Punto de partida y su importancia para
el porvenir de los angloamericanos

Utilidad de conocer el punto de partida de los pueblos para comprender su estado social y sus leyes — Norteamérica es el único país en el que se ha podido percibir claramente el punto de partida de un gran pueblo — En qué se parecían todos los hombres que fueron a poblar la América inglesa — En qué diferían — Observación aplicable a todos los europeos que fueron a establecerse en las playas del Nuevo Mundo — Colonización de la Virginia — Colonización de la Nueva Inglaterra — Carácter general de los primeros habitantes de la Nueva Inglaterra — Su llegada — Sus primeras leyes — Contrato social — Código penal tomado de la legislación de Moisés — Ardor religioso — Espíritu republicano — Unión íntima del espíritu de religión y del espíritu de libertad.

UN HOMBRE acaba de nacer. Sus primeros años transcurren oscuramente entre los juegos o los trabajos de la infancia. Crece, la virilidad comienza, las puertas del mundo se abren en fin para recibirle y entra en contacto con sus semejantes. Se le estudia entonces por primera vez, y cree uno ver formarse en él el germen de los vicios y de las virtudes de la edad madura.

Es esto, si no me engaño, un gran error.

Volvamos hacia atrás; examinemos al niño en los brazos de su madre; veamos el mundo exterior reflejarse por primera vez en el espejo aún oscuro de su inteligencia; contemplemos los ejemplos que hieren su mirada; escuchemos las primeras palabras que despiertan en él las potencias dormidas del pensamiento; asistamos, en fin, a las primeras luchas que tiene que sostener; y solamente entonces comprenderemos de dónde vienen los prejuicios, los hábitos y las pasiones que van a dominar su vida. El hombre se encuentra, por decirlo así, entero en los pañales de su cuna.

Sucede algo análogo entre las naciones. Los pueblos se resienten siempre de su origen. Las circunstancias que acompañaron a su nacimiento y sirvieron a su desarrollo influyen sobre todo el resto de su vida.

Si nos fuese posible remontarnos hasta los elementos de las sociedades, y examinar los primeros monumentos de su historia, no dudo que podríamos descubrir en ellos la causa primera de los prejuicios, de los hábitos, de las pasiones dominantes, de todo lo que compone, en fin, lo que se llama el carácter nacional. Encontraríamos en ellos la explicación de usos que, actualmente, parecen contrarios a las costumbres imperantes; leyes que parecen en oposición con los principios reconocidos; opiniones incoherentes que se encuentran aquí y allí, en la sociedad, como esos fragmentos de cadenas rotas que se ven colgar aún a veces de las bóvedas de un viejo edificio, y que no sostienen nada ya. Así se explica el destino de ciertos pueblos que una fuerza desconocida parece arrastrar hacía una meta que ellos mismos ignoran. Pero hasta aquí faltaron los hechos para un estudio semejante; el espíritu de análisis no se ha conocido en las naciones sino a medida que envejecen, y cuando por fin pensaron en contemplar su cuna el tiempo la había envuelto en una nube y la ignorancia y el orgullo la rodearon de fábulas, tras de las cuales se oculta la verdad.

Norteamérica es el único país en donde se puede asistir al desenvolvimiento natural y tranquilo de una sociedad, en que es posible precisar la influencia ejercida por el punto de partida sobre el porvenir de los Estados.

En la época. en que los pueblos europeos arribaron a las orillas del Nuevo Mundo, los rasgos de su carácter nacional estaban ya bien definidos; cada uno de ellos tenía una fisonomía distinta; y como habían llegado ya a ese grado de civilización que lleva a los hombres al estudio de sí mismos, nos han transmitido el cuadro fiel de sus opiniones, de sus costumbres y de sus leyes. Los hombres del siglo XV nos son casi tan conocidos como los del nuestro. Norteamérica nos muestra, pues, a plena luz lo que la ignorancia o la barbarie de las primeras edades sustrajeron a nuestras miradas.

Bastante cerca de la época en que las sociedades norteamericanas fueron fundadas para conocer en detalle sus elementos y bastante lejos de este tiempo para poder juzgar ya lo que esos gérmenes produjeron, los hombres de nuestros días parecen estar destinados a ver más allá que sus antecesores los acontecimientos humanos. La Providencia nos ha puesto al alcance una antorcha que faltaba a nuestros padres, permitiéndonos discernir, en el destino de las naciones, las causas primeras que la oscuridad del pasado les ocultaba.

Cuando, después de haber estudiado atentamente la historia de Norteamérica, se examina con cuidado su estado político y social, se siente uno profundamente convencido de esta verdad: que no hay opinión, hábito, ley y hasta podría decir acontecimiento, cuyo punto de partida no se explique sin dificultad. Los que lean este libro encontrarán en el presente capítulo el germen de lo que va a seguir y la clave de casi toda la obra.

Los emigrantes que vinieron, en diferentes periodos, a ocupar el territorio que cubre hoy día los Estados Unidos de América diferían unos de otros en muchos puntos; su objetivo no era el mismo, y se gobernaban según principios diversos.

Esos hombres tenían sin embargo entre sí rasgos comunes, y se encontraban todos en situación análoga.

El lazo del lenguaje es tal vez el más fuerte y más durable que pueda unir a los hombres. Todos los emigrantes hablaban la misma lengua; eran todos hijos de un mismo pueblo. Nacidos en un país agitado desde siglos por la lucha de los partidos, donde las facciones habían sido obligadas, alternativamente, a colocarse bajo la protección de las leyes, su educación política se había realizado en esa ruda escuela, y se veían en ellos difundidas más nociones de los derechos y más principios de verdadera libertad que en la mayor parte de los pueblos de Europa. En la época de las primeras emigraciones, el gobierno comunal, ese germen fecundo de las instituciones libres, había entrado ya profundamente en las costumbres inglesas, y con él el dogma de la soberanía del pueblo se había introducido en el seno mismo de la monarquía de los Tudor.

Se estaba entonces en medio de las querellas religiosas que agitaron al mundo cristiano. Inglaterra se había lanzado con una especie de furor por esa nueva vía. El carácter de los habitantes, que había sido siempre grave y reflexivo, se hizo austero y razonador. La instrucción se acrecentó mucho con esas luchas intelectuales y el espíritu recibió en ellas una cultura más profunda. Mientras se estaba ocupado en hablar de religión, las costumbres se habían vuelto más puras. Todos esos rasgos generales de la nación se volvían a encontrar reproducidos poco más o menos en la fisonomía de aquellos de sus hijos que habían ido a buscar un nuevo porvenir en las orillas opuestas del océano.

Una observación, por otra parte, a la que tendremos ocasión de volver más tarde, es aplicable no solamente a los ingleses, sino aun a los franceses, a los españoles y a todos los europeos que fueron sucesivamente a establecerse a las riberas del Nuevo Mundo. Todas las colonias europeas contenían, si no el desarrollo, por lo menos el germen de una completa democracia. Dos causas llevaban a ese resultado: se puede decir que, en general, a su partida de la madre patria, los emigrantes no tenían ninguna idea de superioridad de cualquier género, unos sobre otros. No son por cierto los más felices y poderosos quienes se destierran, y la pobreza, así como la desgracia, son las mejores garantías de igualdad que se conocen entre los hombres. Sucedió, sin embargo, que en varias ocasiones grandes señores pasaron a Norteamérica a consecuencia de querellas políticas religiosas. Se hicieron allí leyes para establecer en la nueva patria la jerarquía de los rangos, pero pronto se dieron cuenta de que el suelo norteamericano rechazaba absolutamente la aristocracia territorial. Se vio que, para cultivar esa tierra rebelde, eran precisos todos los esfuerzos constantes e interesados del propietario mismo. Cultivado el predio, se cayó en la cuenta de que sus productos no eran bastantes para enriquecer a la vez a un patrón y a un campesino. El terreno se fraccionó, pues, naturalmente en pequeñas parcelas que sólo el propietario cultivaba. Ahora bien, en la tierra es donde se hace la aristocracia, es en el suelo donde se arraiga y apoya; no son sólo los privilegios los que la establecen, no es el nacimiento lo que la constituye, sino la propiedad rústica hereditariamente transmitida. Una nación puede tener inmensas fortunas y grandes miserias; pero si esas fortunas no son territoriales, se ven en su seno pobres y ricos y no hay, a decir verdad, aristocracia.

Todas las colonias inglesas tenían entre sí, en la época de su nacimiento, un gran aire de familia. Todas, desde un principio, parecían destinadas a contribuir al desarrollo de la libertad, no ya de la libertad aristocrática de su madre patria, sino de la libertad burguesa de la que la historia del mundo no presentaba todavía un modelo exacto.

En medio de este tinte general se percibían, sin embargo, muy fuertes matices que es necesario señalar.

Se pueden distinguir en la gran familia angloamericana dos brotes principales que, hasta el presente, han crecido sin confundirse enteramente, uno al sur y otro al norte.

Virginia recibió la primera colonia inglesa. Los inmigrantes llegaron en 1607. Europa, en esa época; estaba aún convencida de que las minas de oro y plata hacen la riqueza de los pueblos, idea funesta que ha empobrecido más a las naciones que se dedicaron a mantenerla y acabó con más hombres en Norteamérica, que la guerra y todas las malas leyes juntas. Fueron, pues, buscadores de oro los que se enviaron a Virginia, gente sin recursos y sin conducta cuyo espíritu inquieto y turbulento trastornó la infancia de la colonia, e hizo inseguros sus progresos. En seguida llegaron los industriales y los cultivadores más morales y tranquilos, que no se elevaban casi del nivel de las clases inferiores de Inglaterra. Ningún noble pensamiento, ninguna combinación inmaterial presidió la fundación de los nuevos establecimientos. Apenas la colonia había sido creada, se introdujo allí la esclavitud. Ése fue el hecho capital que debía ejercer una inmensa influencia sobre el carácter, las leyes y el porvenir del sur.

La esclavitud, como lo explicaremos más tarde, deshonra el trabajo; introduce la ociosidad en la sociedad, y con ella la ignorancia y el orgullo, la pobreza y el lujo. Enerva las fuerzas de la inteligencia y adormece la actividad humana. La influencia de la esclavitud, combinada con el carácter inglés, explica las costumbres y el estado social del sur.

Sobre este mismo fondo inglés se dibujaban, al norte, matices muy contrarios. Aquí se me permitirá dar algunos detalles.

Fue en las colonias inglesas del norte, más conocidas con el nombre de estados de la Nueva Inglaterra, donde se llegaron a combinar las dos o tres ideas principales que hoy día forman las bases de la teoría social de los Estados Unidos.

Los principios de la Nueva Inglaterra se extendieron primero por los estados vecinos. En seguida ganaron, poco a poco, hasta los más lejanos, y concluyeron, si puedo expresarme así, penetrando en la confederación entera. Ejercen ahora su influencia más allá de sus limites sobre todo el mundo norteamericano. La civilización de la Nueva Inglaterra ha sido como esas grandes hogueras encendidas en las alturas que, después de haber expandido su calor en torno a ellas, tiñen aún con sus claridades los últimos confines del horizonte.

La fundación de la Nueva Inglaterra presentó un espectáculo nuevo: todo era allí singular y original.

Casi todas las colonias tuvieron como primeros habitantes hombres sin educación y sin recursos, a quienes la miseria o la mala conducta empujaban fuera del país que los había visto nacer, o especuladores ávidos y empresarios de industria. Hay colonias que no pueden ni siquiera reclamar parecido origen; Santo Domingo fue fundado por piratas y, en nuestros días, las cortes de justicia de Inglaterra se encargan de poblar Australia.

Los emigrantes que fueron a establecerse en las orillas de la Nueva Inglaterra pertenecían todos a las clases acomodadas de la madre patria. Su reunión en suelo norteamericano presentó, desde el origen, el singular fenómeno de una sociedad en donde no se encontraban ni grandes señores ni pueblo y, por decirlo así, ni pobres ni ricos. Había, guardada la proporción, una mayor masa de luces esparcida entre esos hombres que en el seno de ninguna nación europea de nuestros días. Todos, sin exceptuar tal vez a nadie, habían recibido una educación bastante avanzada, y varios de ellos se habían dado a conocer por su talento y por su ciencia. Las otras colonias habían sido fundadas por aventureros sin familia; los emigrantes de la Nueva Inglaterra llevaban consigo admirables recursos de orden y de moralidad; se encaminaban al desierto acompañados de sus mujeres y de sus hijos. Pero lo que los distinguía sobre todo de los demás, era el objeto mismo de su empresa. No era la necesidad la que los obligaba a abandonar su país; dejaban en él una posición social envidiable y medios de vida asegurados; no pasaban tampoco al Nuevo Mundo a fin de mejorar su situación o de acrecentar sus riquezas; se arrancaban de las dulzuras de la patria para obedecer a una necesidad puramente intelectual: al exponerse a los rigores inevitables del exilio, querían hacer triunfar una idea.

Los emigrantes o, como ellos se llamaban a sí mismos, los peregrinos (pilgrims), pertenecían a esa secta de Inglaterra a la cual la austeridad de sus principios había dado el nombre de puritana. El puritanismo no era solamente una doctrina religiosa; se confundía en varios puntos con las teorías democráticas y republicanas más absolutas. De eso les habían venido sus más peligrosos adversarios. Perseguidos por el gobierno de la madre patria, heridos en sus principios por la marcha cotidiana de la sociedad en cuyo seno vivían, los puritanos buscaron una tierra tan bárbara y abandonada del mundo, que les permitiese vivir en ella a su manera y orar a Dios en libertad.

Algunas citas harán comprender mejor el espíritu de esos piadosos aventureros que todo lo que pudiéramos añadir nosotros.

Nathaniel Morton, el historiador de los primeros años de la Nueva Inglaterra, entra así en materia:

He creído siempre —dice— que era un deber sagrado para nosotros, cuyos padres recibieron prendas tan numerosas y memorables de la bondad divina en el establecimiento de esa colonia, perpetuar por escrito su recuerdo. Lo que hemos visto y lo que nos ha sido contado por nuestros padres, debemos darlo a conocer a nuestros hijos, a fin de que las generaciones venideras aprendan a alabar al Señor; a fin de que la estirpe de Abraham, su siervo, y los hijos de Jacob, su elegido, guarden siempre la memoria de las milagrosas obras de Dios [Salmo CV, 5, 6]. Es preciso que sepan cómo el Señor ha llevado su viña al desierto cómo le preparó un lugar, enterrando profundamente sus raíces, y la dejó en seguida extenderse y cubrir a lo lejos la tierra [Salmo LXXX, 15, 13]; y no solamente esto, sino también cómo guió a su pueblo hacia su santo tabernáculo, y lo estableció sobre la montaña de su heredad [Éxodo, XV, 13]. Estos hechos deben ser conocidos, a fin de que Dios obtenga el honor que le es debido, y que algunos rayos de su gloria puedan caer sobre los nombres venerables de los santos que le sirvieron de instrumentos.

Es imposible leer este principio sin sentirse dominado, a pesar nuestro, por una impresión religiosa y solemne. Parece que se respira en él un aire de antigüedad y una especie de perfume bíblico.

La convicción que anima al escritor realza su lenguaje. No es ya a nuestros ojos, como a los suyos, una pequeña tropa de aventureros que va a buscar fortuna allende los mares; es la simiente de un gran pueblo que Dios va a depositar con sus manos en una tierra predestinada.

El autor continúa y pinta de esta manera la partida de los primeros emigrantes:

    Así fue —dice— como ellos dejaron esta ciudad [Delf-Haleft] que había sido para ellos un lugar de reposo; sin embargo, estaban tranquilos; sabían que eran peregrinos y extranjeros aquí abajo. No se engreían con las cosas de la tierra, sino que elevaban los ojos hacia el cielo, su cara patria, donde Dios había preparado para ellos su ciudad santa. Llegaron al fin al puerto donde el barco les esperaba. Un gran número de amigos, que no podían partir con ellos, había por lo menos querido seguirles hasta allí. La noche transcurrió sin sueño; se pasó en desbordamientos de amistad, en piadosos discursos, en expresiones llenas de una verdadera ternura cristiana. Al día siguiente, ellos se dirigieron a bordo; sus amigos quisieron todavía acompañarles; fue entonces cuando se oyeron profundos suspiros, se vieron lágrimas correr de todos los ojos, se escucharon largos ósculos y ardientes plegarias que conmovieron hasta a los extraños. Habiendo sonado la señal de partida, cayeron de rodillas, y su pastor, alzando al cielo sus ojos llenos de lágrimas, los encomendó a la misericordia del Señor. Se despidieron finalmente unos de otros, y pronunciaron ese adiós que para muchos de ellos debía ser el postrero.

Los emigrantes eran un número de ciento cincuenta poco más o menos, tanto hombres como mujeres y niños. Su objeto era fundar una colonia a las orillas del Hudson; pero, después de haber andado errantes largo tiempo en el océano, se vieron al fin forzados a abordar en las costas áridas de la Nueva Inglaterra, en el lugar donde se alza hoy día la ciudad de Plymouth. Se muestra aún la roca donde descendieron los peregrinos.

    Pero antes de ir más lejos —dice el historiador que cito—, consideremos un instante la condición presente de ese pobre pueblo, y admiremos la bondad de Dios que lo ha salvado.

    Habían pasado ahora el vasto océano, llegaban al término de su viaje, pero no veían amigos para recibirlos, ni habitación que les ofreciese abrigo; se estaba en medio del invierno, y los que conocen nuestro clima saben cuán rudos son los inviernos, y qué furiosos huracanes asuelan entonces nuestras costas. En esa estación, es difícil atravesar lugares conocidos, con mayor razón establecerse en orillas nuevas. En torno de ellos no aparecía sino un desierto hórrido y desolado, lleno de animales y de hombres salvajes, cuyo grado de ferocidad y cuyo número ignoraban. La tierra estaba helada; el suelo cubierto de selvas y zarzales. Todo tenía un aspecto bárbaro. Tras de ellos, no percibían sino el inmenso océano que los separaba del mundo civilizado. Para hallar un poco de paz y de esperanza, no podían dirigir sus miradas sino hacia arriba.

No hay que creer que la piedad de los puritanos fuera solamente especulativa, ni que se mostrara extraña a la marcha de las cosas humanas. El puritanismo, como lo dije antes, era casi tanto una teoría política como una doctrina religiosa. Apenas desembarcados en esa orilla inhospitalaria, que Nathaniel Morton acaba de describir, el primer cuidado de los emigrantes es organizarse en sociedad. Realizan inmediatamente un acto trascendente:

    Nosotros, cuyos nombres siguen, que, por la gloria de Dios, el desarrollo de la fe cristiana y el honor de nuestra patria, hemos emprendido el establecimiento de la primera colonia en estas remotas orillas convenimos en estas presentes, por consentimiento mutuo y solemne, y delante de Dios, formarnos en cuerpo de sociedad política, con el fin de gobernarnos, y de trabajar por la realización de nuestros designios; y en virtud de este contrato convenimos en promulgar leyes, actas, ordenanzas y en instituir según las necesidades magistrados a los que prometemos sumisión y obediencia.

Esto pasaba en 1620. A partir de esa época la emigración no se detuvo ya. Las pasiones religiosas y políticas, que desgarraron el imperio británico durante todo el reinado de Carlos I, empujaron cada año, a las costas de América, nuevos enjambres de sectarios. En Inglaterra, el hogar del puritanismo continuaba colocado entre las clases medias, y del seno de las clases medias era de donde procedía la mayor parte de los emigrantes. La población de la Nueva Inglaterra crecía rápidamente y, en tanto que la jerarquía de los rangos clasificaba aun despóticamente a los hombres en la madre patria, la colonia presentaba cada vez más el espectáculo nuevo de una sociedad homogénea en todas sus partes. La democracia, tal como no se había atrevido a soñarla la antigüedad, se escapaba muy fuerte y bien armada del medio de la vieja sociedad feudal.

Contento de arrojar de sí gérmenes de perturbación y elementos de revoluciones nuevas, el gobierno inglés veía sin pena esa emigración numerosa. Llegaba hasta a favorecerla con todo su poder, y parecía no ocuparse apenas del destino de los que iban a suelo norteamericano a buscar un asilo contra la dureza de sus leyes. Se hubiera dicho que miraba a la Nueva Inglaterra como una región entregada a los sueños de la imaginación, que se debía abandonar a los libres ensayos de los novadores.

Las colonias inglesas, y ésta fue una de las principales causas de su prosperidad, han gozado siempre de más libertad interior y de más independencia política que las colonias de los demás pueblos; pero en ninguna parte ese principio de libertad fue más rígidamente aplicado que en los Estados de la Nueva Inglaterra.

Era generalmente admitido entonces que las tierras del Nuevo Mundo pertenecían a la nación europea que, primero, las había descubierto.

Casi todo el litoral de la América del Norte volvióse de esta manera una posesión inglesa hacia fines del siglo XVI. Los medios empleados por el gobierno británico para poblar esos nuevos dominios fueron de naturaleza diferente: en ciertos casos, el rey sometía una parte del Nuevo Mundo a un gobierno de su elección, encargado de administrar el país en su nombre y bajo sus órdenes inmediatas, que es el sistema colonial adoptado en el resto de Europa. Otras veces, concedía a un hombre o a una compañía la propiedad de ciertas porciones del país Todos los poderes civiles y políticos se encontraban entonces concentrados en manos de uno o de varios individuos que, bajo la inspección y el control de la corona, vendían las tierras y gobernaban a los habitantes. Un tercer sistema consistía, en fin, en dar a cierto número de emigrantes el derecho de formarse en sociedad política, bajo el patronato de la madre patria, y de gobernarse a sí mismos en todo lo que no era contrario a sus leyes.

Este modo de colonización, tan favorable a la libertad, no fue puesto en práctica sino en la Nueva Inglaterra.

Desde 1628, una constitución de esta naturaleza fue concedida por Carlos I a unos emigrantes que fueron a fundar la colonia de Massachusetts.

Pero, en general, no se otorgaron constituciones a las colonias de la Nueva Inglaterra sino largo tiempo después de que su existencia húbose considerado un hecho consumado. Plymouth, Providencia, New Haven, el estado de Conecticut y el de Rhode-Island fueron fundados sin el concurso y en cierto modo sin conocimiento de la madre patria. Los nuevos habitantes, sin negar la supremacía de la metrópoli, no bebieron en su seno la fuente de los poderes; se constituyeron por sí mismos, y no fue hasta treinta o cuarenta años después, bajo Carlos II, cuando una carta magna real vino a legalizar su existencia.

Por lo tanto, es a menudo difícil al recorrer los primeros monumentos históricos y legislativos de la Nueva Inglaterra, precisar el lazo que une a los emigrantes al país de sus antepasados. Se les ve en cada instante hacer acto de soberanía, nombrar sus magistrados, fraguar la paz y la guerra, establecer reglamentos de policía y darse leyes como si hubiesen sólo dependido de Dios.

Nada más singular y más instructivo a la vez que la legislación de esa época. En ella es, sobre todo, donde se encuentra la clave del gran enigma social que los Estados Unidos presentan al mundo de nuestros días.

Entre esos monumentos, distinguiremos particularmente, como uno de los más característicos, el código de leyes que el pequeño estado de Conecticut se dio en 1650.

Los legisladores de Conecticut se ocupan primeramente de las leyes penales; y, para formularlas, conciben la idea extraña de inspirarse en los textos sagrados.

"Quienquiera que adore a otro Dios que no sea el Señor, será reo de muerte."

Siguen diez o doce disposiciones de la misma naturaleza, tornadas textualmente del Deuteronomio, del Éxodo y del Levítico.

La blasfemia, la hechicería, el adulterio y la violación son castigados con la pena de muerte; el ultraje hecho por un hijo a sus padres es castigado con la misma pena. Se trasladaba así la legislación de un pueblo rudo y semicivilizado al seno de una sociedad cuyo espíritu era ilustrado y sus costumbres dulces: por consiguiente, jamás se vio la pena de muerte más prodigada en las leyes, ni aplicada a menos culpables.

Los legisladores, en este cuerpo de leyes penales, se preocupan sobre todo por el cuidado de mantener el orden moral y las buenas costumbres en la sociedad; penetran así sin cesar en el dominio de la conciencia, y no hay casi pecados que no dejen de someterse a la censura del magistrado. El lector ha podido observar con qué severidad esas leyes castigaban el adulterio y la violación. El simple escarceo entre personas no casadas está también severamente reprimido. Se deja al juez el derecho de infligir a los culpables una de estas tres penas: la multa, los azotes o el matrimonio; y si hay que dar crédito a los registros de New Haven, las condenas de esta naturaleza no eran raras. Allí se encuentra, con la fecha del 1º de mayo de 1660, un juicio decretando multa y reprimenda contra una joven a la que se acusaba de haber pronunciado palabras indiscretas y de haberse dejado dar un beso. El código de 1650 abunda, en medidas preventivas. La pereza y la embriaguez son en él severamente castigadas. Los hosteleros no pueden proporcionar más de cierta cantidad de vino a cada consumidor. La multa o el látigo reprimen la simple mentira cuando puede hacer daño. En otros pasajes, el legislador, olvidando completamente los grandes principios de libertad religiosa reclamados por él mismo en Europa, obliga, bajo pena de multa, a asistir al servicio divino, y llega a amenazar con penas severas y a menudo de muerte a los cristianos que quieren adorar a Dios con métodos distintos al suyo. Algunas veces en fin, el ardor reglamentario que lo domina lo lleva a ocuparse de menesteres indignos de él. Así se encuentra en el mismo código una ley que prohí5be el uso del tabaco. No hay que perder de vista que esas leyes extrañas o tiránicas no eran impuestas; que solían ser votadas por el libre concurso de los mismos interesados, y que las costumbres eran más austeras y puritanas que las leyes. En 1649, se constituye en Boston una asociación solemnemente que tiene por objeto prevenir el lujo mundano de los cabellos largos.

Parecidos extravíos son sin lugar a duda una vergüenza para el espíritu humano; atestiguan la inferioridad de nuestra naturaleza que, incapaz de discernir firmemente lo verdadero y lo justo, se ve reducida muy a menudo a no elegir sino entre dos excesos.

Al lado de esta legislación penal tan fuertemente impregnada de mezquino espíritu sectario y de todas las pasiones religiosas que la persecución había exaltado, que fermentaban todavía en el fondo de las almas, se encuentra situado, y en cierto modo eslabonado con ellas, un cuerpo de leyes políticas que, trazado hace 200 años, parece adelantarse todavía desde muy lejos al espíritu de libertad de nuestra época.

Los principios generales sobre los que descansan las constituciones modernas, principios que la mayor parte de los europeos del siglo XVII comprenden apenas, y que triunfaban entonces imperfectamente en la Gran Bretaña, son todos reconocidos y fijados en las leyes de la Nueva Inglaterra: la intervención del pueblo en los negocios públicos, el voto libre de impuestos, la responsabilidad de los agentes del poder, la libertad individual y el juicio por medio de jurado, son establecidos sin discusión y de hecho.

Esos principios generadores consiguen una aplicación y un desarrollo que ninguna nación de Europa se ha atrevido a darles.

En el estado de Conecticut, el cuerpo electoral se compone, desde su origen, de todos los ciudadanos, y esto se concibe sin dificultad.

En ese pueblo naciente imperaba entonces una igualdad casi perfecta de fortunas y más todavía en las inteligencias.

En el estado de Conecticut, en esa época, todos los agentes del poder ejecutivo eran elegidos, incluso el gobernador del estado.

Los ciudadanos de más de 16 años eran llamados a filas y formaban una milicia nacional que nombraba sus oficiales y debía encontrarse dispuesta en cualquier tiempo para la defensa del país.

En las leyes de Conecticut, como en todas las de la Nueva Inglaterra, es donde se ve nacer y desarrollarse la independencia comunal, que constituye aún en nuestros días el principio y la vida de la libertad norteamericana.

En la mayor parte de las naciones europeas, la preocupación política comenzó en las capas más altas de la sociedad, que se fue comunicando poco a poco, y siempre de una manera incompleta, a las diversas partes del cuerpo social.

En Norteamérica, al contrario, se puede decir que la comuna ha sido organizada antes que el condado; el condado antes que el estado y el estado antes de la Unión.

En la Nueva Inglaterra, desde 1650, la comuna está completa y definitivamente constituida. En torno de la individualidad comunal, van a agruparse y a unirse fuertemente intereses, pasiones, deberes y derechos. En el seno de la comuna se ve dominar una política real, activa, enteramente democrática y republicana. Las colonias reconocen aún la supremacía de la metrópoli; la monarquía es la ley del Estado, pero ya la república está plenamente viva en la comuna.

La comuna nombra a todos sus magistrados; establece el presupuesto; reparte y percibe el impuesto por sí misma. En la comuna de Nueva Inglaterra, la ley de representación no es admitida. En la plaza pública y en el seno de la asamblea general de ciudadanos es donde se tratan, como en Atenas, los asuntos que conciernen al interés general.

Cuando se estudian con atención las leyes que fueron promulgadas durante esa primera época de las repúblicas norteamericanas, se sorprende uno de la inteligencia gubernamental y de las teorías avanzadas del legislador.

Es evidente que tienen de los deberes de la sociedad hacia sus miembros una idea más elevada y más completa que los legisladores europeos de entonces, que les impone obligaciones que no tenían en cuenta todavía en otras partes. En los estados de la Nueva Inglaterra, desde su origen, el porvenir de los pobres queda asegurado; tómanse medidas severas para el mantenimiento de las carreteras y se nombran funcionarios para vigilarlas, las comunas tienen registros públicos donde se inscribe el resultado de las deliberaciones generales, los fallecimientos, los matrimonios y el nacimiento de los ciudadanos; se designan escribanos para llevar esos registros, oficiales para encargarse de administrar las sucesiones vacantes, otros para vigilar los límites de las heredades y varios tienen por principal función mantener la tranquilidad pública en la comuna.

La ley entra en mil detalles distintos para prevenir y satisfacer un gran número de necesidades sociales, de lo que se tiene aún en nuestros días una idea confusa en Francia.

Pero en los acuerdos relativos a la educación pública es donde, desde el principio, se ve con toda claridad el carácter original de la civilización norteamericana.

"Considerando —dice la ley— que Satanás, enemigo del género humano, halla en la ignorancia de los hombres sus armas más poderosas, y que nos interesa a todos que las luces que trajeron nuestros padres no permanezcan sepultadas en su tumba; considerando que la educación de los niños es una de las primeras preocupaciones del Estado, con la asistencia del Señor..." Siguen unas disposiciones que crean escuelas en todas las comunas, obligando a sus habitantes, bajo pena de fuertes multas, a comprometerse a sostenerlas. De la misma manera se fundan escuelas superiores en los distritos más populosos. Los magistrados municipales deben velar por que los padres envíen a sus hijos a las escuelas; tienen derecho a multar a los que se resistan a ello y, si la resistencia continúa, la sociedad, colocándose entonces en el lugar de la familia, se apodera del niño y desposee a los padres de los derechos que la naturaleza les dio, pero de los que tan mal uso habían hecho. El lector habrá observado sin duda el preámbulo de esas ordenanzas: en Norteamérica la religión es la que lleva a la luz, y la observancia de las leyes divinas es la que conduce al hombre a la libertad.

Cuando, después de haber dirigido una mirada rápida a la sociedad norteamericana de 1650, se examina la situación de Europa hacia la misma época, se siente uno sobrecogido de profunda sorpresa: en el continente europeo, a principios del siglo XVII, triunfaba en todas partes la monarquía absoluta sobre los restos de la libertad oligárquica y feudal de la Edad Media. En el seno de esa Europa brillante y literaria, nunca fue tal vez más completamente desconocida la idea de los derechos; los pueblos nunca habían vivido menos su vida política; jamás las nociones de la verdadera libertad habían preocupado menos a los espíritus. Fue entonces cuando esos mismos principios, no conocidos en las naciones europeas o despreciados por ellas, se proclamaron en los desiertos del Nuevo Mundo y llegaron a ser el símbolo de un futuro gran pueblo. Las más atrevidas teorías del espíritu humano se hallaban convertidas a la práctica en esa sociedad tan humilde en apariencia, de la que sin duda ningún hombre de Estado de entonces hubiera dignado ocuparse. Entregada a la originalidad de su naturaleza, la imaginación del hombre improvisaba allá una legislación sin precedente. En el seno de esa oscura democracia, que no había engendrado aún ni generales, ni filósofos, ni grandes escritores, un hombre podía erguirse en presencia de su pueblo libre, y dar, entre las aclamaciones de todos, esta bella definición de la libertad:

    No nos engañemos sobre lo que debemos entender por nuestra independencia. Hay en efecto una especie de libertad corrompida, cuyo uso es común a los animales y al hombre, que consiste en hacer cuanto le agrada. Esta libertad es enemiga de toda autoridad; se resiste impacientemente a cualesquiera reglas; con ella, nos volvemos inferiores a nosotros mismos; es enemiga de la verdad y de la paz; y Dios ha creído un deber alzarse contra ella. Pero hay una libertad civil y moral que encuentra su fuerza en la unión y que la misión del poder mismo es protegerla; es la libertad de hacer sin temor todo lo que es justo y bueno. Esta santa libertad, debemos defenderla en todas las ocasiones y exponer, si es necesario, por ella nuestra vida.

Ya he hablado sobre esto lo suficiente para esclarecer el carácter de la civilización angloamericana. Es el producto — y este punto de partida debemos tenerlo siempre presente— de dos elementos completamente distintos, que en otras partes se hicieron a menudo la guerra, pero que, en América, se ha logrado incorporar en cierto modo el uno al otro y combinarse maravillosamente: el espíritu de religión y el espíritu de libertad.

Los fundadores de la Nueva Inglaterra eran a la vez ardientes sectarios y renovadores exaltados. Unidos por los lazos más estrechos de ciertas creencias religiosas, se sintieron libres de todo prejuicio político.

He ahí dos tendencias distintas, pero no contrarias, cuya huella es fácil encontrar por doquiera, tanto en las costumbres como en las leyes.

Unos hombres sacrifican a una opinión religiosa a sus amigos, a su familia y a su patria. Se les puede considerar absortos en la prosecución de ese bien intelectual que compraron a tan alto precio. Se les ve, sin embargo, buscar con ardor casi igual la riqueza material y los goces morales: el cielo en el otro mundo y el bienestar y la libertad en éste.

Bajo su mano, los principios políticos, las leyes y las instituciones parecen cosas moldeables, que pueden torcerse y combinarse a voluntad.

Ante ellos se hunden las barreras que aprisionaban a la sociedad en cuyo seno nacieron; la viejas opiniones, que desde hacía siglos dirigían al mundo, se desvanecen; una carrera casi sin límites y un campo sin horizonte se descubre; el espíritu humano se precipita en ellos; los recorre en todos sentidos; pero, llegado a los límites del mundo político, se detiene por sí mismo; abandona temblando el uso de sus más temibles facultades; abjura de la duda; renuncia a la necesidad de innovar; se abstiene incluso de levantar el velo del santuario y se inclina ante verdades que admite sin discutirlas.

Así, en el mundo moral, todo aparece clasificado, coordinado, previsto, y decidido de antemano. En el mundo político, todo está agitado, puesto en duda e incierto. En el mundo predomina la obediencia pasiva, aunque voluntaria; en el otro la independencia, el menosprecio de la experiencia y la sospecha de toda autoridad.

Lejos de perjudicarse, esas dos tendencias, en apariencia tan opuestas, caminan de acuerdo y parecen prestarse mutuo apoyo.

La religión ve en la libertad civil un noble ejercicio de las facultades del hombre; en el mundo político, un campo concedido por el Creador a los esfuerzos de la inteligencia. Libre y poderosa en su esfera, satisfecha. del lugar que le ha sido reservado, sabe que su imperio está bien establecido porque no reina más que por sus propias fuerzas y domina sin apoyo externo sobre los corazones.

La libertad ve en la religión a la compañera de sus luchas y de sus triunfos; la cuna de su infancia y la fuente divina de sus derechos. Considera a la religión como la salvaguarda de sus costumbres y a las costumbres como garantía de las leyes y la prenda de su propia duración.

Razones de algunas singularidades que presentan las leyes y las costumbres de los angloamericanos