito y majestuoso se nos revela entre la confusión de los objetos que nos van a servir de estudio y la extremada variedad de cuadros.

Dos vastas regiones la dividen de una manera casi igual.

Una tiene por límite, al Septentrión, el polo ártico; al este y al oeste, los dos grandes océanos. Se adelanta en seguida hacia el sur, y forma un triángulo cuyos lados irregularmente trazados se encuentran más abajo de los grandes lagos del Canadá.

La segunda comienza donde acaba la primera, y se extiende por todo el resto del continente.

Una está ligeramente inclinada hacia el polo, la otra hacia el ecuador.

Las tierras comprendidas en la primera región descienden al norte por una pendiente tan insensible que se podría casi decir que forman una planicie. En el interior de este inmenso terraplén, no se encuentran ni altas montañas ni profundos valles.

Las aguas serpentean allí como al azar; los ríos se entremezclan, se juntan, se separan, se vuelven a reunir, se pierden en mil pantanos, se extravían a cada instante en medio del laberinto húmedo que formaron, y no ganan, en fin, los mares polares sino después de innumerables circuitos. Los grandes lagos que lamen esta primera región no están encauzados, como la mayor parte de los del antiguo mundo, entre colinas y rocas; sus riberas son planas y no se elevan más que unos pies sobre el nivel del agua. Cada uno de ellos forma como una enorme vasija llena hasta los bordes y los más ligeros cambios en la estructura del globo precipitarían sus ondas hacia el lado del polo o hacia el mar de los trópicos.

La segunda región es más accidentada y mejor preparada para llegar a ser morada permanente del hombre. Dos largas cadenas de montañas la dividen en toda su longitud: una, bajo el nombre de Alleghanys, sigue la orilla del océano Atlántico; la otra corre paralelamente al mar del Sur.

El espacio encerrado entre las dos cadenas de montañas comprende 228843 leguas cuadradas. Su superficie es, pues, aproximadamente seis veces mayor que la de Francia.

Este vasto territorio no forma, sin embargo, más que un solo valle que, descendiendo de la cima redondeada de los Alleghanys, vuelve a subir, sin hallar obstáculos, hasta las cumbres de las montañas Rocallosas.

En el fondo del valle, corre un río inmenso. Hacia él acuden por todas partes las aguas que bajan de las montañas.

Antaño, los franceses lo llamaron el río San Luis, en recuerdo de la patria ausente; y los indios, en su lenguaje, lo denominaron el Padre de las Aguas o Misisipí.

El Misisipí tiene su origen en los límites de las dos grandes regiones de que hablé antes, en la parte más alta de la planicie que las separa.

Cerca de él nace otro río que va a depositar sus aguas en los mares polares. El propio Misisipí parece durante algún tiempo seguro del camino que debe tomar: varias veces vuelve sobre sus pasos y; después de disminuir su marcha en el seno de los lagos y de los pantanos, se decide por fin y traza lentamente su cauce hacia el sur.

Unas veces tranquilo en el fondo del lecho arcilloso que le ha excavado la naturaleza, otras inflado por las tormentas, el Misisipí riega más de 1000 leguas en su curso.

Seiscientas leguas atrás de su desembocadura, el río tiene ya una profundidad media de 15 pies, y barcos de 300 toneladas lo remontan durante un trayecto de cerca de 200 leguas.

Cincuenta y siete grandes arroyos navegables van a tributarle sus aguas. Se cuenta, entre ellos, un río de 1300 leguas de curso, otro de 900, uno de 600, otro más de 500 y cuatro de 200, sin hablar de innumerables riachuelos que acuden de todas partes a perderse en su seno.

El valle que el Misisipí riega parece haber sido creado para él solo; prodiga a voluntad el bien y el mal, y es como su dios. En los alrededores del río, la naturaleza desarrolla una inagotable fecundidad; a medida que se aleja de sus orillas, las fuerzas vegetales se agostan, los terrenos se debilitan, todo languidece y muere. En ninguna parte las grandes convulsiones del mundo han dejado huellas más evidentes que en el valle del Misisipí. El aspecto entero de la región atestigua el trabajo de las aguas. Su esterilidad como su abundancia es su obra. Las olas del océano acumularon en el fondo del valle enormes capas de tierra que han tenido tiempo de nivelarlo. Se encuentran en la orilla derecha del río llanuras inmensas, lisas como la superficie de un campo sobre el que el labrador hubiera hecho pasar su rodillo.

A medida que se aproxima uno a las montañas, el terreno, al contrario, se vuelve cada vez más desigual y estéril; el suelo está, por decirlo así, agujereado en mil parajes, y rocas primitivas aparecen aquí y allá, como los huesos de un esqueleto después de que el tiempo consumió los músculos y la carne. Una arena granítica y piedras irregularmente talladas cubren la superficie de la tierra; algunas plantas impulsan con gran esfuerzo a sus retoños a través de esos obstáculos; se diría un campo fértil cubierto por los restos de un vasto edificio. Al analizar esas piedras y esa arena, es fácil observar una analogía perfecta entre sus elementos y las que componen las cimas áridas y resquebrajadas de las montañas Rocosas. Después de haber precipitado la tierra hasta el fondo del valle, las aguas acabaron sin duda arrastrando consigo una parte de las rocas mismas. Las arrastraron sobre las pendientes más cercanas y, después de haberlas triturado unas contra otras, sembraron la base de las montañas con los despojos arrancados a sus cimas.

El valle del Misisipí es, probablemente, lo mejor que Dios ha creado para la vida y el descanso del hombre y, sin embargo, se puede decir que no forma todavía más que un vasto desierto.

Sobre la vertiente oriental de los Alleghanys, entre el pie de sus montañas y el océano Atlántico, se extiende un largo conjunto de rocas y de arena que el mar parece haber olvidado al retirarse. Ese territorio no tiene más que 48 leguas de anchura media, pero cuenta 300 leguas de largo. El suelo, en esta parte del territorio norteamericano, no se presta más que con esfuerzo a los trabajos del cultivador. La vegetación es aquí pobre y uniforme.

Sobre esta costa inhospitalaria fue donde se concentraron al principio los esfuerzos de la industria humana. En esa lengua de tierra árida nacieron y crecieron las colonias inglesas, que debían llegar a convertirse un día en los Estados Unidos de América. Es en ella todavía donde se sitúa aún hoy el mejor antecedente de su poder, en tanto que en éstos se unen casi en secreto los verdaderos elementos del gran pueblo al que pertenece sin duda el porvenir del continente.

Cuando los europeos abordaron las orillas de las Antillas, y más tarde las costas de la América del Sur, se creyeron transportados a las regiones fabulosas que habían celebrado los poetas. El mar resplandecía con las luces del trópico; la transparencia extraordinaria de sus aguas descubría por primera vez a los ojos del navegante la profundidad de los abismos. Aquí y allá se mostraban islas perfumadas que parecían flotar como canastillas de flores sobre la superficie tranquila del océano. Todo lo que, en esos lugares encantados, se ofrecía a la vista, parecía preparado para las necesidades del hombre, o calculado para sus placeres. La mayor parte de los árboles estaban cargados de frutos nutritivos, y los menos útiles al hombre deleitaban su mirada por el brillo y la variedad de sus colores. En una selva de limoneros olorosos, de higueras silvestres, de mirtos de hojas redondas, de acacias y de laureles, entrelazados por lianas floridas, una multitud de pájaros desconocidos por Europa dejaban resplandecer sus alas púrpura y azul, y mezclaban el concierto de sus voces a las armonías de una naturaleza llena de movimiento y de vida.

La muerte estaba oculta bajo manto tan brillante; pero no se le hacía caso todavía, entonces, y reinaba por lo demás en el aire de esos climas no sé qué influencia enervante que ataba al hombre al momento que vivía y lo tornaba inconsciente del porvenir.

La América del Norte apareció bajo otro aspecto. Todo en ella era grave, serio y solemne. Se hubiera dicho que había sido creada para llegar a ser los dominios de la inteligencia, como la otra la morada para los sentidos.

Un océano turbulento y brumoso envolvía sus orillas. Rocas graníticas le servían de protección. Los bosques que cubrían sus orillas mostraban un follaje sombrío y melancólico; no se veía crecer en ellos sino el pino, el alerce, la encina verde, el olivo silvestre y el laurel.

Después de penetrar a través de ese primer recinto, se encaminaba uno bajo las sombras de la floresta central. Allí se encontraban confundidos los más grandes árboles que crecen en los dos hemisferios: el plátano, el catalpa, el arce de azúcar y el álamo de Virginia enlazaban sus ramas con las del roble, del haya y del tilo.

Como en las selvas sometidas al dominio del hombre, la muerte hería aquí sin dar cuartel; pero nadie se encargaba de levantar los restos. Se acumulaban, pues, unos sobre otros: El tiempo no era bastante para reducirlos rápidamente a polvo y preparar nuevos lugares. Pero entre estos mismos restos, el trabajo y la producción proseguían sin cesar. Plantas trepadoras y hierbas de toda especie se abrían paso a través de los obstáculos. Se arrastraban a lo largo de los árboles abatidos, se encontraban entre el polvo, levantaban y quebraban la corteza herida que los cubría abriendo camino para sus tiernos retoños. Así era como venía en cierto modo a ayudar a la vida. Una y otra estaban frente a frente y parecían haber querido mezclar y confundir sus obras.

Esas selvas encerraban una oscuridad profunda. Mil arroyuelos, cuyo curso no había podido aún dirigir el trabajo del hombre, mantenían en ellas una eterna humedad. Apenas se veían algunas flores, algunas frutas silvestres y algunas aves.

La caída de un árbol derribado por la edad, la catarata de un río, el mugido de los búfalos y el silbido del viento eran los únicos que turbaban el silencio de la naturaleza.

Al este del gran río, los bosques desaparecían en parte y en su lugar se extendían praderas sin límites. La naturaleza, en su infinita variedad, ¿había negado tal vez la simiente de los árboles a esas fértiles campiñas o, más bien, la selva que las cubría había sido destruida antaño por la mano del hombre? Ni las tradiciones ni la investigación han podido descubrirlo.

Esos inmensos desiertos no estaban, sin embargo, enteramente privados de la presencia del hombre. Algunos pueblos caminaban errantes desde hacía siglos bajo las sombras de la selva o entre los pastos de las praderas. A partir de la desembocadura del San Lorenzo hasta el delta del Misisipí, desde el océano Atlántico hasta el mar del Sur, esos salvajes tenían entre sí puntos de semejanza que atestiguaban su origen común. Pero, por lo demás, diferían de todas las razas conocidas; no eran ni blancos, como europeos, ni amarillos como la mayor parte de los asiáticos, ni negros como los africanos; su piel era rojiza, sus cabellos largos y relucientes, sus labios delgados y los pómulos de sus mejillas muy salientes. Las lenguas que hablaban los pueblos salvajes de Norteamérica diferían entre sí por las palabras, pero todas estaban sometidas a las mismas reglas gramaticales. Esas reglas se apartaban en varios puntos de aquellas que hasta entonces habían parecido presidir la formación del lenguaje entre los hombres.

El idioma de los norteamericanos parecía el producto de combinaciones nuevas; denotaba, por parte de sus inventores, un esfuerzo de inteligencia de que los indios de nuestros días parecen poco capaces.

El estado social de esos pueblos difería también en varios aspectos de lo que se veía en el viejo mundo: se hubiera dicho que se habían multiplicado libremente en el seno de sus desiertos, sin contacto con razas más civilizadas que la suya. No se encontraban en ellos esas nociones dudosas e incoherentes del bien y del mal, esa corrupción profunda que se mezcla de ordinario a la ignorancia y la rudeza de costumbres, de las naciones civilizadas que se han vuelto de nuevo bárbaras. El indio no se debía más que a sí mismo; sus virtudes, sus vicios, sus prejuicios, eran su propia obra: había crecido en la independencia salvaje de su naturaleza.

La grosería de los hombres del pueblo, en los países civilizados, no procede solamente de que son ignorantes y pobres, sino de que siendo tales se encuentran diariamente en contraste con los hombres ilustrados y ricos.

La convicción de su infortunio y de su debilidad, que día a día enfrenta la dicha y el poder de algunos de sus semejantes, excita en su corazón la cólera y el temor y el complejo de su inferioridad y de su dependencia los irrita y humilla. Este estado interior del alma se manifiesta en sus costumbres, así como en su lenguaje; son a la vez insolentes y zafios.

Esta verdad se prueba fácilmente por medio de la observación. El pueblo es más grosero en los países aristocráticos que en cualquiera otra parte; en las ciudades opulentas que en los campos.

En esos lugares, donde hay hombres poderosos y ricos, los débiles y los pobres se sienten como agobiados por su bajeza. No contando con ningún medio para volver a obtener la igualdad, desconfían enteramente de ellos mismos y caen por debajo de la dignidad humana.

Cuando llegaron los europeos, el indígena de la América del Norte ignoraba todavía el valor de la riqueza y se sentía indiferente ante el bienestar que el hombre civilizado adquiere con ella. Sin embargo, no se notaba en él nada grosero; imperaba por el contrario en su manera de obrar su reserva habitual y cierta clase de cortesía aristocrática.

Dulce y hospitalario en la paz, implacable en la guerra, más allá de los límites conocidos de la ferocidad humana, el indio se exponía a morir de hambre por socorrer al extranjero que llamaba en la noche a la puerta de su cabaña, y destrozaba con sus propias manos los miembros palpitantes de su prisionero. Las más famosas repúblicas antiguas no habían admirado jamás valor más firme ni almas más orgullosas, ni más elocuente amor por la independencia, que los que se ocultaban entonces en los bosques ignorados del Nuevo Mundo. Los europeos produjeron poca impresión al abordar las orillas de la América del Norte y su presencia no hizo nacer ni envidia ni miedo. ¿Qué imperio podían tener sobre hombres semejantes? El indio sabía vivir sin necesidades, sufrir sin quejarse y morir cantando. Como todos los demás miembros de la gran familia humana, aquellos salvajes creían en la existencia de un mundo mejor, y adoraban bajo diferentes nombres al Dios creador del universo. Sus nociones sobre las grandes verdades intelectuales eran en general simples y filosóficas.

Por primitivo que parezca el pueblo cuyo carácter trazamos aquí, no se podría dudar, sin embargo, de que otro pueblo más civilizado, más adelantado que él, lo hubiese precedido en las mismas regiones.

Una tradición oscura, pero difundida entre la mayor parte de las tribus indias de las orillas del Atlántico, nos enseña que antaño la morada de esas mismas tribus había estado establecida al oeste del Misisipí. A lo largo de las riberas del Ohio y en todo el valle central, se encuentran aún cada día montículos levantados por la mano del hombre. Cuando se excava hasta el centro de dichos monumentos, se encuentran, según dicen, osamentas humanas, instrumentos extraños, armas y utensilios de todas clases hechos de diferentes metales, que hacen pensar en usos ignorados por las razas actuales.

Los indios en nuestros días no pueden dar ninguna información sobre la historia de ese pueblo desconocido. Los que vivían hace 300 años, a raíz del descubrimiento de América, nada dijeron tampoco para deducir siquiera una hipótesis. Las tradiciones, monumentos perecederos del mundo primitivo, renacientes sin cesar, no proporcionan ninguna luz. Allá, sin embargo, vivieron millares de semejantes nuestros; no puede dudarse. ¿Cuándo llegaron, cuál fue su origen, su destino y su historia? ¿Cuándo y cómo perecieron? Nadie podría decirlo.

Cosa extraña, hay pueblos que han desaparecido tan completamente de la tierra, que el recuerdo mismo de su nombre se ha borrado; sus lenguas se han perdido, su gloria se desvaneció como un sonido sin eco; pero no sé si hay uno sólo que no haya dejado al menos una tumba en recuerdo de su paso. Así, de todas las obras del hombre, la que más dura es la que se refiere a sus despojos y sus miserias.

Aunque el vasto territorio que se acaba de describir estuviese habitado por numerosas tribus indígenas, se puede decir con justicia que en la época de su descubrimiento no era más que un desierto. Los indios lo ocupaban, pero no lo poseían. Por medio de la agricultura es como el hombre se apropia del suelo, y los primeros habitantes de la América del Norte vivían del producto de la caza. Sus implacables prejuicios, sus pasiones indómitas, sus vicios y tal vez más sus salvajes virtudes, los conducían a una destrucción inevitable. La ruina de esos pueblos comenzó el día en que los europeos abordaron a sus orillas, continuó después y en nuestros días acaba de consumarse. La Providencia, al colocarlos entre las riquezas del Nuevo Mundo, parece no haberles concedido sobre ellas más que un corto usufructo. Estaban allí, en cierto modo, como esperando. Esas costas, tan bien preparadas para el comercio y la industria, esos ríos tan profundos, el inagotable valle del Misisipí, el continente entero, fueron entonces como la cuna aún vacía de una gran nación.

Allí fue donde los hombres debían tratar de construir la sociedad sobre cimientos nuevos, y donde, ensayado por primera vez teorías hasta entonces desconocidas o reputadas inaplicables, se iba a dar al mundo un espectáculo para el cual la historia del pasado no lo había preparado.