5. PARIS Y HELENA

Fuese en busca de Helena y la encontró en la torre,
donde le daban corte las señoras troyanas;
y en apariencia de una vieja esclava hilandera
que allá en Lacedemonia le cardaba la lana
y por quien tuvo Helena singular afición,
tirando suavemente del perfumado velo le dijo:
—Ven, que Paris te espera en la mansión,
radiante de belleza y ataviado con celo,
en el tornido lecho de tu alcoba nupcial.
Nadie imaginaría que regresa de un duelo,
más que se apresta a un baile o deja un festival. 

Sobresaltado el ánimo volvió la cara Helena,
y, sin que la engañara el disfraz de la diosa
—garganta y busto únicos y mirada radiosa—,
—¿Qué me quieres ahora? —dijo de espanto llena—, 
¡Cruel! ¿Querrás llevarme a alguna populosa
ciudad de Frigia? ¿Acaso a la Meonia amena,
para dar gusto a otro de tus mil favoritos?
¿Temes que Menelao recobre a esta oprobiosa,
si a esta hora Paris ya pagó su delito?
Ve donde este Alejandro y siéntate a su vera;
no vuelvas al Olimpo, camino de las diosas,
ve a llorar y a velarlo junto a su cabecera;
ruégale que te tome por manceba o esposa.
No seré yo quien vaya a compartir su lecho
ni a buscar sus caricias, que vergonzoso fuera;
pues todas las troyanas lo vituperarían
y es mucho ya el pesar que conturba mi pecho. 

Y Afrodita la diosa indignada decía:
—¡No me hartes, insolente! Cuida no te abandone
y te aborrezca tanto como te amaba antes,
y a dánaos y a teucros de tal manera encone
y enfurezca de suerte que su odio se agigante
y te hagan perecer al fin de mala muerte! 

Con ser hija de Zeus, Helena desmayaba.
En el velo magnífico y blanco se envolvió,
y dócil a la augusta deidad que la guiaba,
echó a andar en silencio, y ninguna la vio. 

Ya en la mansión espléndida que Alejandro habitaba,
las esclavas recobran sus labores y enseres,
 y ella entra en la cámara de artesonados techos.
La risueña Afrodita la silla le acercaba,
y la hija de Zeus, diosa entre las mujeres,
al lado de Alejandro se sienta junto al lecho,
desvía la mirada y dice al seductor: 

—¿Que vuelves del combate, y que no has perecido
a manos del valiente que antes fue mi marido? 
¡Sin duda te imaginas por todo superior
a ese ramo de Ares en puños, fuerza y lanza! 
Pues rétalo de nuevo, si tal es tu pujanza. 

Mas ¡qué temeridad! Mejor es que desistas,
que al zaino Menelao no pienso que resistas. 
Y Paris, a su turno:
—¡Mujer! ¿Por qué terqueas
en amargar mi pecho y disputar conmigo?
Si hoy venció Menelao por gracia de Atenea,
ya llegará mi hora, que también tengo abrigo
entre los Inmortales. Mas deja el ceño, ea:
tendámonos los dos como buenos amigos.
Con más ardor que nunca mi alma te desea.
Ni cuando, arrebatada a tu amena mansión,
dejé a Lacedemonia y navegué contigo
a bordo de mis naves surcadoras del mar
y en la isla de Cránae se cumplió nuestra unión,
ni entonces me ha encendido tal deseo de amar
ni de sentirte mía me hallé más anheloso. 

Y hacia el lecho la atrajo, y ella siguió al esposo.


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