4. EL DUELO SINGULAR

Héctor, hijo de Príamo, y el divino Odiseo
miden la liza. El turno de la primer lanzada
sortean en un casco de bronce. Una oración e
scapa de los labios de teucros y de aqueos,
que a media voz recitan, las manos levantadas:
—¡Glorioso Padre Zeus que reinas en el Ida!
¡Permite que quien trajo tantas calamidades
descienda sin remedio a la mansión de Hades,
y los demás logremos la amistad prometida! 

Héctor, el campeón del penacho altanero,
las suertes removía hurtando la mirada,
y el tejo de Alejandro vino a saltar primero.
Sentáronse los hombres en hileras formadas
a par de sus corceles y sus armas labradas.
Sobrevistió Alejandro —compañero de Helena
la de hermosa melena— magnífica armadura:
ajustóse las grebas de broches relucientes,
le cedió la coraza su hermano Licaón,
colgó al costado el bronce de viva clavazón,
embrazó el grave escudo, y ceñida la frente
con espléndido casco de crinada cimera
que ondeaba terrible, empuñó decidido
una sólida lanza. De pareja manera
se aprestaba a su turno Menelao el ardido. 

Cada uno se armaba a solas por su lado,
y cuando aparecieron en medio de la liza
con fulminantes ojos, se sienten espantados
los caballistas teucros y los bien pertrechados
aqueos. Ya se acercan, las lanzas echizadas
blandiendo y observándose con atento rencor.
Su luenga jabalina manda Alejandro entonces;
botó el arma doblándose por la punta de bronce,
y atravesar no pudo el prevenido escudo
del Atrida, quien pronto ya para pelear, 
invoca todavía al Padre verdadero: 

—¡Oh soberano Zeus! Déjame castigar
al divino Alejandro que me ofendió el primero.
¡Muera a mis manos! ¡Sea en la posteridad
ejemplo y enseñanza a todos los arteros
que el hospedaje violan y manchan la amistad! 

Y arremete, y la pica atraviesa el escudo
del Priámida y abre la coraza labrada,
y fue a rasgar la túnica encima del ijar.
Libra el cuerpo Aejandro y evita el trance rudo;
y al instante el Atrida desenvainó la espada
de clavazón de plata, y la dejó cargar
furioso en la cimera del casco del troyano.
La espada, hecha pedazos, escapa de su mano,
y el despechado Atrida maldice su fortuna: 

—¡Padre Zeus, funesto más que deidad ninguna!
La perfidia de Paris me apresto a castigar,
¡cuando se me destroza la espada inoportuna,
y ni con la lanzada lo he podido alcanzar! 

Dice, y empuña a Paris por la rica cimera,
las crines del penacho torciendo de manera
que arrastra a su enemigo hasta la gente aquea.
Casi estrangula a Paris la bordada correa
que el casco le sujeta al cuello delicado.
¡Gloria inmensa! Consigo se lo hubiera llevado,
si al punto no lo hubiese advertido Afrodita,
flor de Zeus, que acude y le arranca y le quita
la correa de cuero de toro degollado.
Se va el casco vacío con el puño esforzado;
de un vaivén, lo echa el héroe entre sus compañeros
de las lucientes grebas que al aire lo cogieron;
y nueva vez, habiendo recobrado su lanza,
para matar a Paris resuelto se abalanza.
Pero Afrodíta, usando de su poder de diosa,
fácil en torno a Paris densas neblinas corre
y lo transporta al tálamo, a la estancia olorosa.


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