2. HELENA EN LAS MURALLAS

A Helena de albos brazos llega Iris mensajera,
en forma de Laódice su cuñada, que era
del rey Helicaón Antenórida esposa,
y en la prole de Príamo la hija más hermosa.
Hallóla en el palacio. A la sazón labraba
en doble tela púrpura motivos y trofeos
de los opuestos bandos que por ella bregaban:
los teucros domadores de potros, los aqueos
revestidos de bronce. 

—Acompáñame hermana
querida —dijo Iris de las plantas livianas
acercándose a Helena—, y asómbrate conmigo:
Ya las aqueas huestes y la gente troyana,
que ha poco derramaban el luto y el castigo
de Ares por el campo, hoy mudas y sentadas,
codos sobre el escudo y picas enterradas,
de dos bravos esperan el duelo singular;
pues Menelao y Paris se van a disputar
lanza en mano el derecho de llamarte su esposa. 

Dijo, y le inunda el pecho de pena soledosa
por su anterior marido, sus padres, su ciudad.
Envuelta en blanco velo, llorando de ansiedad
dejó Helena la estancia. Sus doncellas celosas,
Clímene de anchos ojos y Etra, hija de Piteo,
acudieron tras ella hasta el Portal Esceo. 

Cuando Helena llegó, ya ocupaban el sitio
el rey Príamo y Pántoo y Timetes y Clitio,
Lampo e Hicetaón, el vástago de Ares,
el cuerdo Ucalegonte y el sesudo Antenor.
Subidos en la torre de los jefes troyanos,
por ser todos ancianos las filas militares
no acompañaban, pero infundían valor
con sus arengas, como cigarras estridentes
posadas en las selvas y frondas eminentes.
Al verla, comentaban con discreto rumor: 

—No es mucho si por ella los dánaos lucientes
y los teucros resisten tan largo padecer,
que una diosa semeja muy más que una mujer.
Mas váyase en sus naves, no sea su presencia
ruina de nuestro pueblo y nuestra descendencia. 

Mientras ellos comentan, Príamo le decía:
—Ven y a mi lado siéntate, y contempla, hija mía,
a tu anterior marido y amigos y parientes.
No es tuya, es de los dioses esta luctuosa guerra.
Ven y dime quién es aquel varón ingente,
ese gallardo aqueo cuya presencia aterra.
Hay otros más talludos, mas nunca vi su igual
en majestad, en porte y en despejo real. 

Y la divina Helena le dijo:
—Suegro amado
a quien temo y venero, ¿por qué no morí el día
en que dejé por Paris mi lecho abandonado,
mi niña de pañales, las compañeras mías?
¡Hoy no me consumiera llorando de aflicción!
Mas escucha: Aquél es el rey Agamemnón
cuñado ayer de esta mísera y descarada,
si es que toda esa historia no fue cosa soñada.
Y absorto contemplándolo, el anciano decía:
—¡Oh Atrida bienhadado y afortunado rey
que tal copia de aqueos traes bajo tu ley!
Yo anduve en Frigia, tierra de vides, en legión
con los hombres de Otreo y el divinal Migdón
que orillas del Sangario ataban sus corceles,
cuando las Amazonas y sus guerras crueles;
mas nunca vi de tropas tan innúmeros haces
cual juntan los aqueos de miradas vivaces. 

Y luego preguntó, señalando a Odiseo:
—Y dime ahora, hija, ¿quién es aquel que veo,
más bajo que el Atrida y de más ancho busto?
Tiró al suelo las armas y recorre las filas
cual lanoso carnero —el parecido es justo—
que las ovejas cándidas acompaña y ahíla. 

Y Helena, hija de Zeus, le responde al momento:
—Es la flor de Laertes, Odiseo el famoso,
duro como su Ítaca, y el hombre más mañoso
en tretas y en prudentes avisos y en inventos. 

Y el sensato Antenor:
—Mujer, dices verdad.
Cuando, para buscarte y como embajador,
vino él con Menelao, predilecto de Ares,
en mi palacio mismo les di hospitalidad
y agasajo. Llegaron a serme familiares
sus personas, sus hábitos y su sabiduría.
Cuando se presentaban en nuestra sociedad,
Menelao, de pie, siempre sobresalía
por sus anchas espaldas; mas, si estaban sentados,
dominaba Odiseo con grave majestad.
Luego, cuando hilvanaban ya sus alegaciones,
Menelao fue nítido, si bien apresurado,
y aunque el más joven, sobrio y escueto de razones;
y Odiseo, después de haberse levantado,
bajó un punto los ojos y se quedó apoyado
en su cetro, indeciso... Parece que lo veo
con su aire de simple o de encolerizado.
Mas apenas del pecho lanzó la voz segura,
¿qué mortal pudo nunca compararse a Odiseo?
Sus palabras llovían como copos de nieve,
y su fascinación borraba su figura. 

Repara en Áyax Príamo, y pregunta otra vez:
—¿Y ese fornido aqueo de atlético relieve
que a los demás supera en traza y altivez?
Y la divina Helena del peplo rozagante:
—Es muralla de aqueos, es Áyax el pujante.
Y en dios raya el cretense Idomeneo, aquel
que cercan en tropel los cabos de su gente.
Nos llegaba de Creta, y era invariablemente
—porque lo aposentaba siempre nuestro palacio—
huésped de Menelao, señor de valentía.
A todos los distingo, y si tuviera espacio,
a los muchos aqueos presentes nombraría.
Mas dos caudillos faltan, y de la carne mía:
mis hermanos maternos: Cástor, el superior 
jinete, y Polideuces, púgil y luchador.
¿Si de Lacedemonia no habrán venido acaso?
¿O si los dos, ocultos en los barcos de guerra,
no quieren combatir ni osan dar un paso
para no defender mi oprobio y mis errores? 

Mas ya en su seno próvido los guardaba la tierra,
allá en Lacedemonia, solar de sus mayores. 
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